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La brutalización de la política

Gustau Muñoz

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Cuando crees que ya se acaba, vuelve a empezar, decía Raimon en una canción. Y se refería al retorno, al eterno retorno, del fascismo y de la barbarie, encarnados en el franquismo que nos tocó sufrir durante demasiados años. El franquismo parecía anacrónico, acabado, podrido, superado por la historia, pero volvía en forma de fusilamientos aún en septiembre de 1975, de tortura en las comisarías, de agresiones y atentados en general impunes, de bombas en casa de intelectuales como Joan Fuster o Manuel Sanchis Guarner, de ataques a librerías, Nadie trazó líneas rojas. Nadie, ningún estado de derecho, ni los jueces y fiscales hoy tan envalentonados, tuvieron el valor y la dignidad de investigar y castigar a los culpables, La infamia de la complicidad con el fascismo contaminó de origen la transición democrática.

Recordemos -entre tantas otras lacras que cabría evocar- que la UCD fue el nido acogedor del huevo de la serpiente del anticatalanismo local -una forma de fascismo que tiene como divisa “Fora catalanistes!”, traducción libre del “Juden raus!” de los nazis-, con un ínclito y respetable don Emilio Attard en funciones de amable recepcionista. Un señor que sería presidente de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados. El GAV suministró personas de acción violenta y candidatos a un partido anémico que había perdido las elecciones y que no supo consolidar una derecha democrática. Ta vez porque, socialmente, de esto había bastante poco.

Ahora las personas sensatas están horrorizadas con la retórica de Vox y su mitin de Vistalegre, en Madrid. Suspensión o abolición de las autonomías, encarcelamiento de dirigentes y personalidades destacadas del catalanismo, deportaciones masivas de inmigrantes, y otras barbaridades desestabilizadoras. En realidad, son medidas y propuestas anticonstitucionales. Sí: anticonstitucionales. Atentatorias contra el título correspondiente de la Constitución Española que define al Estado como un Estado de las autonomías. Y más aún, atentatorias contra   derechos democráticos elementales y contra los derechos humanos reconocidos por la ONU y asumidos en tratados internacionales suscritos por el Estado español.

Me gustaría saber qué tienen que decir, ante esto, los partidos “constitucionalistas”. ¿Se rasgan las vestiduras? ¿Ponen el grito en el cielo? ¿Proponen un frente democrático y un pacto antifascista? De momento, nada de nada.

Y eso que Vox ataca de frente la Constitución, la formal y la material. Pero parece que recoge las simpatías de la base social de la pétrea derecha del Barrio de Salamanca de Madrid, de la gente de orden y privilegiada, de gente poderosa, con dinero e influencias. Y de todos los barrios de Salamanca de muchas ciudades de las Españas.

Estaban aquí, escondidos, camuflados. Decían estas barbaridades en voz baja, o no tan baja, en las tertulias y sobremesas. Ahora se han despachado a gusto y se han descarado. Con el concurso de un determinado ambiente, de discursos extraviados, de los silencios, de la traición de los clérigos -de los intelectuales- españoles, empapados de nacionalismo de la peor especie (no defensivo, sino agresivo y dominador). ¿Por qué ahora?  Pues porque sopla un viento gélido y siniestro en la escena internacional.

El espectáculo de la extrema derecha socialmente más anodina que no las escuadras de uniformados y los violentos habituales, no sería posible sin la brutalización de la política en Europa y América. La brutalización de la política es un concepto acuñado por el gran historiador.

Gorge L. Mosse en su libro De la Gran Guerra al totalitarismo. La brutalización de les sociedades europeas (1990). Una obra en la que explica de manera detallada y convincente la deriva brutal de la política a les sociedades europeas posteriores a la Primera Guerra Mundial, en la época de entreguerras, cuando la violencia interiorizada en los frentes de guerra contaminó la vida civil hasta convertirla en un barrizal de agresividad, de nihilismo, de culto a la fuerza, de asesinatos y razias, de discursos inflamados e irracionales. De aquí salió el fascismo italiano, el nazismo, la extrema derecha francesa -tan fuerte-, la Guardia de Hierro rumana, los cruz-flechados húngaros, el rexismo belga, la Falange española.

¿Hemos aprendido alguna cosa de toda esta experiencia? ¿De una experiencia que empezó con proclamas nacionalistas irredentistas y acabó en un Holocausto?

La retórica demencial de Donald Trump, las barbaridades de Viktor Orbán, las gesticulaciones mussolinianas del ministro del Interior italiano, el patrioterismo del Partido de la Ley y la Justicia polaco, el avance general de la extrema derecha en Europa, antiinmigración y antieuropea, no son en absoluto ajenos al espectáculo final, estremecedor y alarmante, de la extrema derecha española. Que se ha descarado y culmina de esta manera, por ahora, la deriva inaceptable del PP de Casado/Aznar y de los Cs de Rivera/Arrimadas.

Los discursos no son jamás inocentes. Los que se escucharon en el mitin de Vistalegre -que hicieron las delicias de un público burgués y de orden, acomodado y privilegiado- no auguran nada bueno. De momento no penetran en las masas populares. Y eso es un buen síntoma, una gran noticia que dice mucho en favor de la sociedad española, como ha destacado el historiador Enzo Traverso (Els nous rostres del feixisme, editorial Balandra; hay traducción española en Siglo XXI). Pese a la excitación de los instintos más bajos, del nacionalismo españolista, de la pulsión contra los más débiles y los diferentes, contra los inmigrantes, esta retórica infame no penetra en las capas populares. No por virtud de una izquierda en horas bajas y escasamente movilizadora, escasamente movilizada y pedagógica, sino porque la gente de aquí, la gente de los barrios populares -de Vallecas a Burjassot, de Nou Barris a las Mil Viviendas- es aún de buena pasta y tiene memoria histórica.

Lo que queda de derecha de aspiraciones democráticas debería estar muy preocupado. Como los responsables o líderes y beneficiarios del entramado institucional del Estado español. Empezando por la monarquía. Si un día la desesperación de unos y la agresividad de otros se fundieran y produjeran el peor de los resultados, la falla prendería. Y se quemaría. Para siempre.

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