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De cómo la vitalidad se impone al desgaste

Los bailarines Cecilia Blanco, Galina Gladinkova, Roberto Dimitrievicht y Stella Maris Isoldi

Paula Corroto

“Me gustaría tener 35 años para seguir bailando”. La voz es la de la exbailarina Galina Gladinkova en un momento del vídeo. Hay un prurito de nostalgia, pero después la vemos bailar. Breves pasitos, pero baila. Menuda –apenas 1,45 metros de estatura–, estilizada. Y con 96 años de edad.

Esta es una de las escenas de la obra Fuerza de gravedad que se representa hasta este sábado en la sala Madera del Matadero de Madrid, dentro del festival Frinje. Un proyecto de la argentina Damiana Poggi en el que participan tres ex bailarines del Ballet del Teatro Colón de Buenos Aires -Roberto Dimitrievitch, Stella Maris Isoldi y Gladinkova– cuyas edades han sobrepasado ya los 70 años, junto a la también bailarina Cecilia Blanco. Es un canto a los poderes del cuerpo, a sus límites, a lo que le mantiene vivo y, como dice Poggi, a cómo “la vitalidad se impone al desgaste”. La vejez es un estado de ánimo y los anuncios sobre la ancianidad y la salud, un producto de mercadotecnia.

La idea surgió hace un año y medio tras varias conversaciones entre Poggi y Gladinkova. Comenzaron a hablar y decidieron hacer un homenaje a estos bailarines que habían llenado las páginas de los periódicos desde los años cuarenta y que aún continuaban con ganas de bailar y mostrar su cuerpo. La pieza se fue configurando mediante improvisaciones, incluyeron material audiovisual y finalmente quedó un montaje en el que se mezclaba la danza con el teatro documental como “recurso para hablar de algo que se vuelve universal. Los bailarines están presentes, no son personajes, y es un recorrido por sus biografías”, explica Poggi.

Biografías que son largas y exitosas. Gladinkova, que ascendencia rusa, empezó en 1938 en el Teatro Colón, Dimitrievitch, cuya familia también procede de Rusia, también fue primer bailarín de este teatro e Isoldi ha sido una de las bailarinas que mejor ha interpretado las técnicas de la danza moderna de Martha Graham. Y los tres continúan. Y es emocionante comprobar cómo no reprimen su cuerpo. Cómo no hay cansancio, ni arrugas ni signos de vejez. Están, pero no se ven.

“Cuando la gente llega a una edad y se estanca, ahí perdió. No hay nada que te impida seguir bailando. La vida no se termina. No hay un fin”, explica Dimitrievitch sobre su vitalidad y ganas de bailar como cuando tenía 30 años. En el fondo, la obra esconde una reflexión y no tiene nada que ver con lo que hubo y ya se fue.

Capitalismo: represión del erotismo

“Quería indagar también en cómo el capitalismo de nuestros días en realidad lo que hace es suprimir al cuerpo. Se ha perdido la exhibición de los cuerpos, el erotismo, pero no en su sentido sexual, sino vital, de celebración de la vida”, añade Poggi. Porque si bien nuestros tiempos son los de mostrar cuerpos jóvenes y perfectos –mucho gimnasio, mucho estilo de vida saludable- no lo son tanto en cuanto se traspasa cierta edad y ni siquiera en la juventud. “Los móviles, Internet... hay mucho más autismo en las relaciones humanas, se ha perdido la parte emocional del cuerpo”, sostiene Dimitrievitch. “El cuerpo se ha establecido como un objeto de consumo”, insiste Poggi. Y es más porque el cuerpo siempre dice algo, aunque, según estos creadores, lo tengamos reprimido.

Fuerza de gravedad también supone un diálogo intergeneracional. Un encuentro entre diferentes formas de abordar la danza. Stella Maris Isoldi, que lleva años como maestra de bailarines, reconoce que han cambiado muchas cosas y que ahora “ya no se definen como bailarines clásicos o modernos, como hacíamos nosotros, sino que unifican todas las técnicas y son más completos. Creo que tienen más información y aprenden mucho más rápido”.

Esa admiración que se profesa tiene su propia visión desde el lado de los jóvenes como Poggi. “Creo que nosotros tenemos la percepción de que todo es muy vertiginoso y de que algo se nos escapa siempre. Hay quien ha dicho que para crear hay que saber escuchar y vivimos en unos momentos en los que hay tanto ruido que es más difícil aprender”, indica. Más tecnologías, pero sobreinformación. Y ahí se abre otro interrogante: ¿cómo crear si apenas se escucha nada? Ahí es cuando es bueno pararse y atender a las voces de los otros, los que llevan más de 50 años bailando.

Volver a tener 35 años de edad. Con eso sueña Gladinkova aunque siga bailando. Es una frase en la que también se traslucen las grietas y las heridas que surgen después de toda una vida. “Cada uno baila desde su propio dolor, y hay una voluntad de compartirlo”, resume Poggi. Y sin nostalgia. “La hay un poco cuando ves esas imágenes de cuando eras joven porque te tocan, pero no es más”, admite Dimitrievitch. Porque ningún tiempo pasado fue mejor. Y la vida no tiene fin. Como dijo el otro, el punto final sólo es la muerte y hasta entonces uno siempre podrá seguir bailando.

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