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Las fracturas de la Unión Europea: ¿quiebra o regeneración?

Un grupo de migrantes encaramados a la valla de Melilla

Belén Duart Marzo

En diferentes vías de acceso o “puntos calientes” repartidos por la geografía europea, un torrente imparable de inmigrantes y refugiados arriesgan sus vidas a las puertas del suelo Schengen. Dejan atrás a sus familias, sus hogares, asu vida tal y como la conocían. Muros, alambradas, cámaras térmicas, sensores de movimiento, furgones policiales, guardias armados les dan la bienvenida. Un primer intento, fracaso, vuelta al punto de partida. Quizá mañana haya más suerte. Muchos llevan años viajando, tratando de cruzar a la formidable fortaleza que en la que se ha convertido la frontera europea. De un modo u otro, las presas que pretenden alzarse en los puntos calientes no pueden retener la marejada continua de personas dispuestas a intentar, las veces que sean necesarias, entrar en Europa.

Orestiada, Grecia. “La verja de Orestiada se extiende a lo largo de los únicos 12,5 kilómetros de frontera de tierra entre Grecia y Turquía (el resto se encuentra dividido por el río Evros). Se levantó en verano de 2012 para frenar el mayor agujero de clandestinos de Europa. En el espacio de dos meses, las detecciones de ilegales pasaron de 7.000 (julio de 2012) a menos de 500 (septiembre 2012)” (Abril G., 2014). Vallas como esta moldean los confines políticos de Europa. Amurallan campos de cultivo, bosques, desfiladeros. Sobre la valla de Melilla: “En los últimos 10 años, según datos proporcionados por la Guardia Civil, la han atravesado algo más de 3.000 personas (suman un 20% de las entradas irregulares en Melilla; la mayoría cruza por el paso fronterizo). La valla, denominada de forma técnica ”perímetro antiintrusión“ mide 11,5 kilómetros de largo. Va de costa a costa por todo el territorio fronterizo que comparten España y Marruecos en el Norte de África.” (Abril G., 2014)

Otros atraviesan una fortaleza no levantada por la mano del hombre: el mar Mediterráneo. En las fronteras, entre una base militar y otra, los que han llegado (o han conseguido hacerlo) de todos los rincones del mundo son retenidos en centros de internamiento para extranjeros, “a la espera de noticias sobre su estatus jurídico de protección internacional (…) Muchos de los internos se quejan de la larga espera para la resolución de su solicitud de asilo, superior al año, según Elio Tozzi, de la ONG Borderline Europe.” En Mineo, Sicilia, esta misma ONG “denuncia el hacinamiento: el centro [de solicitantes de asilo] estaba pensado para albergar 2.000 personas; en estos momentos casi se dobla esa cifra.” (Abril G., 2014).

Esta realidad se repite en puntos de acceso de toda Europa, pues durante los últimos años, “el alza de la inmigración en Europa ha sido del 40%” (Pérez, 2014). Las consecuencias de conflictos que la Unión, por diversos motivos, ignoró o no supo atender, están llegando en forma de miles de personas a bordo de pateras, a pie por caminos apenas transitables, contenidos por muros de alambre o conjeturando sobre los detalles de su incierto estatus jurídico en un centro de internamiento.

Mientras tanto, los partidos de extrema derecha se alimentan del miedo y la creciente xenofobia imperante en muchos Estados europeos. Encuentran soporte en países en los que siempre han tenido cierta presencia: Países Bajos, Francia, Dinamarca, Italia… pero también se les abren nuevos escenarios en países nórdicos, Reino Unido, Hungría… con el consecuente aumento de la representación que conllevan sus éxitos electorales. Quienes ya daban por concluida la lucha contra la xenofobia y el racismo asisten al auge de estos partidos xenófobos, autoritarios y euroescépticos. Prueba de ello son la Italia de Salvini o la Hungría de Orbán. “(…) La lejanía con el período de entreguerras ha borrado en gran medida cualquier sentimiento de culpabilidad por parte de la ciudadanía si apoyan estas formaciones [los partidos de ultraderecha]. Por otro lado, el descontento con la globalización y sus consecuencias indeseadas generan un sentimiento de perdedores en la misma. Así, estos partidos han aprovechado constantemente la criminalización de la inmigración para capitalizar el descontento de aquellos ciudadanos que no se sienten cosmopolitas en absoluto y que temen que la llegada de inmigrantes les deje sin trabajo o empeore sus condiciones de vida”. (Bayón, 2017). Estos factores, junto con el desplome de los partidos socialdemócratas y democristianos, y la renovación estética de la ultraderecha, se suman “a la frustración de la población, a la deslegitimación de las instituciones políticas, el malestar frente al establishment y la explotación de las inseguridades de la población por parte de los partidos de extrema derecha que buscan chivos expiatorios fácilmente identificables en la inmigración extracomunitaria o en los países de la Europa del sur, en busca de captar un sentimiento identitario y excluyente”. (Bayón, 2017)

