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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Soliloquio del anacoreta acojonado

Georges Dyer talking (detalle) - Francis Bacon, 1966.

Joan Dolç

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El futuro ya era incierto —para unos más, para otros menos—, pero aparentaba una cierta solidez. De repente ha perdido consistencia hasta convertirse en una pura hipótesis. También creías que el mundo danzaba firmemente a tu alrededor con una lógica newtoniana, y de repente se ha vuelto incierto, impredecible. Hasta ayer cada uno se forjaba su propio destino: «Querer es poder», «A quien madruga, Dios le ayuda», «Tu voluntad es tu destino», «La fe mueve montañas»… Mientras abríamos la bocaza para repetir estas majaderías, un virus estudiaba la manera de saltar al interior de nuestras gargantas y por fin lo ha hecho.

Antes pasabas encerrado varios días en casa y no pasaba nada, porque sabías que ahí fuera el mundo seguía a tu disposición, creías que tenía vida propia, que se movía en virtud de algún mecanismo todopoderoso y autónomo. Y de repente te das cuenta de que se movía porque lo agitaban individuos tan desorientados como tú, de que la humanidad es como una manada de cerdos truferos tras el olor de promesas que nunca se cumplen, y si se cumplen nunca satisfacen plenamente las expectativas que estimulan nuestra pituitaria. Promesas que encierran otras promesas tras las que echamos el bofe hasta que nos damos de bruces con la solución final del acertijo.

Historias que ayer nos resultaban cercanas, esas con las que se hacían las películas, con las que se entretejían las novelas, o de las que se ocupaban los ensayos, parecen pertenecer a una realidad muy lejana, como si el tiempo hubiera dado un salto repentino y estuviéramos en otra era o en otro planeta. Lo más desconcertante es que uno no siente nostalgia, sino una turbadora sensación de extrañamiento. Las imágenes de la televisión parecen más falsas que nunca, son solo espectros en la pared de la cocina. Sabemos que todo lo que nos enseñan para entretenernos está enlatado, que ese mundo, de momento al menos, ha desaparecido. Mientras no se demuestre lo contrario, es puro pasado y no estamos seguros de que vuelva. Por lo menos, de que vuelva tal como era.

Todas las mañanas te despiertas enfundado en tu vieja identidad, esa que has ido anudando toda tu vida. Crees oír los habituales sonidos cotidianos, como ese rumor de la calle que hasta ayer era constante, porque en un amago de locura tu mente se los ha inventado para llenar el vacío. Transcurridos unos segundos te das cuenta de que te rodea el silencio y que te has transformado en algo irreconocible, como el pobre Gregor Samsa, que se levantó metamorfoseado en un insecto. Eres un insecto que defiende a pelo la animalidad sobre la que, hasta hace, poco te erguías desdeñoso. El ángel de la guarda se ha transfigurado en el sistema inmunitario, cada uno tiene el que le ha tocado en suerte y sabe que depende de él.

Viendo el mundo paralizado, su intrínseca quietud, piensas en los esfuerzos que solemos hacer para dar la impresión de que es más diverso y cambiante de lo que es en realidad, en lo mucho que nos esforzamos para camuflar esa monotonía esencial con nuestra actividad disparatada, intrascendente, banal. Al tiempo que todo eso desaparece, el individuo se desvanece, cada uno se queda solo frente a sí mismo, no vemos a ese otro ante el que nos definimos habitualmente, tenemos que imaginarlo como una réplica nuestra, inespecífica, sin identidad, acechando tras cada ventana, buscando, como nosotros, un espejo en el que poder verse.

