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La militancia inexistente y la crisis del partido cártel

Pabloc Casado y Soraya Sáenz de Santamaría.

Adolf Beltran

La sospecha de que la cifra era falsa venía de lejos, pero la realidad superó las expectativas más exageradas. Resulta que el PP, al encarar por primera vez unas primarias para elegir a su nuevo líder, apenas logró acercar a las urnas a 60.000 de los poco más de 66.000 militantes que ya estaban o se habían puesto, gracias a una oferta low cost de última hora, al día en el pago de las cuotas. ¡Se habían esfumado en el proceso más de 800.000 de sus supuestos 869.535 afiliados!

Incluso a quienes ya teníamos razones para prever que se destaparía el gran engaño, porque habíamos comprobado en marzo de 2017 que los 140.000 supuestos militantes del PP en la Comunidad Valenciana menguaban hasta 7.000 en las primarias que ratificaron a Isabel Bonig como líder autonómica, nos sorprendió lo abusivo del descuadre.

Como aquel “caballero inexistente” de la novela de Italo Calvino, tan aguerrido por fuera y tan vacío en el interior de su armadura, el Partido Popular reveló de forma clamorosa un vacío de militancia que aparentemente se compadece poco con su capacidad de convocatoria demostrada y el hecho de ser, todavía, el partido más votado de España.

Sin duda, una deformidad de tal calibre es una invitación al sarcasmo o a la parodia, pero también proporciona claves para explicar por qué se ha degradado la textura de nuestra democracia hasta los extremos de crisis que han culminado en el derribo de Rajoy del poder mediante una moción de censura.

Nunca fue el PP exactamente un partido de masas, dada la verticalidad entre empresarial y oligárquica de su funcionamiento, pero ha usado muchos de los tics retóricos y populistas de esa clase de partidos. Tampoco fue exactamente un catch-all party, una de esas formaciones que lo recogen todo, anclado como ha estado desde su fundación en la derecha más idiosincrática.

El PP ha sido, más bien, un partido de régimen o de sistema, la marca a la que la derecha sociológica, discrepancias al margen, votaba para que no gobernara la izquierda, con mayor o menor éxito, según las circunstancias, entre el electorado más moderado o menos ideologizado. La adhesión a un partido de ese tipo no se parece a la de otras formaciones: es tan inequívoca como poco orgánica. Tiene, o tenía, una base electoral muy consolidada -de la política ya se encargarán los cuadros y sus dirigentes- a la que no han empezado a afectar las dudas hasta bien avanzada la persecución judicial de una corrupción convertida en sistema.

La caída del poder de Rajoy ha marcado el final del rígido esquema bipartidista y ha abierto en canal al PP, ataques excesivos de Pablo Casado contra Soraya Sáenz de Santamaría incluidos. Lo que ha quedado a la vista encaja bastante bien con aquel modelo que Richard Katz y Peter Mair denominaron de “partido cártel”: un tipo de organización caracterizada por la devaluación del valor que la militancia aporta y por la conversión del partido en un equipo de líderes profesionales, pero también por un funcionamiento centrado en impedir la existencia de competidores para maximizar su financiación y los beneficios de sus miembros a partir de los recursos públicos.

Como ocurre con todo, el modelo del partido que funciona a la manera de los cárteles empresariales está en revisión. No parece, sin embargo, que los aspirantes a dirigir el PP y los cuadros de esa organización de militancia inexistente tengan tiempo de reflexionar ni poco ni mucho sobre algo más que no sea imponerse en el control, ajenos a la transformación que el nuevo y complejo panorama multipartidista les depara.

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