A día de hoy, nos encontramos con una Unión atemorizada por “el miedo al extranjero y el temor a la pérdida de identidad” (Torreblanca, 2011). Atrás queda la Europa de las adhesiones, de las que muchos empiezan a arrepentirse. La Unión se repliega ante sus graves problemas internos: “el auge de la xenofobia, la crisis del euro, el déficit de la política exterior y la ausencia de liderazgo” (Torreblanca, 2011). Muchos achacan la crisis a motivos económicos, pero este razonamiento resulta a todas luces simplista, si tenemos en cuenta los diferentes ámbitos identitarios, culturales, políticos y sociales a los que se ha extendido. Nos encontramos pues ante una crisis cuyas raíces se hunden en las estructuras de las instituciones europeas, donde priman las soluciones rápidas e instantáneas a corto plazo (medidas de austeridad, recortes, imposiciones desde la condescendencia) y falta capacidad de análisis para formular políticas a medio y largo plazo, que visten mucho menos en las campañas electorales.

Desde sus inicios, el proyecto de unión económica de la Unión Europea era motivo de predicciones favorables, visiones de una única y gran potencia pujante en el competitivo mapa geopolítico mundial. Su proyecto político, por otra parte, no fue recibido con tanto entusiasmo, sino con las reticencias de los Estados miembros que veían en ella una usurpación de sus competencias. Este modelo incierto, cuya estructura debió quedar fijada de forma definitiva por una Constitución Europea, se encuentra hoy descabezado, carente de liderazgo, agrietado por conflictos entre bloques de países o incluso por conflictos entre los propios países. Ni interna ni externamente la Unión es capaz de presentarse como una única potencia unida, con una sola voz, generando hastío, indiferencia y hasta rechazo, tanto dentro como fuera de Europa. Pese a su potencial económico, militar y diplomático, apenas cuenta con credibilidad como potencia, debido a su reticencia y falta de unidad a la hora de tomar medidas en cuanto a acción exterior, así como su repliegue hacia el interior y desmantelamiento de cualquier sentimiento de voluntad común. “De Haití a Siria, la política exterior ha brillado —en general— por su ausencia; su actuación ha sido lenta, reactiva, a menudo errática, plagada de problemas de coordinación. Y ha dado escasos resultados, pese a alguna notabilísima excepción (Irán, por ejemplo).” (Pérez, 2014).

Esa misma falta de liderazgo, voluntad común, consenso y desentendimiento es la que ha agravado la ya por sí nefasta crisis de los refugiados: como daba a entender el comisario para la Migración, Asuntos Internos y Ciudadanía, Dimitris Avramopoulos, en 2015, “Europa necesita gestionar mejor la inmigración (…) la gente seguirá viniendo mientras no estén a salvo en sus hogares, y mientras no tengan perspectiva de futuro allí (…) no podemos ignorarlo (…) necesitamos trabajar juntos como una unión con los países de origen y tránsito para tratar las causas del tráfico de inmigrantes desde su raíz” (Avramopoulos, 2015).

Precisamente, Europa ha adoptado decisiones reactivas a corto plazo, asumiendo que el problema principal está en la vulnerabilidad de sus fronteras, ignorando el origen y su consecuencia más notoria: los miles de solicitantes de asilo que tratan de llegar a unas fronteras cada vez más infranqueables. Se opta por llegar a acuerdos con los países de tránsito, a menudo desbordados, para que detengan los flujos de inmigrantes: una medida del todo insuficiente. Mientras, los Estados miembros diluyen sus responsabilidades, dejan caer el peso de la migración en los países fronterizos (Italia, países del Este de Europa, Grecia) y se desentienden. Se permite pues que los Estados vulneren sus propios principios con impunidad, y la normalización de estas situaciones contagia al resto de Estados.

