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La educación superior y la investigación universitaria en peligro

Modesto Fabra

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En un contexto de profundos cambios tecnológicos y elevada digitalización, la formación universitaria se convierte en una importante palanca de progreso y transformación social. Por ello la OCDE en su informe Education at glance, 2019, exige la realización de un esfuerzo dirigido a lograr la equidad en el acceso a la educación superior. Quienes dispongan de ella van a tener un salario que, de promedio, es un 57 % superior al de quienes tienen un título de secundaria, siendo además inferior el riesgo de desempleo entre los universitarios.

No es de extrañar que los países desarrollados hayan invertido más en educación superior para salir de la crisis de 2008, de modo que el porcentaje del gasto público que se destinaba a su financiación en el conjunto de la OCDE en 2016 era un 6,2 % superior al del 2010. En España, sin embargo, ha ocurrido justo lo contrario y el porcentaje del mismo dedicado a educación universitaria se redujo en un 5,3 %. En el G20 creció un 20 % y en China se multiplicó por dos en el mismo período.

Esta evolución pone de relieve la dureza con la que se han sentido en los campus españoles los ajustes derivados la crisis financiera de 2008. Como evidenció el Informe del Observatorio del Sistema Universitario, ¿Quién financia la universidad?, publicado en 2017, entre 2009 y 2015 las universidades públicas españolas sufrieron una caída de recursos sin precedentes, superior al 20 %. España pasó de estar en la media de países de la OCDE en porcentaje del PIB dedicado a universidades, a ser el sexto país por la cola, destinando únicamente un 79 % del promedio.

Con la reducción de la financiación de las universidades no solo se ve afectada la formación superior sino también el desarrollo científico, dado que los centros universitarios son responsables del 26,5 % de la inversión en I+D+i española. Y la evolución de la misma no es mucho más alentadora. España se encuentra de nuevo entre los países de la cola de la OCDE y con una tendencia descendente en los últimos años. Según datos del Banco Mundial, en 2010 destinaba a I+D+i un 1,35 % del PIB, mientras que en 2017 el porcentaje se redujo a un 1,2 %. La media de países de la OCDE ha pasado de destinar el 2,36 del porcentaje del PIB en 2010 al 2,56 en 2017. Esta evolución negativa en la inversión en I+D+i en España se traduce en un deterioro del sistema de ciencia español y también de la productividad, del crecimiento y de la propia competitividad de la economía española.

Quiero pensar que esta infrafinanciación no está relacionada, al menos de forma exclusiva, con una escasa preocupación de los responsables políticos por la ciencia y la formación universitaria. Deriva, también en parte, de las carencias de un modelo de financiación autonómica que no garantiza, en todas las comunidades autónomas, recursos suficientes para atender el gasto creciente en los distintos servicios públicos esenciales como educación, sanidad o dependencia, que les competen.

El incremento de las tasas de matrícula aplicado a partir de 2012 no alcanzó a compensar la pérdida de financiación y las universidades tuvieron que aplicar fuertes programas de ahorro y eficiencia, que no dejaban de ser un eufemismo para referirse a los ajustes exigidos por las políticas de austeridad y recortes.

Desde entonces, la planificación y gestión económica en las universidades se ha convertido en un ejercicio de funambulismo. Las inversiones en infraestructuras científicas han resultado prácticamente inexistentes en la mayor parte de campus en el último lustro. Los modelos de financiación que facilitan una planificación económica a partir de criterios objetivos han brillado por su ausencia. Y las transferencias que las universidades perciben de las comunidades autónomas se fijan, en el mejor de los años, atendiendo a la cantidad del ejercicio anterior incrementada con el aumento de costes salariales del personal. Sin embargo, quedan fuera de compensación otros incrementos en los costes como los derivados del IPC respecto a los gastos con proveedores. O, lo que es peor, tampoco se compensan aquellos aumentos de gasto derivados de normas que aprueba el propio Estado o las comunidades autónomas.

En suma, la actual crisis sanitaria, y la crisis económica asociada, han llegado en un momento de extraordinaria debilidad en el sector universitario, por lo que es difícil no entrar en pánico ante cualquier intento de evaluar su impacto en la financiación universitaria y su repercusión en la prestación del servicio público que las universidades tienen encomendado.

Los campus universitarios van a ver irremediablemente incrementado su presupuesto de gastos con medidas de limpieza y desinfección, equipamiento de protección individual, adaptaciones de espacios para mantener la distancia social y recursos tecnológicos para pasar a un régimen de semipresencialidad. Respecto a los ingresos, es previsible una caída de la matrícula, especialmente de estudiantes internacionales y, con ella, de los ingresos por tasas.

Además, se han derogado recientemente las horquillas de las tasas universitarias y desde el Ministerio de Universidades se propone fijar, en diálogo con las comunidades, el precio máximo de matrícula, recuperando los niveles de precios de 2011. La formación en educación superior es un gasto social y, en consecuencia, resulta preferible que el peso de su financiación recaiga sobre el sector público y no lo haga sobre las familias. Por tanto, bienvenida sea cualquier medida de ampliación de las becas o de reducción de tasas. Pero conviene tener en cuenta que las universidades no tienen capacidad de fijar sus principales ingresos y, en consecuencia, cualquier reducción en su importe deberá ser compensada. De lo contrario, simplemente, no saldrán las cuentas.

Parece difícil que esta compensación pueda efectuarse desde los presupuestos autonómicos en un escenario en el que sus ingresos se verán resentidos y en el que el gasto sanitario debe ser absolutamente prioritario. Resulta muy elocuente, en este sentido, que ya se haya puesto encima de la mesa la primera propuesta de ajustes por parte de la Junta de Andalucía. Urge reformular el modelo de financiación autonómica para que aquellas comunidades infrafinanciadas puedan salir adelante. Mirar a otro lado, como se está haciendo desde el 2013, no es la solución. Y entre los planes de reconstrucción social y económica se debería tener en cuenta el papel y las necesidades de las universidades.

Esperemos que los responsables públicos y la sociedad en general entiendan que las universidades son un gasto público necesario y se consiga, entre todas las administraciones implicadas, recursos adicionales, o una reformulación del gasto público, de forma que las universidades españolas reciban la compensación que merecen por el servicio público que prestan y alcancen un nivel similar al de los países de nuestro entorno europeo. El futuro de la formación superior y la investigación universitaria está en juego. Y, con él, nuestro propio futuro como sociedad.

*Modesto Fabra Valls, vicerrector de Planificación, Coordinación y Comunicación de la Universitat Jaume I de Castelló

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