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Culpables, los otros

Patricia Canet

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Identificar culpables en la vida nunca es fácil. Detrás de cada accidente, desgracia o infortunio hay siempre gran variedad de explicaciones que esconden nombres, caras y voluntades más o menos malintencionadas. En esos escenarios, muchas veces merecidos ser llamados crímenes emocionales, nuestra sed de justicia clama y se desvive por señalar culpables y concederles el castigo socialmente establecido para cada caso porque en esto, no nos engañemos, nos guiamos por el imperativo de una moral social no pocas veces anacrónica.

Esto pasa constantemente en cualquier entorno al que dirijamos la mirada: familias, relaciones de pareja y lugares de trabajo. Sin embargo, creo interesante trasladar este ejercicio a un ente mucho más abstracto y, pese a ello, tan o más determinante que los anteriores. Hablo de la gente, de nosotros, de esa masa de población de la que a veces queremos desvincularnos en vano porque le debemos, para bien y sobretodo para mal, más de lo que somos capaces de pensar. La gente, así despectivamente, como quien cree que no supone nada. Pues bien, esa gente somos todos, los de abajo, los que concedemos poder gracias a esta disfrazada democracia pero no lo tenemos. Sí, somos los de abajo porque hay unos arriba y, por si alguien no se ha dado cuenta, si existen dos equipos es porque estamos luchando unos contra otros.

De los de arriba, ¿qué se puede decir que no se haya dicho ya? Lo que sabemos de ellos más lo que no sabemos (que, sin duda, debe ser más gordo) pero sospechamos ya habla por sí solo. Además, no quisiera aburrir con los debidamente justificados improperios, descalificativos e indignaciones, aunque ya caídos en la resignación de tanto oírlos día tras día, mes tras mes y año tras año. Lo que creo que no se hace tanto y debiera hacerse más es señalar también a aquellos que, no siendo de arriba, en algún momento o época determinada se han aliado o se alían ahora mismo con ellos. Hablo de aquellos que permiten que la corrupción y el mal gobierno se instale entre nosotros, que con su simpatía hacia según qué personas de según qué ética facilitan que el engaño, la desconsideración, la más perversa concepción del ejercicio de la política sea una práctica que entre en el campo semántico del peligroso término “normal”.

Tal vez el ejemplo más evidente de esta situación sean las elecciones, que no el único. La fiesta de la democracia la llaman. Yo sinceramente cada vez lo veo menos como fiesta, no pienso tanto en la celebración como en los platos rotos que habrá que recoger después. Que no se confunda esto con un rechazo a las urnas. Lo que quiero dar a entender es que las elecciones deben ser, y no siempre son, un ejercicio de profunda reflexión, meditación y valoración de las diferentes opciones. Ahí radica la verdadera esencia de la democracia. Y seamos sinceros, esto no pasa. De ahí mi crítica a los votantes, los que no son conscientes del poder que tienen, de que con su papeleta están ofreciendo la posibilidad a alguien de amargar vidas, posibilidad que más tarde llevarán a la práctica como los hechos se están encargando de demostrarnos todos los días desde hace ya demasiados días. De eso son culpables. Esto viene al hilo de conocer hace unos días las encuestas sobre intención de voto que situaban al PP como partido más votado y al PSOE como primero de la oposición. Einstein dijo que la locura consiste en hacer siempre lo mismo y esperar resultados distintos. Si hoy viviera, seguramente nos internaría a todos en un psiquiátrico.

Otro de los hechos sociales que llaman, y mucho, la atención de entre los de abajo, entre otros muchos ejemplos que escapan a este artículo, es el de aquellos que establecen acuerdos basados en falsa cordialidad y simpatía con el propósito de obtener beneficios laborales, fiscales o de cualquier otro tipo, siempre relacionados con el maldito dinero. Ellos son culpables de que los tentáculos del mal gobierno, la prevaricación y la corrupción se extiendan y nos alcancen a los demás para acabar tragándonos. Su avaricia es la causa de nuestra desgracia. De eso son culpables junto con los que lo orquestran todo. Son marionetas en sus manos. Alguno podría decir la estúpida frase de “si no lo hago yo, lo hará otro” y sí, seguramente lleve razón, pero también es cierto que su connivencia con la mezquindad ya lleva su nombre impreso y eso nunca se borrará. Poder vivir con eso se encuentra dentro de su concepto de valía como ciudadano o ciudadana de bien.

Adonde quiero llegar con todo esto es a la reivindicación tan simple pero parece ser que tan complicada de que de aquí únicamente se sale si todos colaboramos y tiramos del carro en la misma dirección, la que nos beneficie a todos, la de una democracia sana que no sangre todos los días. Que tenemos nuestras diferencias, claro, y eso es perfectamente sano también, pero ahora mismo nos unen más cosas de las que nos separan. Nos une la lucha contra el poder, una lucha que estamos perdiendo porque les estamos dejando ganar y porque hay gente que colabora en el mantenimiento de esa victoria. Quien se atreva a negar la existencia de esa lucha ya deja ver de qué lado está. Este es el escenario, uno desagradable que nos toca remendar.

Hablaba al principio de culpables y acabo de igual manera. Cuando aparezcan políticos, banqueros y gente de la misma alcurnia en los medios de comunicación, algunos pensaremos que no están todos los que son pero sí son todos los que están.

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