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La fallera monárquica y los protocolos

José Manuel Rambla

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Los disgustos, como los problemas, nunca llegan solos. Hace unos días nos despertábamos sobresaltados al conocer que los norteamericanos son racistas. Es verdad que día sí y día también nos desayunábamos con la noticia de algún policía de aquel país que decidía freír a tiros a alguno de sus compatriotas negros (o afrodescendiente, como dicen los políticamente correctos que ignoran que todo el género humano procede de África). Pero, bueno, achacábamos el caso a un exceso de celo profesional del agente ante la sospechosa actitud del ciudadano en cuestión de situarse delante del cañón de su pistola ignorante de que el tiro al blanco sí distingue colores. Hizo falta que eligieran a Trump para sacarnos de nuestro error. Qué disgusto.

Pero, como ya he dicho, estas decepciones nunca llegan solas. Así que ahora, justo cuando la Unesco tiene que decidir si reconoce a las Fallas como Patrimonio de la Humanidad, nos sorprenden unas recomendaciones de la Junta Central Fallera a las Falleras Mayores y su corte de honor que parecen más redactadas por el jefe de protocolo de Boko Haram que por una entidad cívica de un país democrático. Las fallas son machistas, qué disgusto.

Sin duda, la proliferación de ninots femeninos con pechos y nalgas desorbitados ya había provocado alguna sospecha si bien preferimos pensar que detrás latía ese componente cultural de la fiesta. Vamos, que en esos toques misóginos en realidad se escondía un homenaje velado a la Venus de Wilendorf, Rubens, Fellini o, en última instancia, al cine landista de los años 70. Pero nuestras esperanzas se evaporaron al filtrarse el dichoso manual de protocolo que ha terminado provocando más regueros de tinta que la Wikileaks y los papeles de Panamá juntos.

Y no es para menos repasando las recomendaciones incluidas en el documento. Con todo, a mi juicio, lo peor de todo no está en las directrices dictadas a propósito de la indumentaria, que tanta indignación ha desatado. No, el problema no radica en que se les vete el uso de transparencias y escotes excesivos, ni que se les asigne un comisario político que vigile e imponga el recato en su vestimenta. Lo realmente escandaloso de tan mefistotélicas cláusulas es su exigencia de que las elegidas como “representantes” de la mujer valencianaacepten su condición de “sometidas” a la Junta Central Fallera que les advierte que “su opinión personal” no cuenta, ni se les reconoce ninguna posibilidad de actuar por “iniciativa propia”.

Se argumentará como descargo que las afectadas ostentan un cargo de representación simbólico y libremente asumido. Incluso no faltará quien recuerde que en las mismas circunstancias se encuentra nada menos que el rey de España, que en aras de su neutralidad, debe de abstenerse de mostrar sus opiniones. Un extremo, por cierto, que nadie le recordó al flamante Felipe VI cuando alabó en la apertura de las Cortes la “generosidad” de quienes permitían gobernar a Rajoy en lugar de sincerarse sobre qué piensa, por ejemplo, de su padre o su cuñado.

Tampoco faltarán quienes justifiquen las recomendaciones de recato por el propio bien de las falleras. Y aquí, justo es admitirlo, algo de razón no les falta, no en lo que respecta a las medidas de las faldas y escotes, pero sí en lo tocante al uso de los bolsos. Porque en ocasiones estos delicados complementos lejos de remarcar la elegancia, ponen al descubierto las vergüenzas con más efectividad que la más sensual transparencia. Y si no que se lo pregunten al Rita Barberá cuya afición a los bolsos Vuitton la dejó más en evidencia que si hubiera sido pillada tomándose un gin-tonic en picardías. Por cierto, nuestro monarca no tuvo problema alguno en recibir a la senadora valenciana durante ese acto de igualitarismo democrático que fue el besamanos. Conociendo su sincero rechazo de la corrupción, seguro que fue un encuentro en contra de su voluntad. Es lo malo de estas figuras simbólicas, sean falleras o monárquicas, que se les impide tener iniciativa propia.

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