No existe voluntad de crear una política migratoria común, lo que “refuerza algunas de las fracturas ya existentes entre los países miembros. A la habitual fractura entre países frontera (principalmente el sur europeo) y los países de acogida (los septentrionales) en temas de asilo y refugio, se le añade una fractura este/oeste. Mientras la primera tensión entre los países europeos que reciben y los que acogen tiene un marcado carácter económico, la segunda tiene un claro componente ético.” (Pinyol, 2016)

Así, en los países europeos, prima sobre la voluntad común el afán por recuperar la identidad nacional y la desconfianza en los otros, lo cual, en algunos casos, se debe a la “Europa de las dos velocidades”: los países del norte consideran a los mediterráneos un lastre para su crecimiento, y con el fin de desembarazarse de su peso, crece el descontento con el sistema de la Unión. Los países del sur, por su parte, se indignan con la condescendencia y paternalismo de los norteños, y perciben como imposiciones las políticas de austeridad. Este ha sido uno de los motivos por el que se ha culpado a la Unión de mala gestión durante la crisis, con políticas de déficit cero, congelación de pensiones y suelos, etc. que no ha hecho sino, a parte de conceder soluciones a corto plazo sin atender a las circunstancias de cada país afectado, alimentar los discursos eurófobos.

Ello ha resultado en que los ciudadanos europeos, especialmente los trabajadores no cualificados afectados por la globalización, sientan rechazo por la Unión y se vuelquen en los partidos que prometen cerrar fronteras y salir de esta última. Esto ha afectado gravemente no sólo a la imagen de la Unión en el exterior, sino también entre sus propios ciudadanos: “Si antes de la crisis la mitad de los europeos tenían una imagen positiva y uno de cada 10 una imagen muy positiva, en la fase final de la crisis menos de uno de cada tres tiene una imagen positiva y menos de un 5% una imagen muy positiva.” (Fernández-Albertos, 2018).

Como afirman Ortega y Steinberg: “El rechazo a la globalización y la UE y la frustración ante el declive económico de occidente se combina en muchas sociedades europeas con un creciente descontento con la inmigración, temor ante el impacto del cambio tecnológico, dudas sobre la sostenibilidad del Estado del Bienestar y cada vez más desconfianza en la democracia representativa (…). Todo ello genera un peligroso cóctel que lleva a cada vez más ciudadanos a cuestionarse la utilidad de la UE para responder a sus preocupaciones, que requieren respuestas. Mirar hacia otro lado, como se ha hecho en el pasado, es una receta para el fracaso.” (Ortega y Steinberg, 2018) La Unión no pasa, como muchos desean creer, por una crisis económica coyuntural agravada por otros factores ajenos, sino que se trata de una crisis estructural, profunda, que va más allá de los factores político-económicos y se expande a cuestiones identitarias, culturales y morales.

Para dar solución a alguna de las fracturas enumeradas, propondremos una serie de medidas relativas a estas cuestiones.

La fractura de la inmigración, aquella de carácter más urgente, requiere comunicación, voluntad y consenso por parte de todos los Estados miembros. “La política de inmigración y asilo integral debería recuperar el marco conceptual en el que se concibió, y fortalecer su enfoque basado en los derechos; a la vez, debería potenciarse la transparencia y el rendimiento de cuentas, y reforzar el marco institucional y administrativo de dicha política. Para ello, explorar la implementación de un Código de Inmigración, como ya se planteó en el borrador del Programa de Estocolmo, sería un primer paso en la dirección óptima.” (Pinyol, 2018). Así pues, también sería pertinente la creación de un sistema europeo común de asilo, coordinado por la Oficina Europea de Asilo (EASO), así como establecer un diálogo, en la medida de lo posible, con los países de origen y tránsito, a fin de evitar que la Unión otorgue a terceros Estados “concesiones (por ejemplo, no plantear cuestiones como la defensa de los derechos humanos o las garantías judiciales en el control de fronteras en países vecinos) y ofrecer recursos (como se ha evidenciado en el acuerdo con Turquía)” (Pinyol, 2018). En cuanto a estos inmigrantes, refugiados o solicitantes de asilo, cabe, por imposición no sólo moral sino también legal, ofrecerles un trato justo que facilite su integración.

