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La Europa que castiga

Una bandera de la Unión Europea ondea a las puertas del Parlamento británico

Andrei Serban

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A menos de cuatro meses para las elecciones al Parlamento Europeo, posiblemente los comicios más reveladores acerca de la dirección que la política europea ha ido tomando, Londres ha llegado por primera vez en mucho tiempo (décadas, para ser precisos) a un callejón sin salida. Tras año y medio de negociaciones complejas en las que Europa ha dado pocas o ninguna concesión al gobierno conservador de May, la cámara de los comunes rechazó por una amplia mayoría este acuerdo forzado e inconveniente para su país. La agonía sin precedentes en la que los representantes políticos, empresas y sociedad civil se hallan en este momento tiene como causa fundamental la agonía crónica que, a su vez, la Unión Europea atraviesa y en cuya agenda no puede permitirse ni un ápice de debilidad. Lo hizo en el pasado, según insinúan diariamente, pero no habrá más.

Reino Unido debe ahora pagar los platos rotos, al parecer, y existen otros motivos que acompañan al deseo de Bruselas de “educar” al resto de estados miembros sobre las consecuencias de querer abandonar el barco. El tradicional (y muchas veces ambiguo) sistema político británico, junto a los alegres y distendidos diálogos entre speaker (presidente de la cámara) y diputados, mantiene un esquema en el que cada escaño pertenece a una circunscripción que en ocasiones equivale a un pequeño barrio, distrito urbano o área rural. Los partidos no siempre tienen la capacidad de obtener una posición común a la hora de votar y multitud de diputados de todos los grupos se convierten en “rebeldes”, o bien votando en contra de su partido, o bien renunciando a su asiento.

Se han necesitado más de dos años para ver con claridad que nadie en el partido conservador quiso un referéndum como el de junio 2016, sino que fueron los intereses electorales y partidistas quienes empujaron a David Cameron a convocarlo para el beneplácito de UKIP, su manipuladora campaña y las ramas radicales del partido tory (conservadores). Hace pocos días el mandatario europeo Donald Tusk confesó que Cameron convocó el referéndum, según el mismo le habría explicado, al estar seguro de que no obtendría una mayoría en las elecciones y los socios liberales bloquearían la cita electoral. Desde Reino Unido, tras seguir de cerca una actualidad pública regida por el puro teatro, puedo afirmar con energía que sus palabras merecen ser creídas.

Hoy en el escenario político de Westminster, personalidades clave de la campaña por permanecer en Europa tienen el mandato de llevar a cabo una fantasía en la que ni ellos mismos creyeron. Además de fracasar en casa, donde una sociedad desesperada y una oposición abierta pero indecisa han comenzado a entenderse, los conservadores escupen sucesivas mentiras en el pleno con respecto a las condiciones que impondrán a Bruselas y supuestamente serán respetadas. El casi cómico rechazo inmediato de Europa ante cualquier intento de renegociar o modificar el acuerdo tiene una doble lectura: por una parte, una mayoría de cerca del 58% de la población querría hoy un segundo referéndum (YouGov.uk), por lo que el gran partido de la oposición, los laboristas dirigidos por Jeremy Corbyn, han cambiado su postura mirando con seriedad dicha opción en lugar de seguir peleando por unas elecciones anticipadas (las cuales ganarían) y un “Brexit de izquierdas” que mantendría al país en el mercado único al estilo noruego.

El resto de partidos opositores como los nacionalistas escoceses (SNP), los arduamente europeístas liberal-demócratas, otros partidos étnicos y una minoría de rebeldes conservadores están preparados para ello, sin embargo no suman una mayoría suficiente. A través de las conocidas enmiendas que el speaker John Bercow selecciona y somete a votación, la cámara es capaz de de tomar las riendas del asunto y moldear a duras penas la vía suicida que el gobierno ha adoptado. Esta es, en esencia, aceptar el mediocre acuerdo de May, el cual ni siquiera su propio partido votó a favor por arriesgar dejar a Irlanda del Norte en manos de Europa (temporalmente) evitándose una “frontera dura” con la UE en la isla irlandesa, algo que todos consideran inaceptable. Este popular “backstop” en Irlanda, innegociable para Europa, es uno de los motivos clave por los que el acuerdo no será aprobado ni aunque la primera ministra fuese a presentarlo mil y una veces en la cámara con minúsculas modificaciones.

El 29 de marzo está a la vuelta de la esquina y ni el teatro parlamentario consigue enmascarar hoy la imposibilidad de llevar a cabo el Brexit como fue diseñado. Y la razón es simple: entre los planes de los dirigentes británicos nunca estuvo la opción de proclamarse vencedor el “Leave”, algo más que impensable. El gobierno tampoco quiere salir de la Unión sin acuerdo y sumir al Reino Unido en la depresión más absoluta de su historia, pero las guerras partidistas están por encima y si los escaños rivales se vuelcan ahora con devolver el voto a la gente una vez fracasada la labor de los políticos, como también lo hace la sociedad civil y el poderoso movimiento “The People´s Vote”, May sigue amenazando con el desastre si no aceptan su propuesta. Ella y sus socios esperan que por una vía u otra el parlamento pueda acabar deteniéndolos sin que su imagen de cara a futuras elecciones se vea perjudicada.

