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Una salida ecologista para nuestras costas

Cristina Rodríguez

En estos días nos llevamos las manos a la cabeza con los efectos del temporal. Casas construidas a escasos metros de la costa, en la peligrosa franja litoral, “amenazadas” por el mar. Así lo hemos leído desde Almenara a Santa Pola, pasando por la urbanización de la Casbah, en la pedanía valenciana de El Saler, construida durante el atentado urbanicida de los años 70, en lo que ahora es el Parque Natural, y que según los criterios actuales está fuera de ordenación urbanística, o por las viviendas que se asomaban a la playa de Les Deveses de Dénia, hoy apuntaladas.

De igual modo sufren hoy también las consecuencias de una depredadora acción urbanística de nuestro territorio los bloques de pisos y chalets levantados en ramblas y barrancos o en deslindes ad hoc en parajes como el Montgó. Lo que el hombre alzó donde no debía, gracias a la permisividad de la legislación neoliberal que hoy se demuestra nefasta como alertábamos, la naturaleza se lo está llevando por delante.

Pero, ¡ah! Había que ampliar los puertos, de mercancías y de embarcaciones de recreo, había que construir espigones y restaurantes y chiringuitos y chalets de lujo en primera línea de mar.

Según el Observatorio Nacional del Mar y del Litoral francés, el mar se ha tragado 300 edificios en diez años en Francia. Por eso su parlamento discute estos días un proyecto de ley de “adaptación de territorios litorales al cambio climático”, mientras aquí hablamos de parches y ayudas que no atacan el fondo de la cuestión.

De esto hablábamos y hablamos las ecologistas cuando alertamos del cambio climático. A esto nos referíamos y nos referimos las ecologistas cuando avisamos de que hay que construir teniendo en cuenta los informes de impacto ambiental. Un estudio de la capacidad de acogida del territorio permitiría evitar los riesgos innecesarios a la hora de construir. Se confía en que habrá “soluciones técnicas” para compensar posibles impactos o riesgos, que más adelante se revelan como inservibles y suponen un enorme coste público para defender errores privados. Porque la costa es dinámica, evoluciona con las estaciones y a largo plazo, y los intentos de fijarla para proteger una actuación inmobiliaria no suelen funcionar. Son la improvisación y la ceguera anticientífica las que nos han traído hasta aquí.

Al urbanizar la primera línea, se eliminó el sistema que permitía a la costa arenosa protegerse y regenerarse después de los fuertes temporales: el cordón dunar. Los paseos marítimos, los muros y la edificación a pie de playa acaban sucumbiendo a la fuerza del oleaje, además de provocar el arrastre y desaparición de la arena de la playa. La ampliación de los puertos ha alterado las corrientes que distribuyen la arena, produciendo un efecto de arrastre acelerado.

¿De verdad que en este contexto todavía cabe hacer chascarrillos sobre las advertencias que las ecologistas llevamos haciendo de las políticas del culto al ladrillo desde los años 80?

La actualidad vuelve a poner de manifiesto que quienes han gobernado desde las ocurrencias y gestionado bajo la quimera de los imposibles, poniéndole puertas al mar, no somos precisamente nosotras. Los riesgos para nuestras costas y sus habitantes sólo podrán minimizarse si los abordamos desde una salida ecologista. Pongámonos a ello.

Cristina Rodríguez es diputada de Compromís en las Corts Valencianes y miembro de Verds-Equo

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