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Celebración del mito y la nostalgia

Alfons Cervera

El año que viene se cumplirán ochenta años de la instalación del gobierno de la II República en la ciudad de Valencia. De esos ochenta años, más de cuarenta habrán transcurrido en democracia. De lo que hace ahora cuarenta años es de la muerte de Franco. Nadie lo diría. La II República sigue siendo invisible no sólo en las calles sino lo que no sé si es peor: en las políticas de Estado y en la conciencia de la ciudadanía. La dictadura franquista la borró del mapa, la transición se olvidó de nombrarla en los acuerdos felices del consenso y los sucesivos gobiernos de Felipe González y José María Aznar (un poco menos, al principio, los de Rodríguez Zapatero) le negaron un sitio en los horarios escolares como si los valores republicanos fueran con pelos y señales lo mismo que la peste. La mejor manera de negar la existencia de las cosas es dejar de nombrarlas. O aún peor: nombrarlas desde el desprecio o la mitificación. La saga con tintes franquistas del PP -prolongada hasta ahora mismo bajo los designios de Mariano Rajoy- se ejercitó aviesamente en el desprecio. La izquierda -o las izquierdas, como ustedes quieran- hicieron lo propio mirando aquellos años de esperanza como una reliquia a la que de vez en cuando había que sacar en procesión. Y cuarenta años después de la muerte de Franco así seguimos. Unos con sus desplantes, los otros acompañando las celebraciones republicanas con la sola nostalgia mientras suenan de fondo el Himno de Riego y el eco machacón de “Mañana, España, será republicana”. Lo de siempre. O sea: esa cosa tan rara de una República del deseo gobernada sin problemas por una Monarquía. ¿Estamos locos o qué?

A lo mejor nos pasa como a Machín: querer la Monarquía y la República a la vez y no volvernos locos. O tener el corazón partío, como canta ese gran artista de la aberración poética que se llama Alejandro Sanz. El caso es que -de una u otra manera- la idea de que hay que poner en valor la II República sigue entre nosotros. Por eso todos los años, cuando llega el 14 de abril, organizamos ceremonias para homenajear aquellos tiempos de efervescencia política, de ilusiones que entonces nadie creía pasajeras. También en esas ilusiones hubo errores de bulto, pero nunca unos errores que como argumentan la derecha y sus intelectuales más conocidos se merecieran la intervención armada en el desgraciado verano de 1936. Han pasado cuarenta años de la muerte de Franco y a la que le damos vuelta al calcetín de la democracia se le ven los rotos porque en todo ese tiempo no ha habido un remiendo con la fuerza y la profundidad que una buena democracia se merece. Miren ustedes, si no, cómo han proliferado estos días, por todas partes, las misas en honor del dictador. O cómo en el Casino Gran de Canals todavía cuelgan los retratos de Franco y José Antonio Primo de Rivera y los alcaldes locales -también los socialistas- han celebrado allí algunos actos oficiales. Y no pasa nada, por muchas leyes de memoria que seamos capaces de aprobar para que no se nos caiga del todo la cara de vergüenza. Y es que no resulta fácil romper el férreo blindaje del consenso. Por eso celebraremos el año que viene la capitalidad valenciana de la II República y seguiremos poniéndonos firmes en cada visita del Rey a nuestra casa. Hasta me imagino al mismísimo monarca inaugurando los fastos de esa celebración. No pongan ustedes esa cara porque hay precedentes. Hace unos años Alfonso Guerra preparó una faraónica exposición titulada Exilios. En principio pensamos que se refería al exilio republicano. Pues no. Entre aquellos exilios se incluía también el del rey Alfonso XIII y la exposición fue inaugurada por su nieto Juan Carlos I. Somos así de chulos, ¿qué pasa?

Con todo lo dicho no voy a negar la importancia de extender por cuantos más sitios mejor la memoria y el patrimonio republicanos. Eso es lo que anuncian para 2016 la Universitat de València, la Generalitat, la Diputación y el Ayuntamiento de Valencia. Pero la memoria no es algo quieto, inamovible. Si la memoria es sólo eso estamos hablando de nostalgia. Y con la nostalgia y las mitificaciones -por más que, como en este caso, vaya el proyecto avalado por instituciones de prestigio más que contrastado- no vamos a ninguna parte. Lo bien cierto al día de hoy es que tenemos una Monarquía que nadie ha votado (salvo indirectamente en el paquete completo de la Constitución) en vez de una República legitimada por las urnas en 1931 y expulsada después de nuestra historia por la fuerza de las armas. Precisamente una de las irregularidades históricas más extendidas es la que establece una línea directa entre la II República y la guerra civil: el caos que precede al golpe de Estado salvador por parte de los militares rebeldes. Por eso ya es hora de que esa idea cambie y -como apuntan muchos historiadores- se establezca la línea directa entre el golpe de Estado, la guerra civil y la dictadura franquista como una solución de continuidad. Y tampoco estaría mal que ochenta años después de que Valencia fuera capital de la II República se empezara a romper aquí no sólo aquella línea interesadamente falsa que les decía sino también la que lleva directamente de la dictadura franquista a la Monarquía. Y ya de paso -como cuenta estos días eldiario.es- podrían salir de las celebraciones republicanas del año próximo la necesidad de que se llevara a cabo en cuantos más sitios mejor la presentación de querellas institucionales contra los crímenes del franquismo, unas querellas que al día de hoy han de tramitarse a través de la justicia argentina. Ojalá fuera así. Ojalá el año que viene -con el ilustre motivo de la capitalidad valenciana de la II República- no celebremos por todo lo alto sólo el mito y la nostalgia. Ojalá.

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