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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Un raro momento histórico

Foto tomada en la madrugada del 21 de julio de 1969

Joan Dolç

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Como el lector seguramente sabe, dentro de unos días se van a cumplir cincuenta años de la llegada de los primeros astronautas a la Luna. Para conmemorar el evento, o con la excusa de la efeméride, se ha elaborado un documental, titulado lacónicamente Apollo 11, a partir de todo el material grabado —cinematográfico, televisivo y de audio— que se conserva de aquella operación, entre el que hay filmaciones inéditas en un esplendoroso 70 mm. Está previsto que se estrene en unos pocos cines el 16 del próximo mes. El 16 de julio de 1969 fue, precisamente, el día en que el Apolo 11 emprendió el viaje que culminaría cuatro días más tarde con el alunizaje de una nave tripulada. La concisión del título se extiende al estilo de la narración. No hay voz en off, no hay esas horribles dramatizaciones a las que nos están acostumbrando, y apenas hay un poco de música extradiegética. La calidad de las imágenes es excepcional y la experiencia totalmente inmersiva. La sensación es de absoluta verosimilitud, la de estar contemplando en directo aquellos hechos sin ninguna distancia física ni temporal. A quienes permanecimos despiertos aquella noche para ver las borrosas imágenes que nos llegaron por televisión a las cuatro de la madrugada, esa fisicidad nos permite revivir, con un realismo muy poco habitual, sensaciones que estaban ya tan polvorientas en nuestra memoria como la superficie lunar misma. Y son sensaciones que trascienden la simple experiencia personal.

No es cierto que todas las épocas históricas sean iguales y que la percepción que se tiene del pasado y del futuro esté condicionada únicamente por nuestro encaje cronológico con el presente. Hay épocas en las que flota el optimismo, tanto para jóvenes como para viejos, y otras que están envueltas en un desaliento general. Los años sesenta, es un tópico decirlo, fueron unos años excepcionalmente optimistas. El existencialismo ya había dicho todo lo que tenía que decir —y seguirá diciendo—, y su papel catártico había dado paso a un sentido lúdico de la existencia que se reflejaba en un hedonismo multiforme y contradictorio, que amalgamaba el consumismo galopante con el movimiento hippy, su pretendida antítesis. El desarrollo económico y democrático parecía imparable, tanto en los países destruidos por la guerra como en los países colonizados o en zonas secularmente deprimidas, a través de bruscos movimientos revolucionarios o bajo el impulso de inercias imparables. Las libertades civiles avanzaban, incluida la de fornicar libre y consentidamente, e incluso aquí, en España, cuajaba el convencimiento de que por mucho que Franco besara el brazo de Santa Teresa cada noche, la democracia acabaría llegando más pronto que tarde. Un cierto espíritu ecuménico recorría el mundo entero y no sólo la ciudad del Vaticano, que experimentó su peculiar síndrome sesentero con la celebración de un concilio inusitadamente festivo.

La llegada del hombre a la Luna —o la llegada de los yanquis, como se encargaban de alertar los lúcidos aguafiestas de costumbre— fue el culmen de aquella jovialidad y aquel universalismo banal. El mundo no quería recordar el horrible lugar del que venía, miraba hacia el futuro, y el horizonte más lejano factible en aquellos momentos era el que nos ofrecía el comandante Neil A. Amstrong y las estudiadas palabras que pronunció durante la retransmisión mundial del acontecimiento: «Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad». Y como si quisieran ver mejor el acontecimiento, los vecinos salían a la calle y miraban a la Luna conscientes de que millones de personas en todo el mundo estaban haciendo lo mismo y todas las miradas convergían en aquel punto. Es algo que no sale en el documental, pero sus imágenes retrotraen a aquel momento y exhalan ese espíritu, sin alharacas, de un modo extrañamente natural. Incluso el discurso de Nixon, que aparece incluido, suena desprovisto de un patrioterismo que podría haber sonado lógico en aquellas circunstancias, y suena desprovisto también de un cinismo del que, paradójicamente, él se ha convertido en paradigma a pesar de que en eso ha sido superado por todos sus sucesores, ampliamente y sin excepción. Viendo todo este material, cualquiera puede llegar a la conclusión de que en aquellos momentos había un sentimiento de unidad en todo el planeta de una naturaleza diferente y cualitativamente superior a la que supuestamente hemos alcanzado con la globalización. Y quienes vivimos aquella época, algunos al menos, damos fe de que es cierto.

