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Un inquietante viaje con cámara y dosímetro por la Chernóbil que la URSS no quería que viéramos

José Antonio Luna

Chernobyl se ha convertido en la mejor serie de terror del año cuando ni siquiera forma parte del género. Tampoco es ficción (o no del todo). El desastre nuclear que paralizó a medio mundo en 1986 fue una realidad que todavía hoy lidia con las consecuencias, tanto humanas como naturales, de aquella noche en la que el reactor número cuatro de la central Vladímir Ilich Lenin estalló por los aires. Ardió durante 10 días y contaminó más de 142.000 kilómetros cuadrados, desde Ucrania hasta la ciudad rusa de Briansk, pero podría haber sido mucho peor de no ser por los héroes anónimos que sacrificaron sus vidas para evitar un daño mayor. Chernóbil, entonces parte de la URSS, nunca volvió a ser lo mismo.

La producción de HBO ha vuelto a poner el foco en un incidente que 33 años después continúa despertando la fascinación y el miedo de muchas personas. El fotógrafo y cineasta polaco Arkadiusz Podniesinski es una de ellas. Lleva documentando Chernóbil desde 2008, pero es consciente de su magnitud prácticamente desde que era pequeño. “Ya en la escuela primaria me dijeron que bebiera yodo de Lugol para evitar que mi cuerpo absorbiera los isótopos radiactivos”, explica a eldiario.es recordando un momento que, según este, marcó sus proyectos fotográficos posteriores. Así lo demuestra el fotolibro HALF-LIFE: desde Chernóbil hasta Fukushima, con el que pretende “ayudar a los lectores a comprender la gravedad de este desastre para que saquen sus propias conclusiones sobre la seguridad y el futuro de la energía nuclear”.

Podniesinski también ayudó a Craig Mazin, productor y guionista de la serie de HBO, a descifrar rasgos de la mentalidad ucraniana de la época o incluso a acceder a determinados emplazamientos en los que querían rodar. “El mayor mérito de la serie es mostrar las consecuencias de la mala gestión, de las negligencias y de las mentiras en las que se basó toda la Unión Soviética”, apunta el cineasta.

Los responsables de alertar al pueblo consideraron que no tenían que divulgarlo porque, de lo contrario, demostraría la fragilidad del bloque soviético frente al norteamericano en una era de tantas tensiones como la de la Guerra Fría. No reconocieron los hechos hasta dos días después de la explosión, y siguieron ocultando información de vital importancia hasta mucho tiempo después. “Los intereses del imperio eran más importantes que la salud humana”, agrega el fotógrafo.

La zona de alienación (o zona muerta, entre otros nombres), un área de 30 kilómetros alrededor del reactor, fue evacuada y acordonada. Sin embargo, el lugar del que hace tres décadas escaparon miles de personas hoy paradójicamente atrae a profesionales (y curiosos) como el estadounidense David McMillan, que lo ha visitado en 22 ocasiones. Es también autor del libro Crecimiento y decadencia: Prypiat y la zona de exclusión de Chernóbil (editorial Steidl), en el que se puede ver cómo han cambiado las instalaciones con los años. Las ruinas, cada vez más presentes, han dejado paso a la vegetación y la fauna salvaje. Como si alguien hubiera apretado el botón de reiniciar.

A los ojos parece que todo peligro se ha difuminado, pero las llamadas “áreas calientes”, aquellas en las que la radiación fue más intensa, todavía son puntos señalados en rojo en el mapa. “Es sorprendente cómo algo sin presencia física detectable sin un instrumento pueda ser tan dañino. No hay una diferencia aparente cuando se mira un área limpia y una contaminada”, dice McMillan. No obstante, según Podniesinski, normalmente el riesgo se reduce a seguir las reglas de seguridad apropiadas: “Usar ropa protectora, máscara y limitar el tiempo de exposición”. “Sin embargo, si alguna vez tengo cáncer, todos dirán que se debe a Chernóbil”, apunta con ironía.

El cineasta polaco destaca tres zonas a tener en cuenta: el Bosque Rojo, que recibió casi todo el humo contaminado; partes de la ciudad de Prípiat, construida en los años 70 para alojar a los trabajadores de la central; y, tal y como puede verse en la serie, el sótano del hospital al que fueron llevados los primeros bomberos que intentaron apagar el fuego. “Sus trajes estaban tan contaminados que nadie sabía qué hacer con ellos, así que los dejaron en el sótano. De hecho, he visitado este sitio muchas veces y allí siguen”.