El tiempo pierde su textura. Conceptos como «mañana por la mañana» o «el próximo domingo» pierden su sentido. Construimos los días a golpe de voluntad, realizando tareas autoimpuestas. Afeitarse, hacer ejercicio, leer, como obligación, como terapia, no por gusto. Ante esta existencia minimalista, minimizada, se producen extraños movimientos dentro de nuestro cráneo. Asuntos que ocupaban mucho sitio han empequeñecido y han ido a parar a un rincón. Otros que apenas gozaban de consideración han ampliado su espacio. Pero el equilibrio se ha roto. Aquí y allá aparecen huecos inquietantes que uno no sabe cómo rellenar.

Como el relieve geográfico que aparece cuando bajan las aguas, afloran las necesidades biológicas que pautan nuestra vida cotidiana. Apenas las podemos camuflar, no las podemos socializar, como antes, en los estrechos límites del confinamiento. Comer no cuela como acto gastronómico, ha vuelto a ser la primitiva función de alimentarse. Ahítos como estamos de descanso, al dormir ya no lo podemos llamar reposo. La cópula, privada de su ritual, ya no es hacer el amor, sino uno de los muchos mecanismos autónomos de la existencia. La deposición en la taza del wáter adquiere una presencia poderosa, es una especie de fe de vida. Y allí fuera, los únicos centros de actividad del planeta configuran el mapa somático de la civilización. En los hospitales, el corazón; en las tiendas de comestibles, el estómago… La epidemia es el espejo impasible en la que una humanidad inerme contempla su animalidad sustancial.

Lo miras todo con sospecha. ¿Esto vale lo mismo que valía? ¿Valía lo que costaba? Vas sopesando el nivel de importancia de cada cosa. Tratas de ver cómo encajará cada una en el nuevo escenario. Tratas de saber cuál será exactamente ese nuevo escenario. Ese cuestionamiento se desplaza hacia lo que cada uno hace, es y cree ser. Te das cuenta de que estás confinado en casa porque no eres «esencial», eres prescindible. Lo que haces es prescindible. Una inmensa mayoría somos prescindibles. Aunque, por lo que se ve, no tanto como los que ya se han ido con los pies por delante. Y los que son imprescindibles trabajan para que sobrevivamos los que no lo somos. Lo necesario trabaja para que sobreviva lo contingente, una turbadora paradoja que debería dejar herida de muerte nuestra vanidad.

Pero no. Incapaces de callar y de hablar de otra cosa que no sea de ellos mismos, algunos de los que se han visto insospechadamente prescindibles incluso tienen la impudicia de escribir artículos quejumbrosos evocando e invocando sus anteriores bienandanzas. En general, los prescindibles nos limitamos ahora a rezongar con el canguelo metido en el cuerpo, pero todo indica que empezaremos a dar por saco nada más nos dejen salir de nuestras jaulas, o puede que antes. A medida que se nos pase el susto —alguna vez sucederá— volveremos a ejercer de estrellas en nuestra epopeya particular y prescindible, y los más prescindibles de todos tomarán injusto desquite, recuperarán el protagonismo y volverán a tomar las riendas. Los héroes se eclipsarán. Y las vedettes volverán a acaparar la atención del personal con sus efímeros encantos, mientras los villanos recuperan el control.

Se nos dice que todo lo que está pasando es circunstancial, cuando todo viene a indicar que lo circunstancial era más bien lo otro, eso que hemos dejado en suspenso sin que el mundo dejara de girar. Pero, ¿quién nos ha dicho que estamos hechos para otra cosa que no sea pura contingencia? Oyes a un vecino hacer escalas con el trombón, ves a otro engrasar la moto, o a la eminencia de enfrente hacer el DJ en su balcón, oyes las campanas de las iglesias y las palmas de la sociedad laica sonar al unísono, y sabes que todo va a seguir igual. El viejo mecanismo superfluo se volverá a poner en marcha, no hay de qué preocuparse. Desajustado, con algún que otro engranaje desdentado y arqueado, falto de aceite por aquí (aunque muy bien engrasado por allá), con los ejes torcidos, chirriando y a trompicones, pero volverá a andar como antes. Y muy probablemente en la misma dirección, ese es el problema.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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