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El negocio de unos, la comida de otros

Campaña solidaria de recogida de alimentos en un supermercado.

Amparo Álamo /Claudia Ortega /Paula Tomás

En la basura. Allí acaba una gran cantidad de los alimentos que se producen, distribuyen y consumen diariamente alrededor del mundo. Concretamente, nueve millones de toneladas de alimentos al año en España. Contenedores llenos y personas con el estómago vacío. Parece contradictorio, pero es la realidad de millones de familias que se han quedado sin trabajo, sin casa y tal vez sin futuro. Familias que ahora llenan los comedores sociales y pasan largas horas en las colas de los bancos de alimentos.

No solo son datos, cifras o estadísticas. Es una realidad que sitúa a España como el segundo país con mayor índice de pobreza infantil de la Unión Europea, según el último informe de Cáritas Europa publicado a principios de 2014. Es la otra “marca España”, la verdadera; esa imagen que los políticos maquillan de cara al exterior, pero que incluso ha cruzado el charco para ocupar una portada del New York Times. El despilfarro masivo de alimentos es un entramado complejo en el que toda la sociedad está implicada: desde el agricultor que planta la semilla de una naranja hasta el ciudadano que la compra en un supermercado y la consume en su casa.

EL INICIO DE LA CADENA

Los agricultores son el primer eslabón de la cadena agroalimentaria y no suelen vender sus productos directamente a los supermercados. Por un lado, los que cultivan pocos productos con el fin de sustentar a su propia familia, los trasladan a mercados centrales, desde donde se distribuirán a supermercados o a fruterías y verdulerías. Por otro lado, los que trabajan en cooperativas y cultivan campos mucho más extensos, los transportan a centros logísticos como Mercavalencia o contactan directamente con las grandes distribuidoras. Desde aquí se reparten a otras más pequeñas, a supermercados o a comercios minoristas. Miguel Lechiguero, agricultor veterano de Sueca, cultiva naranjas y trabaja en el sector desde hace muchos años, por lo que sabe de primera mano los excedentes que se van dejando por el camino. Muchas veces, los excedentes que se producen en este primer eslabón tienen su origen en la nula comunicación entre agricultores, en el desconocimiento de cuándo o qué van a plantar. “No hay una previsión ni una buena planificación”, afirma Lechiguero. Para él, la solución sería organizar a todos los productores en cooperativas que no buscaran lucrarse, sino proporcionar una estructura común, aunque reconoce que es muy difícil.

Lo cierto es que a falta de un sistema general de organización, los agricultores son los que comienzan a manipular los productos. Lavan los frescos como las frutas y verduras en sus almacenes antes de enviarlos a las distribuidoras y ellos mismos desechan los que están podridos o tienen taras. “Se analizan, se seleccionan y se eliminan los residuos que puedan tener de fungicidas o pesticidas”, explica Lechiguero.

Purificación García, profesora del Departamento de Tecnología de los Alimentos de la Universidad Politécnica de Valencia y experta en el área de Nutrición, tiene una visión más sofisticada al respecto. Explica que en las distribuidoras se vuelven a filtrar los alimentos para desechar los que a simple vista no responden al calibre estándar exigido. Unas 2.000 toneladas, según el Ministerio de Interior.

Después, los alimentos se colocan en cintas transportadoras y se clasifican automáticamente por dos vías: los que sirven para los supermercados y los que no. “Los que están podridos o los que llegan con el pedúnculo arrancado y suponen una merma no en la calidad del producto, sino en su seguridad porque pueden crear hongos, se desechan. Incluso en las distribuidoras se están llevando a cabo técnicas para evitar que en este mismo proceso de selección, los alimentos se estropeen por los golpes que se dan en las cintas o entre ellos”, afirma García. Los alimentos que no se ajustan al calibre impuesto por las intermediarias, pero están sanos y aptos para el consumo se destinan a fruterías o a verdulerías pakistaníes, que los venden más baratos.

Un tercio de la cosecha que Lechiguero recoge cada año ni siquiera entra en la cadena de distribución. En el caso de las naranjas, se aprovechan para zumo o para vender en la puerta de casa a los vecinos del pueblo. Aunque ahora las distribuidoras andan con más ojo a la hora de hacer sus pedidos, los excedentes están a la orden del día. No hay datos exactos, pero se calcula que 2.000 kg de tomates de las distribuidoras almerienses acaban cada día en un contendor.