Debe ser complicado reconocer ante millones de ciudadanos engañados que fueron atrapados en una gran mentira. La sociedad británica ha alcanzado niveles de división históricos en los que su equilibrio tradicional flaquea. Millones de ciudadanos continúan viendo a Gran Bretaña como una potencia que ha sido saqueada por Europa y que es tan rica y próspera que se permite romper sin acuerdo alguno. Ciudadanos y clases sociales no se conocen entre sí, no se conocen a sí mismos y no comparten una comunidad enraizada. La economía extremadamente potente y avanzada del país, junto a las naciones del Commonwealth que siempre están detrás, se ha debilitado a velocidades nunca vistas desde 2016, subiendo los precios de bienes de consumo básicos, deteriorando la libra y destrozando empleo (solamente en los últimos seis meses gigantes como Debenhams, Mark&Spencer y otras grandes compañías han efectuado miles de despidos y otras han entrado en quiebra).

La Unión Europea tiene en sus manos aceptar modificaciones en el acuerdo de salida y permitir que los comunes den al fin el visto bueno, pero no va a suceder. Los más de tres millones de europeos residentes en Reino Unido, muchos de los cuales llevan viviendo décadas en el país, no han recibido más que un discurso frío por parte del gobierno y unas garantías post-brexit cubiertas en burocracia. No debería sorprendernos si, de celebrarse el improbable segundo referéndum, el resultado fuese el mismo a pesar de los sondeos que dan hoy hasta un 60% a la permanencia en la Unión. Como lo fue en la primera ocasión y durante los últimos años, los sondeos y predicciones totalmente desconectados de la población occidental, sus preocupaciones y precariedad económica, subestiman la rapidez con la que la vieja política muere y se dan las nuevas sorpresas electorales.

La población trabajadora del norte de Inglaterra jamás estuvo integrada en la economía multicultural y próspera creada en las pasadas décadas por el sur, ni pudo reaccionar ante las llegadas masivas de inmigrantes europeos más cualificados en los últimos años. La sociedad británica, a diferencia de muchas naciones europeas, no se ha visto obligada a salir al exterior en busca de un futuro mejor ni ha sido destrozada por dictaduras recientes. Todo ello ha formado lentamente el estado de parálisis, optimismo ciego e incredulidad que demasiados británicos han mostrado frente a la política y, especialmente, frente a la economía y política actuales.

Algunas enmiendas poderosas como las de las diputadas laboristas Yvette Cooper o Rachel Reeves, destinadas a bloquear un Brexit sin acuerdo, u otras conservadoras que permitirán extender el artículo 50 y retrasar la salida, se votarán la próxima semana junto al plan B (sin diferencia respecto al A) que May presentará. La peculiar peripecia del Brexit ha fortalecido sutilmente a la UE. No ha recuperado la confianza de sus ciudadanos en su proyecto ni ha reducido la fuerza de los nuevos gobiernos euroescépticos del continente, sino que Bruselas ha logrado unir a los 27 por primera vez en mucho tiempo. La Unión Europea emplea a Gran Bretaña como prueba para aquello de lo que más carece: una voz común y firme como actor internacional independiente que aspira ser (para deleite del presidente Trump). El castigo que Reino Unido está recibiendo se resume en consumirse a sí mismo hasta niveles degradantes, debatiendo en clave partidista un problema histórico nacional que trasciende la política. Un problema de identidad o quizás falta de identidad que hace rugir a la isla y tranquiliza al continente.

El castigo a largo plazo es que Reino Unido perjudique su más preciado orgullo, su economía y posición global, y solamente entonces decida quedarse. Derrotado, empequeñecido, irreconocible y con menos o ninguna exigencia futura frente al resto. Para muchos en Bruselas se acabó la época de las concesiones. Podrán quedarse, pero esta vez tendrán que ser quizás más europeos que nadie y puede que también pagar algún que otro plato roto. Un guión abrupto. Tan solo este mes altos mandatarios del organismo europeo han amenazado de nuevo a los gobiernos de Polonia, Hungría y Rumanía con el recorte en fondos si continúan abatiéndose de la vía liberal-demócrata. Por nuestro bien, esperemos que no llegue el día en el que los castigados que bajan la cabeza hoy reciban la oportunidad de devolverlo. El Brexit es hasta el momento la mejor muestra para descifrar y descubrir la naturaleza de la Unión Europea en la actualidad, como también su posición ante los desafíos cercanos que llaman a la puerta. Esta Europa golpea y castiga a quien no consigue educar.

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