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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Dulce et decorum est pro patria mori

Soldado en una trinchera durante la Batalla de Flers-Courcelette, septiembre de 1916.

Joan Dolç

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En su delirio confinado, semiconfinado o reconfinable, uno nota cómo va cociéndose en su cabeza lo que tiene toda la pinta de ser una empanada mental. Lo visto, lo leído, lo imaginado, lo temido… todo sirve para el relleno del pastel. Así, mientras uno veía una y otra vez las imágenes que los medios le servían con una generosidad que no cree merecer, le venían a la mente las películas de romanos que veía de niño. Seguramente, la diversidad y la extravagancia de las armas que en ellas esgrimían los gladiadores tenía alguna razón de ser, pero cuando los veía salir a la arena, unos armados con un tridente y un trozo de red, otros con una lanza, otros con una espadita y un escudo, tocados con un casco o con las greñas ondeando, con una malla cubriéndoles el hombro o con un simple taparrabos, a mí me daba la impresión de que cada cual se había vestido y luchaba con lo que había conseguido pillar. Lo mismo que esos sanitarios que hemos visto estos días envueltos en sacos de mantillo o en bolsas de basura precintadas con cinta americana, coronados con un gorro de ducha, protegiéndose las manos con guantes de fregar y los ojos con unas gafas de buceo o de motocross.

De manera automática, todo eso le remite a uno la imagen de las masas vociferantes que llenan los graderíos de los espectáculos multitudinarios, esas que braman y levantan o bajan el pulgar mientras el cuchillo pende sobre la garganta del vencido, que abuchean y agitan sus pañuelos frente al toro agonizante, que aúllan mentando a la madre del árbitro o reclamando la expulsión del jugador. El público siempre está dividido, es un ente esquizofrénico que se debate entre la consigna y el revoltijo de deseos reprimidos que anida en la masa. Recientemente hemos visto cómo unos aplauden mientras otros, o los mismos, cuelgan carteles amenazantes en los ascensores o echan ácido o pintura sobre los coches de los sanitarios. Cuando estos están en el hospital son héroes; cuando vuelven a casa, apestados. En todas las guerras —y ahora estamos en una, a juzgar por la jerga oficial y porque un mentecato juega a pasar revista a las tropas de sanitarios, pero no solo por eso— el populacho siempre ha jaleado a los que van a morir, les han hecho desfilar y les han aclamado, han alabado su espíritu de sacrificio y su generosidad, les han enviado piadosas cartas de amor a las trincheras y les han alicatado el pecho con medallas. Pero cuando la contienda acaba y los ejércitos se desmantelan, se acaban las ceremonias y los vítores, y los soldados no suelen tenerlo fácil para reintegrarse a la vida cotidiana.

Desde el comienzo de este desastre se habla del desgaste físico y emocional y de la atención psicológica que necesitará el personal de urgencias y de cuidados intensivos que ha estado chorreando adrenalina las veinticuatro horas del día y tomando decisiones moralmente críticas sin parar. Quien crea que es una exageración, que les pregunte a la directora de urgencias del hospital New York-Presbyterian Allen de Manhattan y al paramédico de emergencias de esa misma ciudad que se suicidaron hace unos días, cosas que, si no caben en los tráileres, se esconden debajo de la alfombra patriótica. Como ilustran muy bien algunas de las películas hechas inmediatamente después de un período bélico (las hay a patadas), los combatientes, al convertirse en un elemento de interposición entre el enemigo y la patria, en no pocos sentidos dejan de pertenecer a ella, y en tanto que excombatientes siempre acaban enfrentándose a una realidad que no reconocen porque su perspectiva cambia a raíz de lo visto y vivido. A su vez, la realidad tampoco les acepta fácilmente, porque la mirada distante de esos seres heridos le devuelve una imagen vacua, hipócrita y a menudo despreciable.

¿Cómo no iba a ser así? Si una bala no le agujerea antes la cabeza, todo soldado descubre más pronto que tarde el gran sarcasmo que esconde la divisa horaciana Dulce et decorum est pro patria mori. Como esos sanitarios que fueron contratados en plan corre que me cago, se contagiaron a cientos, a miles, y ahora, cuando parece que remite la pandemia, en algunos sitios la misma hampa que los homenajea les pone de patitas en la calle. Hablamos de esos que han tratado y tratan de salvar vidas a toda costa, a sabiendas de que pueden perder la suya, mientras otros se impacientan porque no ven el momento de bajar al bar a tomar unas bravas. Una experiencia así reestructura inexorablemente su escala de valores, la trastoca, no importa si para bien o para mal, mientras que la del resto de la sociedad permanece inalterada. De hecho, es para eso para lo que sirve su sacrificio, para que el grueso de la humanidad continúe anclada a su eje.