Lo que no es óbice para que añadamos a reglón seguido que era un trampantojo, fruto de las ansias de vivir y de la necesidad de hacerlo en paz, que emergían al cabo de una etapa profundamente pesimista y que habían ido fraguando lentamente tras la segunda guerra mundial (y aquí, además, tras la nuestra). Habíamos conseguido sobreponernos al fatalismo y queríamos obviar que los mecanismos que habían dado lugar a la tragedia de la que proveníamos seguían activos. No podíamos o no queríamos ver la tramoya siniestra que escondía nuestro paisaje próspero y colorista, esperanzado y alegre, en el que triunfaba la música melódica y el cine en tecnicolor. Por supuesto que sabíamos que había una carrera espacial entre americanos y soviéticos, pero todo quedaba relativizado por la pretendida bondad del objetivo último que, expresado en el lenguaje políticamente correcto de la época, consistía en materializar algunos de los viejos sueños de la humanidad y preparar las bases para un nuevo futuro que la beneficiaba en su conjunto. Aquel 20 de julio de 1969, a punto de finalizar la llamada década prodigiosa, ese optimismo generalizado alcanzó, tal vez, su cota más alta. Los ribetes religiosos de ese sentimiento eran evidentes. Por unos momentos se instaló entre la gente el convencimiento de que la humanidad tenía una salida, que era común y apuntaba hacia arriba.

No pocos de los que participaron directamente en el empeño tecnológico que culminó con el viaje que ahora se conmemora lo creyeron también así. Pero poco a poco fueron cayendo del guindo cuando quedó claro que aquel había sido un viaje a ninguna parte, una machada sin ningún otro propósito que reafirmar la hegemonía militar estadounidense. Nos habían hecho mirar la Luna y nosotros no nos habíamos fijado en el dedo, habíamos hecho algo peor, que era mirar más allá, donde no había nada excepto nuestras fantasías. El futuro estaba aquí y nosotros atrapados en él. Las expediciones a la Luna acabaron en 1972 y «la conquista del espacio» se redujo a la órbita terrestre. A los políticos, que tanto habían hecho para ilusionar a la población, los viajes a la Luna les importaban un higo. Para los Estados Unidos, el viaje del Apolo 11 fue poco más que el resarcimiento por algunas humillaciones recientes, como el hecho de que hubieran sido los rusos quienes habían puesto en órbita el primer satélite y el primer ser humano —el Sputnik y Yuriy Gagarin respectivamente—, o que los hubieran echado a patadas de la Bahía de Cochinos. Y por lo que respecta al inmediato futuro, lo que más les inquietaba era la posibilidad de perder la guerra del Vietnam, algo que ocurriría por las mismas fechas en que se clausuraba el programa Apolo.

Seguramente habríamos debido mirar el dedo que señalaba a la Luna y seguir la trayectoria del brazo para ver a quien pertenecía y en qué andaba ocupado, pero la verdad es que eso, llegados a aquel punto, al menos durante las dos horas y pico que duró el paseo lunar, tenía poco peso. Al día siguiente todo siguió por donde solía, pero eso no empece para que aquella madrugada de julio se hubiera producido un pequeño prodigio que en algunos aspectos rebasaba las intenciones de quienes lo habían propiciado. Ciertamente, buena parte del mundo ni se enteró, pero la otra parte se sintió extrañamente amalgamada ante la proeza de aquellos cosmonautas que, en definitiva, no eran más que unos gorilas subidos en lo más alto del bosque dándose golpes triunfales en el pecho, pero de algún modo incontestable nos representaban a todos. Como se requiere para que se produzca la fe poética, suspendimos nuestra incredulidad y aceptamos el hecho de que todos somos uno. Pese a todo lo que se puede objetar, con razón y sin ella, aquel fue un raro paréntesis en esa rebatiña perpetua, trágica y ridícula que resume la historia de nuestra especie.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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