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14 de abril

Josep L. Barona

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Nuestro lenguaje político está impregnado de conceptos procedentes de la Grecia clásica. El historiador de la filosofía antigua Mario Vegetti explicaba la etimología polisémica y el sentido metafórico de conceptos como corrupción, con el que la medicina griega expresaba el humor enfermo y también la sociedad enferma. También explicaba que monarquía designaba un sistema político tiránico, en el que un solo elemento imponía su dominio sobre el resto, en contraposición a la eutarquía o equilibrio armónico del conjunto de elementos que componen la sociedad. Sabemos que la virtud cívica es la esencia de la política republicana que concibieron Aristóteles y Cicerón, la que heredó Maquiavelo y desarrollaron Milton, Rousseau y Jefferson durante la Ilustración. Desde su origen remoto, republicanismo significa civilidad, es la construcción de una ciudadanía libre entre iguales.

El 14 de abril de 1931 fue para la sociedad española una liberadora revolución de los claveles. Harta de los abusos de una monarquía inútil, cómplice con la dictadura de Primo de Rivera, harta de oligarcas corruptos y mediocres, harta del poder absoluto de la Iglesia y sus corporaciones sobre cuerpos y almas, la sociedad española eligió en las urnas un pacífico cambio de régimen y proclamó de la IIª República. El monarca y su séquito se aplicaron a hacer las maletas y tuvieron que salir del país. La sociedad española iniciaba así la construcción de una república, donde los viejos poderes tenían que ser sustituidos por instituciones de participación igualitaria en una sociedad civil, sin servilismo ni dominación. En 1931 la sociedad española que asumió los ideales republicanos estaba formada por artesanos, obreros y campesinos, por comerciantes, científicos, artistas, profesionales, intelectuales, mujeres y hombres que aspiraban a la emancipación, es decir a poner fin a las instituciones de dominación del casticismo oscurantista tradicional. Miraron a la Europa cosmopolita y moderna del progreso, y a las vanguardias que se rebelaban contra las tradiciones ancestrales, trataron de sepultar el lastre de la superstición, la incultura y el quimérico pasado imperial. Creyeron en el futuro. Eligieron la inteligencia, la creatividad y la libertad frente a los hijos de la muerte. En esa apuesta por el futuro estaban las ideas de Joaquín Costa, Ferrer Guardia y Giner de los Ríos, y el activismo de Victoria Kent y Clara Campoamor, y el prestigio de Gregorio Marañón, Ortega y Gasset, y Ramón y Cajal. Y tantos y tantos otros.

Pero la arquitectura del republicanismo español no era tarea fácil. El poder del caciquismo y de la Iglesia, el contexto internacional tan negativo de la Gran depresión, la profunda crisis económica y política de los años treinta de alcance global, la dialéctica europea entre fascismo y revolución social, llenaron el camino de obstáculos infranqueables. El golpe de estado y la rebelión militar de 1936 fueron la puntilla. Tres años de guerra y varias décadas de estado de excepción diseñaron una sangría que dejó a España anémica de ideas, de inteligencia y de libertad. Depuraciones, consejos de guerra, prisiones y fusilamientos expulsaron personas e ideales republicanos, en una estrategia de exterminio implantada al grito de “viva la muerte, muera la inteligencia”.

Han pasado muchos años. Hoy sabemos bien lo que querían decir los griegos antiguos cuando hablaban de corrupción y de monarquía. El republicanismo pervive como una esperanza y como un ideal de respeto a la ley entre ciudadanos libres e iguales. Gobernar en la república es hacer realidad los derechos civiles. Cada 14 de abril conviene renovar ese ideal republicano de salud y república, para cada ciudadano, para toda la sociedad.

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