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Ya no estamos en 1978

Marcos García

Lo siento. Lo siento mucho. Esta semana yo también voy a escribir sobre la Monarquía. No tengo nuevos datos que añadir a las reflexiones que ya se han hecho. Tampoco puedo aportar una visión nueva a lo que se ha comentado ya. No soy tan original. De verdad que lo siento. La mía es una de esas columnas, otra más, que va aprovechar la coyuntura para plantear la eterna pregunta, aquella que llevan sustrayéndonos desde hace 38 años: ¿de verdad necesitamos una monarquía en el siglo XXI?

Aceptemos que hubo un momento en el que sí la necesitamos. Que en 1975 era imprescindible aparentar que se acataba la voluntad del dictador y que era necesario que el Rey asumiese la Jefatura del Estado. Aceptemos también que, tres años después, había que mantener la figura dentro del entramado constitucional. Seamos generosos. Creámonos la historia oficial y admitamos que él era el único imbuido de la autoridad, en el sentido romano, para guiar el proceso. Aceptemos también la hagiografía oficial que machaconamente nos está vendiendo la estructura política y mediática. De acuerdo. Pero ya no estamos en 1978. Más de la mitad de los que el pasado 25 de mayo les dimos con la puerta en las narices a los partidos mayoritarios no votamos esa constitución. Ni la votaríamos ahora.

La decisión de la abdicación, nos dicen, estaba tomada desde hacía mucho. Y es muy probable. Sin embargo a mí no me parecen en absoluto casuales las fechas. En un momento en el que los españoles ven a la clase política como uno de sus principales problemas y en el que la sombra de la corrupción acecha a la propia Casa Real, el balón de oxígeno del relevo generacional parece extraordinariamente oportuno. Sobre todo para los dos principales apoyos que tiene la monarquía entre la esfera política, PP y PSOE, que estoy convencido de que ven en este movimiento la oportunidad perfecta para dar la sensación al ciudadano de que algo va a cambiar sin que nada cambie en realidad.

No voy a pecar de iluso. Tampoco es que la existencia o no de la Monarquía, como institución, fuese a cambiar gran cosa en el reparto de poderes. Y mucho menos en la cuestión presupuestaria. Un presidente de una república es carísimo también. Sin embargo es un puesto al que, teóricamente, todos podemos optar. Y que todos podemos elegir. Independientemente de las triquiñuelas que después articule el sistema, conceptualmente, es un puesto democrático y electivo. Igualitario. Creo que el momento, y el movimiento de relevo, exigen al menos esa reflexión.

La Monarquía es un resquicio medieval que nos recuerda continuamente que no todos somos iguales. Que hay privilegios de casta que sitúan a unos ciudadanos muy por encima de otros. Y que esto, de algún modo, parece volverlos invulnerables ante la ley y la justicia. Podemos inventarnos las etiquetas que queramos para justificar algo así. Podemos apelar a la tradición o a la historia. Podemos justificarlo como nos dé la gana. Lo que no podemos es considerar que una institución que pone a unas personas por encima de otras por el mero hecho de su nacimiento pueda considerarse propia de una democracia.

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