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Ópera del alma

Josep L. Barona

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La estética grandilocuente de la ópera clásica puede resultar abrumadora. Esa puesta en escena, esos personajes rotundos, la artificiosa ampulosidad, el barroquismo exagerado, la simplicidad argumental de los libretos, los decorados majestuosos, y esa teatralidad interpretativa tan desmesurada. Cuando todo ello se une a la orquesta, a las voces de coros y solistas, uno se siente tan sobrecogido que entonces le vienen a la mente, como contrapunto, las precisas gotas musicales de las Gymnopédies de Erik Satie. También las frases secas y contundentes de la Elegía opus 24 para violonchelo de Gabriel Fauré o las notas imprescindibles de cualquier sonata de Schubert. Nada como la música es capaz de transformar los estados del alma y transportarla a su punto más sublime. En esos términos, “estados del alma”, se expresaban Aristóteles y Platón, y también René Descartes, para referirse a esa otra parte de la condición humana que concebían como inmaterial. Un peculiar “estado del alma” es el que permitía a Pitágoras escuchar la armonía de los astros y recomendar música dórica para serenar la furia. Las pasiones se entendían como “movimientos del alma” i la música las conmueve.

La ópera representa la exaltación, pero por debajo del estruendo y la grandiosidad, su materia prima, el elemento más sublime es la belleza inigualable de la voz humana. Si en un teatro, rodeado de galas y oropeles, lámparas de mil lágrimas, palcos dorados y acústica inmejorable, las voces y orquestaciones sobrecogen por su grandiosidad, lo cierto es que la ópera se convierte en la más impresionante y conmovedora experiencia si trasladamos esa voz humana prodigiosa al silencio puro de la naturaleza. Prueben ustedes a contemplar el paisaje de la huerta norte de València al atardecer desde el mirador del Parc del Molí de Godella escuchando el aria para alto Erbarme Dich de la 'Pasión según San Mateo' de J. S. Bach. Y cuando puedan huir del arresto domiciliario escápense al Hardanger Fyord, rodeado de montañas, hielo y glaciares para escuchar la voz sensible de Luciano Pavarotti interpretando “Una furtiva lagrima”, de Gaetano Donizetti. O escuchen simplemente las canciones polacas de Francis Poulenc interpretadas por la mezzosoprano Katarzyna Sadej, mientras cierran los ojos y observan caer la lluvia tras el cristal del coche por las calles desiertas de Brooklyn. Es tanta la emoción, que uno se siente pleno y omnipotente, a pesar de nuestra radical fragilidad.

Cuando la voz humana se transforma en arte, puede convertirse en el instrumento más sorprendente y poderoso para conmover la sensibilidad. Entonces la realidad se vuelve hermosa y también los ojos que la miran. El arte y la cultura tienen un efecto sanador. Para todo lo demás, basta el silencio.

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