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Cuestionadas y desprotegidas: las caras de la violencia machista

Concentración en Elda (Alicante) por la última víctima de violencia machista

Laura Martínez

Jessica, o Jessy, como la llamaban sus amigos, tenía 28 años y era camarera en Elda. Murió en la UCI después de 24 horas de agonía provocada por 5 disparos. A Maria Dolores Correa, ex investigadora de la Guardia Civil, sus amigos la llamaban Mariló. Tenía 47 años y la encontraron en un piso de Gandía, tendida en el suelo y con signos de haber sido asfixiada. Irina, de nacionalidad rusa y residente en Valencia, tenía 32 años y un hijo de 7. Encontraron su cuerpo quemado y con signos previos de violencia en su casa. Gloria Amparo era de nacionalidad colombiana, tenía 47 años y fue arrojada por el hueco de las escaleras desde un cuarto piso. Maya solo tenía dos años y fue degollada. A estas mujeres solo les unían dos cosas: que eran mujeres y que han sido asesinadas por hombres con los que mantuvieron una relación sentimental. No murieron, no se cayeron, no tuvieron un accidente. Fueron asesinadas.

José Luis S.G., de Móstoles, tenía una denuncia por amenazas y una orden de alejamiento en vigor. Laurentiu Mihai tenía 28 años y confesó que degolló a su hija para vengarse de su madre. Stefan S., de 31 años, se llevó al hijo de Irina a Castellón, después de haberle prendido fuego en su casa. Imanol Castillo, de 31 años, tenía cuatro denuncias por malos tratos y una orden de alejamiento. Se enfrentaba a un juicio rápido por amenazas a su víctima y el día anterior decidió acribillarla a tiros en la puerta del colegio de su hijo. Después se suicidó. José Luis G.G., un hombre de 55 años con condena por lesiones y maltrato a otra mujer mantenía “relaciones esporádicas” con la víctima a la que tiró por el hueco de las escaleras. Estos hombres tampoco tenían nada en común, más que se convirtieron en verdugos.

Ellas solo son una pequeña parte de las mujeres que han muerto en lo que llevamos de 2017 a manos de parejas, exparejas, ligues o affaires. Incluso de padres que buscan venganza. Según las cifras del Ministerio de Igualdad, 44 mujeres han sido víctimas de la violencia machista en España. Las cifras no oficiales, recogidas por entidades feministas, que incluyen los casos en investigación, a los menores, y a los hombres víctimas de otros hombres, hablan de 90 víctimas, con los datos actualizados a 10 de noviembre. Mientras se escribe este texto, la Guardia Civil investiga en Vinaròs el asesinato de Catarina, una mujer de 35 años asesinada a tiros por su expareja, de 40, que se ha suicidado después.

Algunas de ellas denunciaron a sus agresores, tenían órdenes de alejamiento y estaban pendientes de juicio. Las medidas cautelares no fueron suficientes, no evitaron nada. Los protocolos fallaron y las víctimas estaban desprotegidas pese haber pedido ayuda. Otras no denunciaron y, simplemente, pusieron fin a la relación. Según las estadísticas, solo la mitad de las mujeres que sufren violencia de género denuncian. En 2017, de 43 víctimas, solo un 18% acudió a las autoridades. Las mujeres no denuncian por miedo a las represalias por parte del agresor, por vergüenza, por rechazo social, por procesos judiciales lentos incapaces de protegerlas, por el miedo a no ser creídas, por el deterioro psíquico que causa el maltrato, por escasez de medios económicos, que no solo dificultan el abandono del hogar, sino el acceso a la justicia, por la dificultad de acreditar violencia si no hay hematomas. Porque el juicio paralelo, el mediático y el de la calle, se vuelve contra ellas.

Otras no ven el peligro, con la vista enturbiada por esa nube tóxica que es el amor romántico y que desde niñas enseña que los celos son pasión y protección. Confían en que cambiará, en que es así, que tiene carácter. La educación, para ellas y ellos, es fundamental. Educar a los hombres para que no se conviertan en agresores, en primer lugar. Educar en igualdad y respeto. Educar para limpiar la vista, para aprender a identificar comportamientos nocivos, educar en el empoderamiento femenino. También abandonar esa concepción de que la violencia machista es violencia doméstica, de que son cosas de pareja, de que no hay que meterse. Convertirlo en un problema de Estado, en un asunto público, en un conflicto social y estructural.

El pasado septiembre, más de 60 entidades e instituciones suscribieron el Pacto Valenciano contra la Violencia machista, que equipara a estas víctimas con las del terrorismo y centra sus esfuerzos en la educación para la prevención. El Pacto de Estado, que debería estar dotado con mil millones de euros, aún no está presupuestado. El documento pretende ser un plan de choque contra la violencia hacia las mujeres, a trtavés de 293 medidas para erradicarla desde sus orígenes.

Los pactos no actúan de chaleco antibalas, ni paran un cuchillo, ni frenan un golpe. Pero las palabras, los compromisos, sirven para manifestar una voluntad de mejora. Sirven, por ejemplo, para incorporar la perspectiva de género a la interpretación de las leyes, para no hacer campañas institucionales que responsabilicen a una víctima de su agresión, para dotar de medios a las oficinas de atención y apoyo a las víctimas, para educar en igualdad y realizar programas de prevención con los menores, para que una mujer maltratada pueda acceder a una vivienda pública con rapidez y alejarse cuanto antes de su maltratador. Para que las mujeres sepan que no están solas. Una declaración de intenciones con un mensaje muy claro: aquí no cabe el maltrato.

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