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“Einstein estaría jugándose hoy la vida en una patera”

El periodista Agus Morales, autor de 'No somos refugiados'.

Icíar Gutiérrez

Agus Morales (Barcelona, 1983) quería escribir un libro para intentar explicar quiénes son los refugiados. Se sentó con ellos. Escuchó sus historias. Se dio cuenta de que su planteamiento inicial “era erróneo”.

“Conocí a un maestro de Sudán del Sur que se desplazó por la guerra y estaba dentro de su país, y no es refugiado; tampoco los centroamericanos que intentan cruzar por México a EEUU, a los que llamamos migrantes; incluso personas a las que les habían dado el asilo no se sentían refugiadas”, asegura el periodista en una conversación con eldiario.es.

Personas como Akram, un empresario de Alepo que le contó que su fábrica era tan grande como el puerto griego de Lesbos. Le dijo: “Nosotros no somos refugiados”. Le estaba diciendo, sin querer, cuál iba a ser el título del libro. De Turquía a Afganistán, de República Centroafricana a Jordania, las páginas de No somos refugiados, editado por Círculo de Tiza, recorren el camino que siguen las personas que huyen de la persecución y de la guerra.

Ilustrado con fotografías de Anna Surinyach, el texto es un trazo de sus vidas y una invitación a reflexionar sobre la guerra, los muros o los refugiados, conceptos que parecen desmoronarse en un mundo cambiante, “un mundo de éxodos” con más de 65 millones de desplazados.

Con el libro ya en la mano, el autor se acuerda a menudo a Ulet, un somalí de 15 años al que conoció en un barco de rescate en el Mediterráneo. El joven había sido golpeado y torturado en Libia. “Llegó muy débil, pero comenzó a responder al tratamiento y pidió subir a cubierta para ver el mar. Al salir, se desplomó. Intentaron reanimarlo pero no sobrevivió”, recuerda. Mirar el Mediterráneo, dice el también director de la Revista 5W, fue su “último acto de libertad”.  

Ulet es uno de esos (no) refugiados que protagonizan su libro. ¿Es representativa su historia?

Subió a bordo, salvó su vida durante unas horas y no era refugiado. Murió cuando estaba a punto de ganar. Abre el libro porque habla de la injusticia y, sobre todo, de la arbitrariedad de la injusticia. De cómo solo unas millas náuticas más al norte, tu vida cobra sentido. Su caso salió en televisión porque el barco llegó a Italia. Si hubiera pasado en Libia, nadie lo sabría. 

Ulet no habría recibido nunca el asilo, y esa es la tragedia de fondo. Pocas veces en mi vida he visto a gente tan desesperada y de manera tan unánime como en el barco de rescate del Mediterráneo. Algunos huyen de Boko Haram, otros de Eritrea, otros de lugares donde no hay guerra. Los vemos de manera uniforme como migrantes y quizás muchos se han convertido en refugiados una vez fuera de sus casas, como en el caso de Libia, lo cual complejiza el caso. Si a refugiados sirios no les dan el asilo, a una persona que pasa por esta ruta es muy improbable que se lo concedan.

Le devuelvo la pregunta que lanza en el arranque. ¿La palabra refugiado es de consumo occidental?

Es mi conclusión después de recorrer 17 países y hacer más de 200 entrevistas. No tenemos una palabra precisa para referirnos a las decenas de millones de personas que están lejos de sus casas a causa de la violencia. En el libro intento hablar de todas ellas, pero no son refugiados.

En buena parte, se debe a que el sistema internacional de asilo es un fracaso enraizado en un cambio histórico interesante: después de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los refugiados eran europeos. La Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) se creó para proteger a los europeos. El refugiado europeo tenía incluso, a veces, un aura aristocrática. Durante la Guerra Fría el término se usó para señalar que el otro lado era políticamente intolerante.

Hoy, el 86% de los refugiados vive en países en vías de desarrollo. La situación ha cambiado de forma absoluta. Ha cambiado también la identidad del refugiado. Ya no interesa ofrecerle protección internacional. Einstein, hoy, estaría jugándose la vida en una patera. Ese es el cambio histórico.

Habla de una población europea ensimismada que se sorprende cuando los sirios llegan con teléfonos móviles caros y zapatillas de marca. 

En 2015, cuando miles de personas comenzaron a llegar a Europa cruzando el Egeo y la ruta de los Balcanes, vimos sorprendidos que tenían iPhones y zapatillas Nike. En definitiva, vimos que podían consumir, que estaban dentro de nuestro universo simbólico, que eran como nosotros. Este descubrimiento, en el fondo, es un poco naif, porque simplemente decimos que son personas como nosotros. Claro que lo son.

Es más, si ahora hubiera un bombardeo en mi casa, la última cosa que me olvidaría es el móvil, porque me permite orientarme. Uno de los problemas en 2015 fue la gestión de la ayuda humanitaria. Algunas organizaciones, la ONU y los Gobiernos están acostumbrados a la ayuda en África, donde las necesidades son otras, por ejemplo, dar alimento y agua. Sin embargo, muchas de estas personas lo que necesitaban en el camino no era comida, era cargar el móvil o wifi, porque necesitaban orientarse.

También reivindica la palabra persona para anteponer la identidad humana a la del refugiado. 

