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Vivir en una sala de espera

Patricia Canet

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Esperar es parar. Pero parar no siempre es esperar. Esperamos parados miles de cosas. Esperamos parados que suene el teléfono para que el hilo de cualquier voz renueve ese tejido que tenemos a medio coser. Esperamos encontrar la oportunidad que tantas veces soñamos, que vemos que otros encuentran y que frustra tanto ver como día tras día aquí nunca llega para darle la forma del sueño que a fuerza de pensarlo demasiado y sentirlo tan poco ha caído en el desengaño. Esperamos también que el próximo despertar sea el que devuelva las pesadillas a las horas de sueño porque ya llevamos demasiado tiempo gritando despiertos. Y lo dicho. Esperamos parados. Si en algo se empeña la vida es en darnos lecciones. Otra cosa bien diferente es que las apreciemos y las retengamos. Lección tras lección nos despistamos voluntariamente porque la mayor parte de esas lecciones nos resultan dolorosas. De esperas, de paradas, de lecciones y de distracciones los tiempos en que vivimos están llenos.

Ahí entra la única variable más fija que ninguna. El tiempo. Tiempo es lo único que tenemos (algunos más que otros) y nos lo están arrebatando, amargando y destruyendo en todas sus formas verbales. Tenemos un pasado, un presente y un futuro sin esos alicientes por los que esos tres planos encajan perfectamente. No es que no tengamos motivos para seguir, no, es que los más propios, que son los sueños y esperanzas, yacen en el doble fondo de un falso armario porque tenemos pánico a que se rompan. Lo demás es mera supervivencia. Supervivencia en stand-by.

Esperamos que todo esto se solucione sin hacer nada, prácticamente nada o, en el mejor de los casos, no todo lo que deberíamos hacer. No somos conscientes del poder que reside dentro nuestro. Con demasiada frecuencia olvidamos que todo acto nuestro tiene repercusión, para bien y para mal. Que el mal viene sólo y el bien sólo llega acompañado. No hacer nada es más cómodo que nada. Por otra parte, coger de la mano al bien y llevarlo a algún lado se convierte en un esfuerzo ocasionalmente inútilmente recompensado. Pero las veces aunque sean menos que acompañar al bien sale bien, palabras como satisfacción, orgullo y victoria llenan tantas conversaciones como encuentros se tengan. La recompensa está ahí, en una hipotética meta de un camino doloroso. Dicho así, a nadie le entrarán ganas de coger las maletas.

No obstante, la alternativa es peor. Pese a la comodidad aparente que contiene el “no hecho” de no hacer nada, estar parados es morir todos los días un poco. Dejarse morir mientras se es asesinado. Esa es la imagen. Es tan desagradable que el camino anterior empieza a ser atractivo. Contra la muerte, lo único que funciona es la vida en cualquiera de sus formatos. De cada uno depende cuál escoger.

Un formato éste, por otra parte, que debería ir acorde con las lecciones con que la vida nos va despertando por mucho que queramos distraernos. La lección que toca aprender ahora es la de la lucha, no queda otra. No tenemos otro deber que el que el imperio de las circunstancias exige: sobreponernos a todo lo asqueroso y tratar de buscar caminos viables entre tanta mierda. En el momento que consigamos eso seremos grandes porque habremos aprendido y sobretodo porque les habremos evitado ganar. Nos quieren quietos. No les demos ese placer. Hagámoslo nuestro.

Abandonemos, por último, las distracciones que nos apartan la mirada de lo que de verdad importa. Para combatirlas, enriquezcámonos con la única riqueza que vale la pena y que no tiene ningún banco, el conocimiento. El conocimiento es el arma más poderosa del mundo, la mejor de la que podemos hacer uso en esta batalla campal que es nuestro día a día. Despojarnos de las cadenas de la apatía y de la ignorancia nos llevará a sentirnos invencibles porque de saber uno nunca se cansa.

Demasiadas cagadas sobre las que pensar y demasiadas cosas por hacer. Aunque eso suene malo, no lo es. Es lo mejor que nos podría pasar si es que de verdad queremos salir de la sala de espera en que se han convertido nuestras vidas.

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