Muchas veces, una sola caja de todo el cargamento contiene alimentos podridos o con taras ocasionadas por el propio ajetreo del viaje y las distribuidoras tiran la partida entera al suelo para que no pueda comercializarse. Otras, los alimentos acaban muriendo en contenedores y palés a la salida de las distribuidoras porque se niegan a gastar dinero para mantenerlos y transportarlos hasta cualquier otro lugar donde puedan darles otro uso, como un banco de alimentos. Sea del modo que sea, todos estos excedentes no vuelven al productor ni tampoco llegan al supermercado. Acaban convertidas en abono o energía eléctrica.

DISTRIBUIDORAS, EL ESLABÓN MÁS PODEROSO

Las distribuidoras son el eslabón más fuerte de la cadena, las que imponen el precio del alimento. Los llamados “brokers” ojean los productos y deciden qué precio deben tener para ajustarse a la competencia. Además de cubrir gastos de mano de obra o transporte, la distribuidora tiene que obtener beneficios. Quizás ello explica que la naranja que compra al agricultor por 9 céntimos acabe en la cesta del consumidor cuatro veces más cara. Un sistema que ahoga a los de abajo, a los agricultores, los cuales reclaman desde los sindicatos y las cooperativas una reforma más justa con su esfuerzo. Un monopolio de las grandes superficies que hace que ser productor primario en el siglo XXI no merezca la pena.

Estas intermediarias son las que exigen las condiciones a los productores. No solo en materia de plaguicidas, como exige la Unión Europea desde 2005, también sobre la apariencia del producto. “Se fijan sobre todo en el tamaño y en el color. El sabor es lo último”, explica Lechiguero. Según el agricultor, en el almacén se llevan a cabo procesos sencillos que no requieren de maquinaria para transformar los productos artificialmente, desde cortar las hojas demasiado verdes del alimento para disimular que han sido recogidas hace varios días, hasta bañar las naranjas en fungicida para que si se pudre una no contagie a las demás.

“También hay procesos de maduración de las naranjas. Se cierran en cámaras durante seis días y se les echa gases que no son tóxicos para que se hagan rojas. Con esto se puede madurar la piel, pero no modificar el sabor”, describe Lechiguero. Se trata, por tanto, de una limpieza superficial y poco agresiva para el alimento.

Al llegar a las plantas de distribución, los alimentos sufren la verdadera transformación antes de ser etiquetados, metidos en cajas y enviados al mercado.

Purificación García explica que en el caso de las naranjas se vuelven a limpiar a fondo y se les da una capa de encerado para que el producto brille. Este proceso “reduce la capacidad de respiración del producto, lo que hace que se conserve más tiempo y que la piel no se arrugue porque no transpira”. ¿Simple maquillaje o también se vela por la calidad del producto?

Según la experta, se cumplen ambas funciones. “Es un proceso de calidad porque se lavan los productos, se eliminan las esporas de los hongos que crecen y se alarga su vida útil para consumirlos en España y para que al exportarlos no lleguen podridos”, explica. Sin embargo, la parte estética prima cada vez más. “Hay tecnología para encerar las naranjas con una capa de protección que a la vez que alarga su vida no le produciría este sabor a medicamento, pero no quedarían tan brillantes, y al consumidor lo que le gusta es que el producto brille”, afirma.

SUPERMERCADOS, INTERMEDIARIOS DEL DESPILFARRO

Un 11% de la comida de los supermercados acaba en la basura. Sin embargo, este no es el eslabón de la cadena en el que más productos se desechan, ya que los supermercados siguen un riguroso control de excedentes para evitar que los alimentos se acumulen en sus estanterías o se tiren. En el ajuste de stocks pesa más la economía que la concienciación social, por lo que el primer paso para reducir ese 11% pasa por controlar los pedidos.

