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El Papa crea el primer Ministerio social en la historia de la Iglesia para atender a los refugiados

Un niño besa la mano del Papa durante la visita al campo de detención de refugiados de Moria, en Lesbos (Grecia)

Jesús Bastante

“Es una vergüenza”. Fue lo que concluyó Bergoglio en su primer viaje fuera de Roma, apenas unas semanas después de su elección como Papa. En las costas de Lampedusa, tras visitar a los supervivientes de uno de tantos naufragios, el Papa Francisco lanzó el primero de muchos gritos contra la actitud de los gobiernos de la UE ante el drama de los refugiados sirios.

De Lampedusa viajó a Lesbos, coincidiendo con el momento en que la Unión Europea suscribía el acuerdo de repatriación con Turquía, duramente criticado por organizaciones humanitarias y por la ONU. Entonces, el mismo sentimiento de indignación le hizo pasar de las palabras a los actos, y trajo consigo en el avión de vuelta a una docena de refugiados, todos ellos musulmanes, que pasaron a vivir en el Vaticano y cuyos hijos están hoy escolarizados.

Suponía apenas una gota en el océano del sufrimiento por el que pasan millones de personas que huyen sin alternativas seguras. Pero la ambición es mayor. “No puede haber hoy un servicio al desarrollo humano integral sin una especial atención al fenómeno migratorio”, se leía en el comunicado que el Vaticano hacía público la semana pasada. Con él, el Papa anunciaba la creación de un dicasterio (algo similar a un superministerio) de Asuntos Sociales, que se dedicará al cuidado de los refugiados.

Bajo el nombre de Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, “será competente en las cuestiones que se refieren a las migraciones, los necesitados, los enfermos y los excluidos, los marginados y las víctimas de los conflictos armados y de las catástrofes naturales, los encarcelados, los desempleados y las víctimas de cualquier forma de esclavitud y de tortura”, dicen las páginas del Motu Proprio del discasterio. Al frente ha colocado al cardenal ghanés Peter Turkson, pero el Papa se reserva la máxima autoridad en lo tocante a refugiados e inmigrantes.

No es algo usual en la Iglesia católica. De hecho, la actual configuración del Vaticano hunde sus raíces en el Concilio de Trento, hace casi medio milenio. Que este nuevo organismo no esté dedicado, como la práctica totalidad de centros de poder vaticano, a la organización de los sacerdotes, la liturgia, la doctrina o la moral, supone toda una novedad.

Se trata, en realidad, del último paso de la profunda reestructuración de la Curia vaticana, que comenzó con la creación de la Secretaría de Economía para hacer frente a los escándalos en el Banco Vaticano y en las finanzas de la Iglesia (denunciadas en los famosos papeles del “Vatileaks II”), y que prosiguió con la reforma de los medios de comunicación vaticanos. Los cambios, además, tuvieron su otro punto fuerte en la creación del Dicasterio de Laicos, Familia y Vida, que dará respuesta a la situación de la mujer en la Iglesia o la cuestión de los divorciados vueltos a casar, entre otros puntos.

Pero la novedad definitiva era esta. Con ella, el Papa concede a los asuntos de desigualdad social la misma relevancia jerárquica que se da a los temas relacionados con la doctrina o la moral, poniendo las “periferias existenciales” (como él llama a las nuevas pobrezas) en el centro del trabajo de la Iglesia.

Cambios que requieren cambios

Bergoglio se ha decidido a dar este paso en mitad de la celebración del Año de la Misericordia, poniendo el foco en la cuestión de los refugiados, ante la que se ha confesado especialmente consternado. Pero no es la única. “La trata de seres humanos, de órganos, el trabajo forzado y la prostitución son esclavitudes modernas y crímenes contra la humanidad”, decía recientemente Francisco, quien reclamaba mayor atención a esos temas.

El nuevo Ministerio vaticano, según ha podido saber eldiario.es, se dedicará a trabajar en todo el mundo para denunciar también la situación de niños esclavos, de mujeres víctimas de la prostitución forzada, el secuestro y robo de órganos y para solicitar la abolición de la tortura y la pena de muerte.

Pero hay tareas pendientes para lograr que todo esto se cumpla. Será imprescindible, en muchos casos, que la propia Iglesia deba modificar algunas de sus normas de conducta, sobre todo en lo relativo a las disciplinas de algunas congregaciones religiosas y, especialmente, a la conducta de los jerarcas eclesiásticos ante la pederastia clerical.

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