Y qué sería de cualquier guerra sin los artistas, siempre prestos a subir la moral de las tropas, vayan vestidas de caqui o de amarillo-contenedor-de-plástico. Marlene Dietrich fue a enseñar las piernas en el frente europeo de la II Guerra Mundial, Marilyn Monroe en la de Corea, Nancy Sinatra en la de Vietnam, Marta Sánchez en la del Golfo, y Bob Hope en casi todas ellas. En 1943 Popeye consiguió atravesar el Atlántico plagado de submarinos alemanes y llevar un cargamento de espinacas hasta la mismísima puerta 10 de Downing Street, y el insolente Bugs Bunny le tomó el pelo a Hermann Göring en la Selva Negra. Incluso Walt Disney, tan renuente a hablar mal de los nazis, acabó haciendo que el Pato Donald le lanzara un tomate a Hitler. Eran películas cortitas que se proyectaban en los frentes sobre una sábana arrugada para animar a los que probablemente morirían al día siguiente, no veas que risa. ¿Y aquí y ahora? Pues tenemos a los artistas de balcón, una mutación que esperemos que no prospere, y, más específicamente, a ese tipo que todas las tardes se pone a soplar un instrumento de tortura llamado dulzaina, que no sé muy bien tras qué ventana se esconde.

Y también tenemos, ay, a los artistas de la era digital. La cargante ñoñería de todo lo que nos ha sido servido estos días por los medios y a través de las redes sociales contrasta con las sátiras feroces y los lemas corajudos de aquellas películas propagandísticas. Ni siquiera llega a parecerse —en la intención, ya sabemos que los rodajes están parados— a esas otras películas que se hacían para mantener alta la moral de la población en la retaguardia. Eran menos belicosas que las destinadas al frente, pero también exhibían una energía que hoy ha desaparecido bajo una espesa capa de merengue. Las piezas audiovisuales que han circulado estos días animándonos a aguantar están todas cortadas por el mismo patrón, van atiborradas de imágenes a cámara lenta, voces lánguidas, música desfallecida, consignas flemáticas y sentimentalismo flácido. Productos edulcorados que se desmigajan de solo mirarlos.

Todos vuelven la vista hacia atrás con una nostalgia enfermiza, anhelando volver a un mundo idealizado del que no se cuestiona nada esencial. A esta gente habría que enseñarles la diferencia entre el espíritu de resistencia y el de resignación. El sentido crítico, el análisis y la disidencia están ausentes en toda esa morralla cultural, que ni como arte de propaganda vale un duro ni, por supuesto, sirve para contrarrestar la desinformación de quintacolumnistas y saboteadores, sean de la alt-right o de la underworld-right. Puede que todo esto se deba a que contra los virus no sirve de mucho ponerse farruco, puede que se deba a una licuefacción generalizada del carácter, o puede que sea porque no acabamos de ver que la pandemia, si bien es un problema, también es una oportunidad, como no tendremos otra, de limpiar el cenagal que ha quedado al descubierto.

Apelo a esa oportunidad —repitiéndome—, pero no me la creo demasiado ni puedo pedirle al lector que se la crea. Todas las generaciones han tenido la sensación de estar viviendo hechos inéditos en la historia. Pero, por peculiar que pueda parecer cualquier situación, siempre afloran los viejos y exitosos patrones con los que se elabora la comedia humana. ¿Por qué iba a ser esta pandemia una excepción? En las guerras, en las crisis, en medio de los desastres, sean de la índole que sean, las víctimas, los héroes, y la voluntariosa y a menudo ingenua labor de los bardos —ingenua o clamorosamente cómplice—, sirven de pantalla a los esfuerzos del statu quo para mantenerse incólume, y también de parapeto a los vivales, a los desaprensivos y oportunistas de toda ralea. En general, la mecánica sobrevenida de lo que se presenta como excepcional camufla las pautas de comportamiento habituales, tanto de los individuos como de los grupos sociales, que son unas y las mismas a lo largo de la historia, atemperadas o intensificadas según las circunstancias, patrones seculares que pueden manifestarse como comedia, como tragedia, como bufonada o como todo a la vez.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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