En el campo de la acción exterior, estrechamente vinculado con el punto anterior, resulta evidente que “cuanto más urgentes los retos y más esté en juego el orden liberal internacional, más presión se ejerce sobre Europa para que aúne esfuerzos y actúe de forma más estrechamente coordinada y coherente.” (Simón y Speck, 2018). La acción exterior europea puede servirse la Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, así como del Servicio Europeo de Acción Exterior. “Mientras que los Estados miembros seguirán al frente de sus acciones exteriores, la UE puede actuar como un fuerte efecto multiplicador a condición de que exista un consenso entre ellos para emplear instrumentos comunitarios como sanciones, acuerdos comerciales, cooperación al desarrollo y operaciones civiles o militares.” (Simón y Speck, 2018), lo que obtiene del poder blando, pero sin descuidar áreas de estrategia (buscando consenso, especialmente por parte del eje franco-germano).

Respecto a la cuestión económica, la solución pasa por la previa creación de instituciones políticas, fiscales, institucionales y jurídicas verdaderamente consolidadas y basadas en un consenso real: “Por la crisis, y la falta de confianza y los temores de una posible ruptura del euro, en los últimos años se ha producido un proceso de re-nacionalización de la actividad bancaria y crediticia en la zona euro (…) la compra de bancos de un país por bancos de otro país de la UEM, lo que generaría (…) bancos europeos, sólo se producirá si hay una mayor integración fiscal, institucional, jurídica y, por ende, política, que genere la suficiente confianza entre los agentes económicos.” (Otero Iglesias, 2018). En lo relativo a la desigualdad que estas tendencias generan, si bien el objetivo debería pasar por alcanzar una convergencia beta (que los países más pobres crezcan a mayor velocidad que los ricos), lo que se está produciendo en Europa es una convergencia sigma, en la cual la renta se dispersa (crece la desigualdad) tanto en países ricos como en pobres, por lo que la tendencia debe revertirse.

Los Estados, por su parte, deben asumir sus responsabilidades, y en caso contrario, está en la potestad de la Unión tomar medidas respecto a un país que no respete sus principios. El artículo 7 del Tratado de la Unión Europea cuenta con mecanismos destinados a situaciones de riesgo claro de violación grave (de los valores del artículo 2 del Tratado de la Unión Europea) o violación grave y persistente, que podría conllevar desde constataciones hasta sanciones. Otros instrumentos incluyen al Marco para reforzar el Estado de Derecho, con sistemas de evaluación y recomendación, o el Diálogo sobre el Estado de Derecho, un instrumento de debate que podría ser fortalecido (Closa, 2018).

Por último, no debe subestimarse la crisis de valores e identidad que atraviesa la Unión, pues “es necesario ir más allá, en términos de identidad, de identificación, colectiva. En ausencia de una identidad europea, hay que reconstruir el proyecto desde abajo, es decir, en nuestra opinión, desde los ciudadanos y desde los Estados: una República Europea. E ilusionar. Pues la UE tiene que volver a ser un ilusionante proyecto de vida en común, por parafrasear la definición de Ortega y Gasset de la nación, o dejará de ser, o como poco se limitará a arrastrarse desalmada o con el alma en pena en un mundo postoccidental.” (Ortega, 2017).

Como vemos, la Unión Europea debe actuar lo antes posible para garantizar no sólo su supervivencia como institución, sino la pervivencia del espíritu de cooperación que originó su nacimiento, así como de los valores que, aunque cuya defensa parece haber olvidado, se sitúan en su mismo fundamento. La Unión no sólo tiene potencial como actor económico y geopolítico global, sino que, si logra ser consecuente y encontrar un liderazgo y un rumbo claros, podría desarrollarse como un proyecto prometedor que auguraría estabilidad y consenso en una zona que, ante las predicciones geopolíticas actuales, lo necesita más que nunca. 

*Belén Duart Marzo, 21 años, estudiante de 4º de Ciencias Políticas y de la Administración Pública en la Administración de Valencia

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