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Impunidad

Josep L. Barona

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Más allá de la arquitectura política que conforman urnas, instituciones, organizaciones, leyes y constituciones, lo que en realidad marca la diferencia entre un sistema democrático y una dictadura es la existencia o no de espacios de impunidad. Toda esa arquitectura institucional solo se justifica si está al servicio de los ciudadanos sin distinción. Por el contrario, la impunidad es el privilegio de las élites, de quienes tienen poder para articular mecanismos que les permiten vulnerar la legalidad y ponerse por encima de las leyes. Esas élites son tanto económicas, como políticas, intelectuales o familiares. Luchar contra la impunidad no es una filosofía política radical ni izquierdista ni republicana; es ser fiel a la esencia misma de la democracia, tal y como se concibió ya en la Grecia antigua. El aforamiento de quienes ostentan cargos públicos o representan venerables instituciones es un privilegio incompatible con la democracia. La sociedad española es heredera de muchos espacios de impunidad heredados del franquismo. Los pactos de la transición tras la muerte del dictador se encargaron de garantizar la impunidad. Más que el tradicional antagonismo entre izquierda y derecha, entre neoliberalismo y socialdemocracia, entre dictadura y democracia o entre monarquía y república, la sociedad española que aspira a una democracia limpia tiene como reto fundamental acabar con la impunidad.

Entre los valores que sostenían el franquismo político y sociológico estaba el autoritarismo, la censura ideológica y de expresión, la pena de muerte, la detención ilegal y la tortura, la corrupción administrativa e institucional, la evasión, el asesinato legitimado con leyes de excepción. Todo ello se ejemplifica en la ejecución a garrote de Salvador Puig Antich, un excelente caso para la microhistoria. Si de verdad ha habido un cambio sociológico en España, no es posible justificar la impunidad del fraude fiscal, la evasión, el asesinato, ni venerar tumbas de dictadores, ni dictar leyes que precaricen el trabajo y la desigualdad entre hombres y mujeres. El estatus social, o la nobleza de sangre no son argumentos admisibles, como no lo es la raza, la religión o la orientación sexual. En democracia no puede haber ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda.

¿No es desconcertante escuchar a compatriotas hablar de una especie de democracia jerárquica donde el señor y el vasallo tienen los mismos derechos, pero uno es súbdito del otro? Ha llegado el momento de aclarar definitivamente si la virtud y el delito radican en los hechos o en el estatus social de quien los comete. 

Resulta desolador aplicar estas sencillas ideas sobre la impunidad al comportamiento de nuestra monarquía - impuesta por el dictador que yace en el Valle de sus Caídos, sin que haya habido validación democrática-, al comportamiento de nuestras élites políticas, financieras o de algunos personajes ilustres del mundo de las finanzas, el arte, o el deporte. La impunidad no es ahora y aquí un espacio residual. En definitiva, quienes sustentamos de verdad la fiscalidad y por ende las políticas públicas somos los ciudadanos de a pie con su trabajo, los funcionarios, los profesionales, los autónomos, los asalariados. Por el contrario, los que se consideran ciudadanos de primera no solo se benefician de la economía pública, sino que además exigen privilegios fiscales, patrimoniales y de nobleza de sangre o grupo social, bajos impuestos e inmunidad. Esta democracia necesita una buena revisión y una nueva puesta a punto para superar con éxito la inspección técnica. Ahora, justamente ahora, tenemos una excelente ocasión histórica para avanzar en calidad democrática y acabar con los espacios de impunidad.

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