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Pertenencia

Josep L. Barona

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A menudo vemos la identidad y la pertenencia a una nación o comunidad en términos genéticos, religiosos o de reproducción biológica. Recientemente recordaba la demógrafa Anna Cabré, en una atractiva conferencia que inauguraba el curso en el Institut d’Estudis Catalans, el relato de Claude Levi-Strauss en Tristes trópicos (1955) sobre diversos pueblos de la Amazonia que siendo monógamos sentían un asco profundo por la procreación, practicaban el aborto y el infanticidio y se perpetuaban mediante expediciones guerreras para procurarse niños nacidos de otros pueblos que ellos adoptaban para garantizar la supervivencia del grupo. Solo un 10% de los guaycurú pertenecía al grupo por sangre. Los niños eran adoptados por familias que los confiaban a otros para su educación, y permanecían pintados completamente de negro hasta los 14 años, fuera de la comunidad hasta que, tras un ritual de iniciación, eran lavados, afeitados y sus cuerpos pintados. Desde entonces eran las pinturas corporales las que les otorgaban una nueva identidad como miembros del grupo.

La inteligente reflexión de Cabré sobre la identidad cuestionaba el extendido prejuicio de que la emigración hace peligrar la perpetuación de las naciones y degrada su identidad. Frente a una concepción de la identidad y pertenencia a un grupo basada en la reproducción biológica y los genes, contraponía el papel fundamental de la cultura. Al nacer somos portadores de una identidad genética, pero solo la cultura, la integración de ideas, conocimientos, valores, creencias y de pautas de conducta nos identifica como individuos y como miembros de una comunidad que comparte todo ello. Frente a la diversidad de genes y procedencias, la pintura corporal de los guaycurú se convierte en la metáfora de la identidad.

La reflexión de Cabré, en pleno auge del nacionalismo excluyente y la xenofobia, me hizo pensar en la importancia de integrar y seducir, como alternativa a rechazar e imponer, la relevancia de cultivar, estimar y defender lo que nos une e identifica como pueblo. La lengua, los símbolos, la música, la danza, la arquitectura, el modo de vida, la comida, el paisaje o el arte. Poner todo eso en valor y promover que quienes viniendo de fuera lo incorporen, lo valoren, lo interioricen y lo consideren también como patrimonio propio. Ahí radica la perpetuación de la identidad cultural. Eslóganes como Alemania para los alemanes, España para los españoles o Cataluña para los catalanes conducen a preguntarse ¿quiénes son los alemanes, españoles o catalanes? ¿Es el lugar de nacimiento lo que los identifica, quizá después de diversas generaciones? ¿Es la religión? ¿Son los genes? ¿Los apellidos?

Levi-Strauss y tantos otros antropólogos culturales nos dejaron un patrimonia inestimable, nos abrieron los ojos a mediados del siglo XX para mostrarnos la gran riqueza y pluralidad de la condición humana. El conocimiento del otro ayuda al respeto hacia el que es diferente. pero hoy parece - y es muy triste- que nos empeñamos en cerrarlos y construir fronteras que defendemos dando palos de ciego.

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