Eva Chueca, jefa de cajas de Carrefour en Paterna, explica que los programas informáticos han ayudado notablemente a esta tarea y que los pedidos se realizan en base a la previsión real de ventas. Los almacenes solo son un punto de paso de la mercancía y no un lugar de almacenamiento, ya que cualquier estancia en ellos conlleva la pérdida de vida útil de los productos y, por tanto, de dinero.

Sin embargo, basta con dar una vuelta por cualquiera de las grandes superficies para comprobar que la realidad es otra: estanterías llenas de productos, cajones repletos de fruta a cualquier hora del día y neveras que se reponen continuamente de yogures u otros lácteos. Es el efecto de las ‘neveras llenas’, esa sensación de abundancia que quieren dar los supermercados para atraer la atención de sus clientes e incitarlos a que compren más.

Estas tácticas provocan que muchos productos acaben en la basura al final del día.

La mayoría son lácteos o alimentos frescos como la carne, el pescado, la fruta y la verdura. Desde los supermercados afirman que los productos que se retiran son aquellos que rebasan la fecha de consumo preferente porque no pueden arriesgarse a que el cliente consuma alimentos en mal estado. Sin embargo, otros productos aptos para el consumo también se tiran por criterios que nada tienen que ver con el estado de los alimentos. “Si un pack se cae al suelo y se rompe, o se despega un artículo de regalo que acompaña al producto, ya no sirve”, reconoce Chueca.

Antes de retirar un producto, los supermercados intentan deshacerse de él mediante diferentes estrategias, pues los excedentes son una parte más del negocio. Promociones como ‘llévate tres y paga solo dos’ y rebajas de precio a última hora del día les permiten vaciar mercancía, pero esconden un arma de doble filo: ayudan a los supermercados a reducir excedentes, pero traspasan la responsabilidad a las familias, que se ven obligadas a consumir los productos en un margen corto de tiempo, por lo que muchos alimentos acaban igualmente en la basura, pero con la diferencia de que no han sido los supermercados, sino los consumidores, quienes los han desechado.

¿BASURA O BANCOS DE ALIMENTOS? EL DESTINO DE LOS EXCEDENTES

La opción más barata y rápida para los supermercados es deshacerse de los excedentes. Sin embargo, en los últimos años se han abierto vías de colaboración con bancos de alimentos y otras organizaciones sociales para aprovechar la vida útil de esos productos. Entidades como Carrefour, Consum o Día han firmado acuerdos con bancos de alimentos de toda España para la entrega diaria de sus productos y para la colaboración en campañas anuales de recogida de alimentos como ‘La Gran Recogida’ y la ‘Operación Kilo’. En ambas, los consumidores donan cantidades simbólicas de alimento y las grandes superficies se comprometen a duplicar lo recaudado en sus supermercados.

Lorena Roig es una de las encargadas de la gestión del Banco Solidario de Alimentos de Valencia, una organización dependiente del Banco de Alimentos que trabaja de forma directa con las familias. Ella explica que en estas campañas la respuesta ciudadana es masiva y que colaboran todas las grandes superficies. “A diario se trabaja con Consum, Carrefour y Más y Más. Pero, para actos como la Gran Recogida se colabora también con Mercadona, El Corte Inglés y Alcampo”, comenta.

Cáritas también colabora con los supermercados, pero su método de actuación es diferente. Fani Raga, secretaria general de la entidad en Valencia, explica que no se abastecen directamente de donaciones de supermercados, sino que trabajan con ellos a través de economatos para que las familias puedan ir a comprar allí alimentos por un precio simbólico. En Valencia, Cáritas tiene convenios con Consum y Mercadona, pero con cada uno de ellos trabaja de manera distinta. “En el caso de Mercadona trabajamos con tarjetas electrónicas, mientras que con Consum hemos abierto una línea de bajadas de precios para que los economatos puedan ir allí a comprar los productos a precio de coste”, explica Raga.

¿FUNCIÓN SOCIAL O MARKETING? LA DOBLE CARA DE LA DONACIÓN

La emisión de programas de televisión como Salvados, de La Sexta, ha repercutido negativamente en la imagen pública de algunos supermercados, por lo que estos se han visto obligados a reforzar su compromiso social. Pero, ¿solidaridad o mera cuestión de marketing? La excesiva inmediatez con la que algunos supermercados han abierto vías de colaboración para la donación de excedentes lleva a preguntarse por el motivo.

