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Heisenberg VS. Bohr: ¿tiene un científico derecho moral a fabricar la bomba atómica?

Carlos Hipólito y Emilio Gutiérrez Caba, cara a cara en el teatro

Miguel Ángel Villena

En una Dinamarca ocupada por los nazis en 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, el eminente físico alemán Werner Heisenberg (1901-1976) visita a su antiguo maestro, el danés Niels Bohr (1885-1962), para plantearle un escalofriante dilema moral: ¿tiene un científico el derecho moral para colaborar en la fabricación de una bomba atómica que puede causar la muerte de miles de personas y la destrucción de ciudades enteras?

En bandos distintos y con intereses contrapuestos, los antiguos amigos y colegas protagonizaron uno de los encuentros decisivos para el devenir de la carrera nuclear en la que estuvieron empeñados tanto los aliados como los nazis. Sin embargo, poco trascendió ni ha trascendido con el paso de los años de aquella entrevista que quizá cambió el rumbo de aquel terrible conflicto. Aquel silencio, aquellas sombras y aquellas zonas grises permitieron al escritor británico Michael Frayn escribir en 1998 Copenhague, una de las piezas teatrales más premiadas y aclamadas de las últimas décadas.

Bajo la dirección de Claudio Tolcachir y con un reparto integrado por Carlos Hipólito (Heisenberg), Emilio Gutiérrez Caba (Bohr) y Malena Gutiérrez (Margrethe) el teatro madrileño de La Abadía ha llevado a escena esta obra producida por Producciones Teatrales Contemporáneas con tal éxito de público que las representaciones se prolongarán hasta el 14 de julio.

Jugando con unos personajes que ya están muertos y observan desde el más allá cómo va a juzgarlos la Historia, interpretando los recuerdos y con Margrethe, la mujer de Bohr, a modo de un contrapunto que obliga a los científicos a sincerarse, el texto de Frayn plantea unos dilemas que alcanzan mucho más allá de las vicisitudes de la Segunda Guerra Mundial.

En una escenografía sencilla, nostálgica y triste, tanto Bohr como Heisenberg se culpabilizan de la hecatombe que podía suponer, que supuso, la fabricación de la bomba atómica más tarde lanzada sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en el verano de 1945. Ambos cruzan acusaciones y reproches, alegan justificaciones, barajan hipótesis y lanzan contrapropuestas. Pero al fondo siempre aparece la cuestión fundamental de los límites éticos de la ciencia, de las relaciones entre la tecnología y la política, del uso de los avances científicos.

En unos brillantes y profundos diálogos, pero servidos con didactismo, se abordan temas universales que nos interpelan, ayer y hoy, como la carrera armamentista o la creación de inteligencia artificial o, en definitiva, la necesidad de utilizar la ciencia en favor de una mayoría social y no de los poderosos se llamen estos Hitler, Trump o Putin.

Dialéctica sin maniqueísmos

Así las cosas, uno de los principales méritos de esta aclamada Copenhague radica en la ausencia de un maniqueísmo que hubiera resultado muy fácil en la ecuación Heisenberg-nazi malo y Bohr-demócrata bueno. De hecho, el espectador asiste a un constante ping-pong dialéctico en el que se muestran las complejas y contradictorias biografías de aquellos dos genios de la física que lograron el Nobel de Física: Bohr en 1922 por sus trabajos sobre la estructura atómica y la radiación y Heisenberg en 1932 por la creación de la mecánica cuántica.

Pero las apariencias engañan una y otra vez, tanto en la realidad como en la ficción teatral, y al final al espectador le quedan más dudas que certezas en un ejercicio que obliga a plantearse preguntas clave que todavía hoy siguen sin respuesta. “Interpreten todas mis afirmaciones como preguntas”, llegó a decir Niels Bohr.

Así pues, muchos enigmas quedan en el aire. ¿Retrasaron Heisenberg y su equipo deliberadamente la investigación sobre la bomba atómica para impedir que Hitler la usara? ¿Cuál fue la verdadera contribución de Bohr en Estados Unidos a la fabricación de aquella arma infernal lanzada sobre Japón? ¿Defendieron ambos a sus patrias entendidas como los intereses de los gobernantes o interpretadas como la memoria de sus familias, de sus amigos, de sus vivencias más queridas? ¿Se utiliza la ciencia en favor del bienestar de la gente?

Aunque resulte una obviedad, conviene recordar que el magnífico montaje de Copenhague responde a la esencia del teatro: un gran texto interpretado por unos excelentes actores. En esta ocasión, en La Abadía, han coincidido las dos premisas. De la pieza de Frayn hablan las exitosas representaciones en multitud de ciudades de todo el mundo y la cosecha de cotizados premios. De los actores de esta versión española solamente cabe reseñar la maestría que han alcanzado en escena dos portentos de la interpretación como Carlos Hipólito y Emilio Gutiérrez Caba, junto con Malena Gutiérrez.

Ritmo, dicción, gestos, saber estar, pasión y talento acompañan a estos intérpretes. Formados en el teatro, al que regresan una y otra vez tras sus incursiones en el cine o en la televisión, el duelo actoral de Copenhague pasará a ser “un trabajo que se queda grabado en la memoria”, como señala el director Claudio Tolcachir. Una obra, en suma, que remueve al espectador en su butaca y no lo deja indiferente. De eso se trata en el teatro.

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