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Adiós a la mayoría silenciosa

José Manuel Rambla

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Los extremistas son como los gafes, sólo que con alevosía. Si el gafe es capaz de desatar el desastre a su alrededor de forma involuntaria, el extremista lo hace con regodeo, llevado por una diabólica inclinación a la maldad. Para ello no duda en organizar algaradas callejeras escudándose en las más peregrinas reivindicaciones que ignoran ese mínimo sentido común que nos recuerda que siempre ha habido altos y bajos, listos y tontos, pobres y ricos, o nos aconseja con bondadosa sabiduría la conveniencia de actuar –por nuestro bien– como dios manda.

Ello es así porque el caos y la anarquía es el hábitat natural del extremista. Por eso su perfidia resulta tan enrevesada que cuando los azares sociológicos les permiten arañar algún espacio de poder, o simplemente aspirar a hacerlo, maniobran con maquiavélica inquina para mantener encendida desde sus despachos la llama del desorden, como está haciendo Ada Colau en el entrañable barrio de Gracia de Barcelona. O lo que todavía es peor: llevados por sus más perversas y enfermizas inclinaciones manipulan, tensionan y crispan hasta lo indecible para obligar a la gente de bien a ser ellos mismos quienes se echen a la calle violentando su natural inclinación al silencio

Y es que todo tiene un límite. Hasta para Mariano Rajoy, el ser más pasivo del universo, por delante incluso de la ameba. Si no hace mucho el prudente presidente en funciones reivindicaba frente a los radicales el ejemplo resignado de esa inmensa mayoría de españoles que no se manifiesta, hoy el candidato del PP a gestionar los recortes impuestos por la troika admite que las cosas han cambiado y se muestra condescendiente con la patronal de las escuelas católicas que estos días se echa al monte en Valencia frente a los modernos nerones pancatalanistas de la Conselleria de Educación.

Tal es la persecución que sufren los colegios concertados valencianos que Rajoy no ha tenido más remedio que permitir a sus más cercanos colaboradores abandonar por un día su condición de referentes de la entrañable mayoría silenciosa para cantar por las calles aquello de la libertad sin ira. Y allá que se fueron con la determinación de un monaguillo Isabel Bonig, Susana Camarero, Eva Ortiz o el incombustible González Pons a defender a esa madre que exige el derecho de sus hijos a celebrar la Semana Santa en la escuela o la conveniencia pedagógica de que los alumnos de la enseñanza pública aprendan desde pequeños lo dura que es la vida estudiando en barracones.

Los populares valencianos no fueron, en cualquier caso, los únicos que han tenido que sacrificarse estos días como consecuencia de esas diabólicas maniobras de los extremistas. De casa o de fuera, porque en esto de crispar los ánimos los radicales no conocen fronteras. Que le pregunten si no a la buena de Cristina Cifuentes que no tuvo más remedio que autorizar a los fascistas manifestarse por Madrid ante los planes de Bashar al-Ásad de alterar nuestra paz y contaminar nuestras playas con cadáveres de náufragos refugiados. Por no hablar del bienintencionado Albert Rivera que no ha vacilado en cruzar el Atlántico para destapar ese complot de Nicolás Maduro –que los jueces españoles, en su torpeza, son incapaces de ver– consistente en financiar a Podemos a costa de arruinar Venezuela.

Sí, definitivamente, los tiempos parece que están cambiando a golpe de sondeo electoral. Las alabadas mayorías silenciosas de antaño comienzan poco a poco a ser sustituidas por renovadas fuenteovejunas siempre dispuestas a defender al rey de los desvíos populistas de cualquier comendador surgido de la resaca del 15M. Al fin y al cabo, se trata de recuperar las viejas enseñanzas de aquel Manuel Fraga que se vanagloriaba de que la calle era suya. Así las cosas, no nos sorprendería mucho que cualquier día de éstos la mismísima Bonig decida acudir a les Corts emulando a Mónica Oltra con camisetas reivindicativas. Eso sí, las suyas serán de Lacoste o zurcidas por el sastre.

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