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Educar

Josep L. Barona

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Cuando Donald Trump y Kim Jong Un se pasean por las pantallas de los televisores, o cuando Bárcenas, Blesa y Rato entran en los juzgados tras haber sido introducidos por la nuca en un vehículo policial, o cuando el presidente de Monsanto sentencia que va a acabar con el hambre en el mundo, o cuando Jorge Fernández Díaz hace trampas utilizando el espionaje y las cloacas del estado, a uno le vienen a la memoria las cautelas que ya en el siglo XVIII expresara Immanuel Kant ante el optimismo de los ilustrados acerca de la bondad intrínseca de la tecnociencia, como instrumento para lograr el bienestar y la felicidad para la humanidad. La clave de su crítica se centraba esencialmente en la dimensión moral, es decir, política: solo si la humanidad evoluciona éticamente al mismo ritmo que el poder de la tecnociencia podrán sus resultados aplicarse en beneficio de la humanidad. Es obvio que en los dos últimos siglos ha sido mucho lo positivo que la ciencia y la técnica han logrado y muchos también los riesgos y peligros que nos ha traído. Algunos de los más insignes representantes del pensamiento crítico vieron en Kant un riguroso precedente intelectual.

La historia contemporánea demuestra que el poder científico-técnico (el poder en general, diría yo) genera impunidad y relaja los principios morales. La fuerza de la cooperación y el altruismo resultan así insignificantes en comparación con la capacidad corruptora del tecnopoder al servicio de toda suerte de organizaciones delictivas. No perdamos de vista que el delito es vulneración de la ley, pero también falta moral.

Huelga argumentar el peligro que entraña el uso perverso del poder tecnológico a escala social y global, pero conviene tener en cuenta también su perniciosa influencia para el individuo, que va desde esa dependencia cercana a la esclavitud, a la pérdida de la intimidad, o el ciberacoso. En aquel poético film de Luis Buñuel titulado “La Vía Láctea”, el maestro aragonés ponía en labios de un personaje secundario: “Ma haine de la science et mon mépris de la technologie m'amèneront, finalment, a cette absurde croyance en Dieu”. Pero hemos vistoi también que el radicalismo religioso como antítesis engendra todo tipo de monstruos y monstruosidades.

Quizá habría que apostarlo todo a la única alternativa posible, la más comprometida y difícil: educar en los valores democráticos de libertad y respeto. Pero, ojo, la educación no es solo cuestión del sistema educativo, sino que alcanza todos los contextos de la vida humana: familiar, laboral, político, comercial, lúdico. El binomio tecnología/mala educación es una bomba. Una sociedad tolerante con la inmoralidad y la corrupción es una sociedad degenerada y condenada a morir de ese cáncer. La verdadera regeneración tiene que basarse en la libertad crítica y el rearme moral, y eso solo se construye a través de la educación, como bien entendieron hace ocho décadas los dirigentes y los maestros de la IIª República. Ese debería de ser el objetivo transversal de todas las políticas de cualquier gobierno. El medio para superar la dicotomía entre el bolsillo, la mente y el corazón, entre los valores y los intereses. La felicidad poco tiene que ver con el consumo. Queda mucho por hacer y el reto es urgente.

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