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Última llamada: el grito que debería cambiarlo todo

Andreu Escrivà

Hace apenas un par de días se dio a conocer un manifiesto firmado por más de 250 personalidades de la política, el activismo social o la investigación. El título, “Última llamada” lo deja bien claro desde el principio: estamos ante nuestra última oportunidad para cambiar de rumbo. Pero no en relación a la crisis actual del país o las políticas de la Troika a nivel europeo, sino en un marco mucho más amplio: el de civilización. El manifiesto lanza una voz de alarma sobre la crisis ecológica, respaldada por ambientólogos, biólogos y ecólogos. –para mi sorpresa y satisfacción, incluso a pesar de determinados sesgos (como el de los peak-oilers), puesto que en demasiadas iniciativas de este tipo brillan por su ausencia.

¿Y qué nos dice? Que esto no puede seguir así. Que estamos reventando las costuras del planeta que nos sirve de traje y hogar. Y en eso tienen toda la razón, pero con matices: al planeta, nunca me cansaré de repetirlo, le importamos un pimiento los humanos. El planeta, y la vida que lo acompaña desde hace casi cuatro mil millones de años, han soportado catástrofes mucho, muchísimo peores de las que seríamos capaces de generar los seres humanos aún a propósito. Y aún así, nunca estaremos en paz con el planeta, ni en equilibrio con la Biosfera –un concepto tremendamente complejo en ecología-, tal y como propugnan los firmantes. Somos una especie animal más, pero por mucho que cambien las cosas afectaremos de forma determinante el funcionamiento de todos los ecosistemas mientras duremos como especie. No tiene sentido hacer las paces, excepto si es con nosotros mismos.

Y es que es desde la atalaya de una óptica puramente egoísta desde la que mejor se explica la urgencia por el cambio de rumbo. Nuestro marco físico –la Tierra- no es ilimitado, pero el sistema capitalista imperante actúa como si lo fuese. En algún momento, pese a la desmaterialización de la economía y a los avances tecnológicos, se hará dolorosamente patente que el camino está equivocado. No se puede crecer siempre un 3% más o vender un 10% más de lavadoras o reproductores mp3. Sin embargo, deben evitarse afirmaciones como “Hoy se acumulan las noticias que indican que la vía del crecimiento es ya un genocidio a cámara lenta”. ¿Por qué? Porque la humanidad nunca ha estado mejor , porque los datos muestran una incontestable mejora de la esperanza y calidad de vida, y también de los indicadores básicos de desarrollo humano. ¿Es sostenible en el tiempo este progreso? No, y ahí está el truco: podemos estar bien ahora, pero no puede durar para siempre, no con el marco político-económico actual y una población de más de 7.000 millones de personas en constante crecimiento.

El ejemplo más recurrente y gráfico de la relevancia de los condicionantes medioambientales en la implosión de una civilización es el de la Isla de Pascua: el precio que pagaron sus habitantes por el desarrollo fue el de esquilmar los recursos naturales de la isla y, consecuentemente, desaparecer. Pero no es el único: autores como Fernández Armesto, Jared Diamond, Clive Pointing o Robert Kaplan han mostrado que el colapso de otras civilizaciones de mayor envergadura estuvo muy probablemente relacionado con causas medioambientales. La diferencia, que no es poca, es que ahora vivimos en un mundo globalizado, y que a duras penas podemos establecer diques de contención entre dinámicas regionales.

La amenaza no se cierne sobre una isla remota: nos afecta a todos, y nos debe preocupar a todos. Viajamos por el espacio en la Nave Espacial Tierra, como la definió Adlai Stevenson en la ONU, donde dijo que “Viajamos juntos, pasajeros en una pequeña nave espacial, dependientes de sus vulnerables reservas de aire y suelo (...)”. Un año más tarde, Kenneth Boulding, en su libro The Economics of the Coming Spaceship Earth, escribía: “La economía cerrada del futuro podría ser llamada la economía ‘del hombre del espacio’, en la que la Tierra ha devenido una única nave espacial, sin reservas ilimitadas de nada, ni para extraer ni para verter, y en la que por lo tanto el hombre debe encontrar su sitio en un sistema ecológico cíclico”.

La voz que alarma que se puede oír al leer “Última llamada” es valiente y necesaria, pero no novedosa. ¿Qué ha fallado hasta ahora? ¿El mensaje, el emisor, el receptor? ¿Hemos entendido los ciudadanos la disyuntiva o hacemos como que escuchamos pero seguimos a lo nuestro? ¿Son los manifiestos y lecturas académicas canales adecuados para transmitir cuestiones tan trascendentales?

Yo, desde luego, no tengo la respuesta de un problema tan complejo. Y aunque no creo que se produzca un inevitable colapso en caso de no tomar el camino propuesto, aplaudo –como ciudadano, y también como ambientólogo- que se ponga el foco en el que es, como dicen los firmantes, no sólo el gran reto del s. XXI, sino una transformación “de calibre análogo al de grandes acontecimientos históricos como la revolución neolítica o la revolución industrial”. Aunque el neolítico forme parte de la prehistoria. Pero nos dejaremos de formalismos y cogeré el tren: es la última llamada, ¿no?

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