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El miedo como combustible electoral

Simón Alegre

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El miedo constituye una potente estrategia de poder. Lo saben los terroristas y gobiernos, sin que esta aseveración implique ninguna homologación entre ellos.

El miedo atenaza y obnubila la capacidad de decisión, debido a que conlleva incertezas e informaciones parciales. Se mueve, por lo tanto, en límites difusos e imprevisibles. No es casual, por lo tanto, que la seguridad acerca de una amenaza (por ejemplo, tener claro que te van a asesinar) explique conductas heroicas, como abalanzarse sobre un terrorista suicida. De perdidos, al río.

Esta introducción quiere señalar que los indicadores positivos que la última encuesta del CIS marcaba para el PP no tienen visos de revertirse. Más bien, al contrario. El orden es el mejor antídoto para el miedo. Y el PP se apresta a garantizar el orden de manera proverbial. La anterior encuesta mostraba un incremento del apoyo correlacionado con una creciente preocupación por el nacionalismo. Es de esperar que la próxima refleje una asociación entre la querencia por el partido de la gaviota y el desasosiego que genera el terrorismo, que volverá por sus fueros al hit parade de los desvelos españoles.

La seguridad es una pulsión muy humana, derivada del instinto de supervivencia. La ideología de la seguridad, por su parte, constituye una estrategia conservadora de largo alcance y genealogía norteamericana para recortar libertades y derechos a costa de meter al personal las cabras en el corral. Se ha comprobado la correlación entre la percepción de graves amenazas en las sociedades y el apoyo a los partidos que se precian de salvaguardar el orden. En resumen, si ahora se celebraran elecciones en los países más sacudidos por el embate terrorista, las derechas y los partidos que ya están en el poder recibirían una prima de adhesión. España 2004 es la excepción, por el imperdonable error de mentir alevosamente a la población en plena efervescencia de la sociedad de la información.

Y, mientras tanto, Rajoy, como ante el proceso catalán, se erige en garante del orden, por la vía de la proporcionalidad. Un Rajoy al que, en este caso, le sienta mejor el traje de presidente del Estado que de la banda de Bárcenas, Granados y Correa.

La coyuntura le ha conferido un liderazgo que, hasta este último mes, no le reconocía el resto de partidos. Los convoca, comparte responsabilidades con ellos (lo que aleja, por otro lado, los tics autoritarios de la última legislatura de Aznar) y maneja a su antojo la política de pactos. Si no los firmas, aunque no haya mucho más que un seguidismo buenista en ellos, ya eres potencial sospechoso. La iniciativa es suya, en estos apartados, y los otros actores sociales quedan relegados, desfigurados, a mostrar su lealtad.

Más aciertos y, en este caso, más propios, que todo hay que decirlo. No significarse en el campo bélico, a pesar de compartir objetivos y colaborar bajo mano en toda la logística con los aliados, reduce la sensación de riesgo entre la población. La sociedad tiene la impresión, ciertamente fundada, de que las fotos de las Azores salen caras. Además, en contraposición al alarmismo fomentado por la invocación de los ataques con armas químicas sugeridos por Manuel Valls, Rajoy ha puesto en valor que, en materia de terrorismo, más vale “hablar poco” y “hacer mucho”.

Eso sí, mienten los que, en su partido, comparan la resolución del conflicto actual con el final de ETA, pues sus modus operandi no tienen nada que ver y lo saben.

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