Y es que, si los exteriores de Chernóbil son desoladores, esta sensación se multiplica cuando la cámara se adentra en casas o centros médicos, en aquellos sitios donde los ciudadanos desarrollaban su vida normal. “Inicialmente pensé en fotografiar paisajes, pero los interiores me conmovieron, especialmente las escuelas y los jardines de infancia. Hubo algo que tuvo mucho que ver: sabía que el accidente afectó a muchos niños y tenía la idea de tener mis propios hijos”, considera McMillan.

En cambio, lo que más llama la atención de Podniesinski no son los edificios abandonados, sino cómo antiguos residentes han decidido volver a sus hogares a pesar de las pésimas condiciones y de las advertencias del gobierno ucraniano. “Son principalmente mujeres de unos 70 años, enfermas y privadas de atención adecuada. Hay aproximadamente 150 ancianos, y ese número disminuye cada año”, añade el cineasta sobre los llamados samosely (en español, colonos). No temen a su destino porque ya está escrito.

Chernóbil, ciudad de vacaciones

Ambos fotógrafos coinciden en que no fue fácil conseguir el permiso oficial necesario para traspasar la zona muerta. “Fue un reto. A través de una serie de conexiones me dieron el número de un cineasta ucraniano que hablaba inglés y había filmado en la zona, por lo que conocía a algunas de las personas que administraban el área. Con su ayuda y la de alguna moneda obtuve acceso”, recuerda el fotógrafo estadounidense.

Pero ahora todo es mucho más fácil. La Zona abrió sus puertas al público en 2010, y solo basta una búsqueda en Internet para encontrar páginas que ofertan el pack completo: mascarillas y dosímetros con visita incluida a las bábushkas, “las abuelitas de Chernóbil”.

“Transformarlo en una atracción turística masiva ha sido el sueño de todo gobierno ucraniano tras la tragedia. A raíz de esto llegaron empresas de todo el mundo para ofrecer experiencias extremas a un precio asequible, así como hoteles, tiendas de recuerdos que venden imanes que brillan en la oscuridad, bolígrafos e incluso preservativos con el signo radiactivo en ellos”, lamenta Podniesinski, quien añade que “lo que no ha sido destruido por el paso del tiempo hoy está siendo destruido por la gente”.

No todos los grupos se ajustan a protocolos oficiales. Los autodenominados como stalkers [personas que se cuelan en la zona en busca de 'tesoros' radioactivos] recorren cientos de kilómetros por vegetación irradiada, duermen en cobertizos abandonados y contemplan el amanecer sobre la ciudad de Prípiat. Todo ello, por supuesto, de forma ilegal. “Te sientes como la última persona de la Tierra. Deambulas por caminos, ciudades, pueblos vacíos. Es una sensación mágica”, indicó uno de ellos a la revista National Geographic. “Para ellos es una aventura, como el paracaidismo o el montañismo. Algunas personas realizan actividades de riesgo para demostrarse algo a sí mismas”, asegura McMillan.

Pero, al margen de las visitas y al margen de la ley, ¿aporta algo contemplar el reactor cuatro con nuestros propios ojos? ¿O es solo morbo?  Según el director polaco, “al igual que las personas visitan Auschwitz para ver los efectos del exterminio nazi, también deberían visitar Chernóbil para comprobar las consecuencias de descuidar la energía nuclear”. Continúa diciendo que es necesario concienciar de lo que puede provocar “el descontrol de la energía nuclear”, aunque, a juzgar por los hechos, parece que las lecciones no han servido de mucho.

Los accidentes nucleares no son problemas del pasado. 25 años después de Chernóbil, el mismo miedo volvió a sacudir el planeta cuando una escena similar se repitió en Fukushima (Japón) tras un terremoto. “Las causas de ambos desastres fueron diferentes, pero los efectos económicos, sociales y de salud son casi idénticos: la emisión de una gran cantidad de isótopos radiactivos a la atmósfera y al océano, la contaminación de miles de hectáreas de tierra, la evacuación de cientos de miles de personas, el tiempo y los millones de dólares que costará eliminar los efectos del desastre”, enumera Podniesinski, que también se desplazó hasta el país del sol naciente para comprobarlo. Deja además una hipótesis en el aire: “Quién sabe, tal vez la segunda temporada de la serie tenga lugar allí”.

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