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25 de abril: historia de un viaje

Rubén Martínez Dalmau

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“En virtud de la Real Orden de 18 de julio, que señalaba la apertura de las sesiones de Cortes para el mes de agosto, en la tarde del 26 de julio salí de San Felipe a Cartagena acompañado de mi hermano...”

Así inició en 1810, según su propia crónica, el diputado de Xàtiva Joaquín Lorenzo Villanueva su Viaje a Cádiz. Eran tiempos de cambio, y Villanueva lo sabía. Como Borrull, y tres decenas de valencianos más, había emprendido por varias vías -prefiriendo el mar, más seguro, pero temiendo a los corsarios frente a las costas granadinas- su traslado a Cádiz. Las primeras cortes constituyentes habían sido convocadas, e incorporarse valía la pena; se iba a hacer historia, y querían estar presentes.

Aquellos que conocen cómo puede influir un cambio constitucional en nuestras vidas se convierten en sus más firmes defensores o en sus más firmes detractores. No es banal: las Constituciones, cuando no son democráticas, sirven para imponer determinada estructura política y económica, que al final determinan las condiciones sociales de un país. Cuando son democráticas, definen voluntades populares y crean marcos de convivencia adecuados que reflejan cómo son realmente las cosas y definen cómo queremos que sean. Esa es la razón por la que el pensamiento conservador es inmovilista: la Constitución, cuanto más breve mejor; y cuanto menos se modifique, mejor. Esa es la razón, por otro lado, por la que el pensamiento progresista cree en las evoluciones constitucionales: la Constitución, cuanto más detallada mejor, porque evita en mayor medida su violación por parte de los gobiernos que deben aplicarla; y debe poder ser modificada democráticamente para adaptarse a las realidades de los pueblos que la escriben.

Pongamos el caso de un Estado plurinacional, como España, donde conviven (o pueden querer convivir) diferentes comunidades con culturas, entornos, lenguas y valores comunes o diferentes. La plurinacionalidad bien entendida es riqueza, y es contraria a la homogeneidad buscada desde el pensamiento centralizador del Estado-nación. La cultura del Estado-nación, cuando es irreal porque se impone sobre comunidades diferentes, es reduccionista y empobrecedora: no se crea un Estado más fuerte porque se piense en una sola lengua, sino porque se construye una identidad diferente y racional desde la voluntad democrática de sus ciudadanos. La cultura del Estado plurinacional, democráticamente construido, es mucho más fuerte: se basa en una decisión consciente; y no solo en el respeto a las diferencias, sino en su protección. Las diferencias enriquecen la vida en común desde la decisión racional de hacer real esa vida en común. Véase, si no, el caso suizo, seguramente el más antiguo de los países europeos, paradigma de democracia y plurinacionalidad donde los haya, que incluso ha decidido denominarse a sí mismo en latín, Helvetia, para evitar imponer una lengua sobre las demás. Exactamente lo contrario que se ha realizado en el caso español.

Regresemos ahora a la genealogía no por repetida menos real de la Constitución de 1978. Como todo el mundo sabe, fue un texto negociado entre los representantes de los partidos políticos, que nunca rompió con la legalidad franquista, y cuyo contenido no pudo ser debatido plural y abiertamente. No es propiamente una crítica; es una mera descripción de la realidad, porque también podríamos preguntarnos si se podía hacer algo más con una sociedad que había sufrido cuarenta años de propaganda autoritaria y quería sobrevivir más que emanciparse. Cuestión diferente es la actualidad: cuatro décadas de bipartidismo de facto, un Estado de las autonomías tambaleante en varios aspectos, diez años de recortes que han dificultado la consolidación de un Estado Social, y un 15M que fue la más importante manifestación participativa que ha tenido este país desde la Constitución de la proclamación de la II República, hacen que las cosas tomen otro cariz. Un cariz que, como el de Villanueva y Borrull, tendrá perfiles que marcarán historia. Y, como ellos, querremos estar presentes.

Esa es la razón por la que este 25 de abril es un hito más en un viaje histórico que nos llevará a reconocer en una Constitución democrática la materialidad de varias naciones que decidirán vivir en un Estado plurinacional. Donde las valencianas y los valencianos podrán decidir sobre aspectos de su vida en común que les fueron contrabandeados durante unos aciagos días de la transición. Los que quieran avanzar, apostarán por un cambio constitucional democrático que establezca el progreso como objetivo fundacional de la sociedad; los que quieran conservar, intentarán por todos los medios que nada se mueva, y reaccionarán contra la acción democrática en la que estaremos comprometidos. No en balde se les llama reaccionarios. Cuando Carl Schmitt definió la Constitución como una decisión de vida en común no podía ni imaginarse hasta qué punto tendría razón.

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