“No lo hacen por puro altruismo. Detrás hay una política de responsabilidad social corporativa que pretende demostrar que la empresa está concienciada y es solidaria”, señala Raga. En el caso de Cáritas, la colaboración con Consum comenzó por iniciativa propia de la entidad, pero con Mercadona “fue una cuestión de marketing. Apareció en televisión y enseguida nos llamaron”, explica.

EL CONSUMIDOR, EL MAYOR DERROCHADOR

A las grandes cantidades de alimentos que se han ido desechando en los eslabones anteriores hay que sumarle otro gran porcentaje: el referente a los consumidores finales de los productos. Son los últimos, pero los más importantes en este despilfarro masivo de alimentos.

En Europa, los hogares son responsables de un 42% del despilfarro, según un Informe Europeo de 2011. Concretamente, cada persona tira 163 kilos de comida al año en España, lo que supone un total de 7,7 millones de toneladas desperdiciadas anualmente. Cifras demasiado altas para un país que en 2012 presentaba un riesgo de pobreza del 28,2%, según datos del último informe de Cáritas Europa.

Pero, ¿por qué las familias tiran tanta comida? No existe una razón principal, sino una suma de factores: desde una mala planificación hasta un etiquetado confuso con fechas de consumo, valores nutricionales o cantidades recomendadas que la mayoría de ciudadanos no logra comprender. Según Purificación García, el problema es la sobreinformación. El consumidor necesita formación, pues “no por tener más información tienes más conciencia de lo que significa esa información”.

La misma confusión que suscitan las calorías o grasas saturadas de las etiquetas, la generan las fechas de caducidad y consumo preferente. La falta de conocimiento de los ciudadanos provoca que muchos no coman alimentos una vez rebasada la fecha de consumo preferente, por lo que buena parte de los productos en buen estado acaban en la basura de millones de familias que, ante la duda, prefieren tirarlos.

Pero, ¿qué diferencia hay entre una y otra? La fecha de consumo preferente es aquella en la que es recomendable consumir el producto, pero rebasarla no supone ningún riesgo para la salud, mientras que la fecha de caducidad indica el momento a partir del cual el producto ya no es apto para el consumo.

Para evitar la confusión y reducir el despilfarro, el diputado por Compromís-Equo en el Congreso, Joan Baldoví, optaría por unificar criterios. “Debería haber un solo concepto para que la gente no se confunda, es decir, una única fecha a partir de la cual el alimento ya no se pudiese consumir”, explica.

No obstante, Purificación García reconoce que el tema es delicado, ya que no solo se trata de una cuestión de seguridad, sino de decidir quién asume la responsabilidad. Al final, las empresas “se curan en salud”, puesto que las industrias alimentarias y los supermercados no quieren correr riesgos. “Las empresas estudian la vida útil de los productos y si duran quince días, ponen diez por si acaso alguien decide comérselo después de la fecha”, afirma.

CONSUMIDOR VS EMPRESARIO: ¿DE QUIÉN ES LA CULPA?

Si a la falta de formación y concienciación del consumidor se suman las tácticas de los supermercados para incitar al cliente, la situación se agrava con creces. Para distribuidoras y supermercados, el consumidor es quien manda y quien impone los criterios estéticos de los productos. Los hábitos de compra son un indicador clave para las empresas, pero estas costumbres vienen marcadas por una longeva cultura social que ha acostumbrado al consumidor a comprar la naranja más redonda y brillante o el tomate con un rojo más intenso. Sin embargo, Joan Baldoví no achaca la responsabilidad únicamente a las empresas, sino también a los clientes, quienes compran “por precio y por vista”. “El consumidor debería entender que una naranja con una imperfección puede tener mejores cualidades organolépticas que otras con mejor aspecto”, explica.

BANCOS DE ALIMENTOS, LA OTRA REALIDAD

No todos los hogares están en la posición de tirar comida. Existe otra cara de la moneda; otro perfil de consumidor que, en lugar de participar en el despilfarro, se alimenta de él.