Muchas veces los periodistas sustituimos a la persona por la herida. Representamos al refugiado como si solo fuera un momento traumático. Lo que define a esa persona es que fue atacada por un francotirador o que huyó de las bombas en Sudán del Sur, y una persona es mucho más que eso.

El libro intenta dar esa visión más humana. Se sienta en las colinas de Congo con gente que ha huido de los bombardeos o descubre a un refugiado fotógrafo en Sudán del Sur que manipula fotografías con Photoshop para que la gente se piense que está en Dubai o Nueva York.

Es fundamental porque la vida del refugiado es muy aburrida. Está llena de burocracia, de frustración y de desesperación. No solo es la violencia o la guerra, eso es lo más llamativo. En el libro existe ese ejercicio de honestidad y acercamiento al refugiado como una persona en toda su dimensión humana. 

En No somos refugiados, dice, no hay un retrato tipo “del enemigo invasor” pero tampoco de “seres angelicales”. No somos refugiados

Hace poco, mi agente literaria me dijo que, aunque ya había visto estas historias en la prensa o la televisión, hasta que no leyó el libro no se dio cuenta de que eran realidad. Varias personas me lo han expresado. Yo no lo explico mejor, porque hay periodistas con mucho más talento. Mi intención, aunque parezca un cliché, era pasar del plasma a la piel, pero me pregunté por qué me decían esto y es porque recorro todas las dimensiones de la experiencia refugiada, no solo el trauma.

Es importante contar la historia de guerra, pero también los dos años que está en un campo esperando a que se resuelva su solicitud de asilo. También representarlas como lo que son: personas con anhelos, odios y contradicciones. No todas son ni buenas ni malas personas. Es absurdo. A veces tenemos este egoísmo compasivo por el que asumimos que son una gran masa vulnerable que necesita nuestra ayuda. Claro que están en una situación límite, pero dar una misma personalidad a todos es despojarlas de su humanidad.

¿Qué otros errores se han cometido en la cobertura del “éxodo que sorprendió a Europa” en 2015? ¿Qué ha faltado?

Se han hecho grandes reportajes, de una extraordinaria calidad fotográfica y narrativa. Pero se han cometido dos errores. El primero, el eurocentrismo. Tratar solo la crisis cuando llegó a Europa. Hablar de “crisis de refugiados” para referirnos a la gestión europea. Era una crisis para Europa, no para ellos. Hablábamos de su sufrimiento para hablar de nuestros problemas a la hora de dar respuesta a la situación. 

El segundo, la falta de equilibrio geográfico. La mayoría de los refugiados está en países en vías de desarrollo, y el mapa del mundo que vemos es que todos están intentando llegar a Europa. No es verdad. En las páginas viajo a varios continentes para dar una visión más global y exacta de lo que está pasando, una proyección de Peters, en la cual África aparece más grande porque esa es su dimensión real.

En el libro se esfuerza en desmontar ideas preconcebidas, por ejemplo, el concepto de muro, que considera “medieval y opaco”. 

En cada capítulo, más que respuestas, me hago preguntas. No estoy en la posición ni es mi trabajo decir que hay que construir o derribar muros. Yo explico cómo son. En el caso del muro que Trump quiere completar en la frontera entre México y EEUU me pregunto hasta qué punto no es tan importante el muro que no es tal, porque no es de ladrillo, son sensores eléctricos, es el Estado demostrando su poder a través de su superioridad tecnológica. Me pregunto hasta qué punto no tiene más un valor simbólico, el de nuestro miedo a aceptar al otro, que un valor real. Porque la gente va a seguir llegando en mayor o menor medida. 

Sobre los campos menciona que son “la respuesta prefabricada a la huida, la casa Ikea” de todas las personas que escapan de la violencia. ¿A qué se refiere?

Me pregunto qué sentido tienen. Son una buena solución a corto plazo porque permite prestar, en un mismo sitio, ayuda humanitaria a muchas personas que han huido de la guerra. Pero a largo plazo no es un buen lugar para vivir. Allí no hay libertad, no hay leyes.

Es muy duro vivir en un campo, no tienes horizonte. El ser humano se define por tener un horizonte, por tener proyectos, te da dignidad. Otra idea a desmontar es que la mayoría de las personas desplazadas no viven en campamentos, viven en otro tipo de alojamientos, como las casas de familiares y amigos.

En alguna ocasión ha confesado sentirse un “ladrón de historias”, ¿por qué?

El periodista es un ladrón de historias. Yo me siento culpable cada vez que salgo a algún país, porque siempre tengo la sensación de que existe una asimetría entre el periodista y el entrevistado. Me persigue. Por ejemplo, una persona que está en un campo. A veces es difícil determinar si quiere hablar contigo o no. Otras veces, actuamos de forma paternalista, porque quiere contar su historia y ¿quién eres tú para detenerla?

Tengo muchos sentimientos contradictorios, incluso ahora que veo el libro impreso. Estoy contento, claro, porque es un documento informativo, es una aportación. Pero tengo un sentimiento de culpabilidad por muchas historias que cuento, pese a que fueran conscientes de que se iban a publicar.

Eso me acompaña, no me lo puedo quitar de encima. Cuando no puedo mantener contacto con ellas me pregunto qué ha pasado después. Al final, escribir es un conflicto. Esa incertidumbre, ese dolor, está, aunque también está el reverso luminoso. Tenemos que ser muy humildes, hacernos preguntas y respetar a las personas con las que hablamos.

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