En los supermercados, la imagen de personas buscando a última hora de la tarde los productos que están a punto de rebasar la fecha de consumo preferente es ya habitual. Se trata de un nuevo tipo de cliente, un perfil diferente de consumidor para el cual ya van orientadas muchas de las promociones de los supermercados. Ejemplo de ello son las neveras del 50% que utiliza Carrefour, en las que los productos van identificados con una pegatina amarilla que indica que están cerca de caducar. “Normalmente desaparecen en el día y no se tira casi nada porque tenemos clientes habituales que vienen a buscar esta mercancía”, explica Chueca.

Otro punto de encuentro para este tipo de consumidor son los bancos de alimentos o comedores sociales. En sus colas se agolpan diariamente no solo inmigrantes o personas en situación de exclusión social, sino familias de clase media que como consecuencia de la crisis necesitan recurrir a estas entidades para poder llenar sus estómagos. “El perfil ha cambiado mucho en los últimos años. Antes había más inmigrantes, pero muchos han vuelto a sus países y, a raíz de la crisis, ha aumentado el número de familias españolas”, afirma Roig. “Este año estaremos prácticamente al 50% de españoles e inmigrantes. Hemos pasado de atender a un perfil de exclusión a atender a otro de vulnerabilidad”, señala Raga.

El número de familias que solicitan los servicios de estas organizaciones es cada vez mayor. Solo en Valencia, Cáritas ayudó a 70.000 personas durante el año 2013, mientras que el Banco Solidario de Alimentos reparte comida a cerca de 3.000 familias cada mes. Son cifras que, según Cáritas, se han incrementado en un 200% en los últimos cinco años y resultan desproporcionadas para organizaciones que se sostienen gracias al trabajo de voluntarios. “En Cáritas tenemos un techo. No somos quienes hemos de dar respuesta, somos subsidiarios a una administración que es la responsable”, afirma Raga.

Por ello, estas organizaciones reclaman al gobierno más políticas sociales. En cambio, desde Moncloa no parecen dispuestos a ello, ya que el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, desacreditó recientemente el último informe de Cáritas Europa que sitúa a España como el segundo país con más pobreza infantil de la Unión Europea por tratarse de datos “puramente macroeconómicos”. Sin embargo, basta con acercarse al Banco Solidario de Alimentos de Valencia para comprobar que no se trata de estadísticas, sino de una realidad tangible. Cada día, cerca de 200 personas se aglutinan en las puertas del centro entre nervios, impotencia y caras de desesperación para recoger el lote de productos básicos con el que deben sobrevivir durante medio mes. Por ello, tanto Cáritas como el Banco Solidario de Alimentos lamentan que el gobierno dé la espalda a esta realidad social. “Solo le invitaría a que viniese y lo viese con sus propios ojos”, afirma Raga. Joan Baldoví, por su parte, califica de “indecente” que estas palabras provengan de un ministro del Gobierno. “A mí las cifras de Cáritas me merecen todo el respeto, la confianza y el rigor del mundo”, declara.

LA NECESIDAD DE REGULACIÓN

Si algo parece evidente en todo este proceso es la falta de regulación. En España no existe ninguna normativa acerca de la donación de alimentos y la producción de excedentes. La presión de los ‘lobbies’ ha mantenido al gobierno al margen, pero no parece razonable que a las empresas les resulte más barato desechar alimentos que donarlos.

“Si al empresario no le cuesta dinero tirar excedentes, en algo está fallando el legislador”, explica Baldoví, quien en 2012 presentó en el Congreso una moción para legislar la producción de excedentes y acabar con el desperdicio de alimentos. La moción reclamaba la urgencia de una legislación que prohibiese la destrucción sistemática de alimentos en buen estado, pero fue rechazada por los votos del Partido Popular pese a que todos los demás partidos votaron a favor.

En España se podría alimentar a buena parte de los ciudadanos que pasan hambre solo con los excedentes que se pierden a lo largo de la cadena agroalimentaria. Sin embargo, estos acaban en la basura en lugar de ocupar las despensas de quienes verdaderamente lo necesitan. Si algo ha salvado la situación en los últimos años ha sido la solidaridad ciudadana, pero esto ya no es suficiente para acabar con la paradoja de ver a alguien recogiendo de un contenedor el plato que otro ha tirado.

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