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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Lampedusa: insularidad total

Imagen de la isla de Lampedusa./ Efe

Manuel Tori

Lampedusa —

290 kilómetros al norte de Libia, 113 kilómetros al este de Túnez, 160 kilómetros al oeste de Malta y 205 kilómetros al sur de Sicilia. Son las cuatro distancias principales que presenta la isla italiana de Lampedusa. De las coordenadas del territorio más alejado de la Península italiana, se deduce su aislamiento geográfico en medio del Canal de Sicilia.

Hay más de una Lampedusa, probablemente dos. La de la inmigración y la real. La primera es la publicada. La segunda es la que nadie conoce, ni siquiera los periodistas que se desplazan aquí durante escasos días para hablar, cómo no, de inmigración. Nadie consigue percibir la verdadera isla.

Los periodistas en Lampedusa buscan, principalmente, una cosa: el centro de acogida. Y el cénit es ver llegar algún barco en el horizonte. La prueba de ello es que, en el imaginario de la opinión pública internacional, Lampedusa y la inmigración son exactamente lo mismo.

No hay cines, teatros, hospitales o centros comerciales. Y por no existir no existe ni un solo semáforo, no hay tanto tráfico como para tener que regular ningún desorden. Un par de cadenas de supermercados compite con aquellas fruterías que alegran la fotografía de los rincones de la isla. Una tierra donde su carretera más larga mide 10 kilómetros y donde el pueblo es más pequeño que la única pista de aterrizaje. No da para más. Aparentemente.

Con estar aunque sea algo más de una semana, no es difícil ver qué hay de auténtico en una tierra tan alejada de todo. Un pueblo acogedor, unos inmigrantes respetuosos y unas fuerzas del orden sensibles.

Lampedusa no es sólo inmigración. Esta isla la protagonizan también aquellos que, en la sombra, son el retrato verdadero de esta tierra. Alessio, Francesca, Giacomo, Massimo, Caterina, Mimmo, Giulia, Antonio y Giuseppe son, discretamente y en un segundo plano, la otra cara de Lampedusa.

Los lampedusanos son un pueblo de gentes viajeras. Su ubicación tan remota probablemente les exige en cierto modo esta actitud. Una virtud que no sólo se ha visto reflejada en la Grecia Antigua o durante el Imperio Romano, sino también a lo largo del siglo XX. “Nuestros abuelos navegaban por las costas del Norte de África hace más de 60 años”, comenta Calogero, lampedusano de nacimiento de unos 55 años. Y añade: “Muchos de ellos estuvieron viviendo en Túnez, Libia y Marruecos para faenar en sus aguas y ganarse la vida allí cuando aquí en la isla no había muchos recursos. Los vínculos que tenemos con aquellas tierras mirando sur se los debemos al mar”.

Las conversaciones con Calogero son siempre entrañables. Pasando alrededor de las 6 de la tarde es fácil, si no hay mucho movimiento en su tienda, que las anécdotas de Lampedusa antigua afloren con la misma facilidad que sus esponjas naturales en el fondo del mar.

No es el único que recuerda la actitud viajera de los lampedusanos. Gioacchino, 75 años, recuerda: “Cuando yo era joven, en los años setenta, muchos de nosotros cruzábamos el Mediterráneo y parte del Atlántico en nuestras embarcaciones para ir a trabajar durante largas temporadas a las Siete Canarias”, como curiosamente él las llama. Las frases “Una cerveza bien fría por favor”, “Muy guapa” y “Cuánto cuesta entrar a la discoteca”, hablan por sí solas.

Dar a luz a una hora de avión

La necesidad de viajar de los lampedusanos también se ve acompañada por carencias logísticas. “Hoy en día, como hace décadas, las mujeres lampedusanas tienen que dar a luz en Palermo, a una hora de avión”, explica el único peluquero de la céntrica Via Roma. “Suelen marcharse incluso un par de semanas antes de salir de cuentas”, detalla. No hay una familia lampedusana que no comente lo mucho que cuesta dar a luz: “Entre el avión de ida y vuelta, la permanencia y la comida, iniciar una familia no es un gasto menor”, comenta Maria, madre de tres hijos adolescentes.

Los sacrificios por un hijo no terminan en el nacimiento. Muchas madres y padres cambian sus residencias habituales en la isla para ofrecer a sus hijos la formación secundaria que desean.

Hay algo que no pasa desapercibido conversando con los lampedusanos: los gastos inherentes a vivir en una isla. En España, lugares como Melilla o Canarias tienen numerosas ventajas fiscales. En Lampedusa, no.

Pagan 400 euros al año por un agua que nadie bebe, aunque la empresa que se encarga de traerla de Augusta (Sicilia) afirme lo contrario. Como dice Caterina, señora de 52 años: “Para beber y para cocinar compramos agua embotellada”. Ninguna Administración piensa instalar una depuradora.

La electricidad tampoco es un problema menor. En una tierra donde abunda la fuerza del viento y del mar, Alessio, joven pescador de 23 años comenta que “las facturas trimestrales llegan incluso a 500 euros por familia”.

La importancia del turismo

El turismo es el recurso que ayuda a los vecinos de la isla a sobrevivir el resto del año. Durante el verano, la pequeña isla ve llegar a miles de turistas. Por ello, al margen de los contados hoteles, muchos habitantes de la localidad alquilan sus segundas viviendas para obtener un beneficio extra.

Las administraciones, según comentan en los desahogos, no se preocupan por ellos lo suficiente. “Querríamos que nos prestaran atención y que se analizaran los problemas de los lampedusanos y de la propia isla”, afirma Giacomo Mercurio, joven locutor de Radio Delta.

Lampedusa es una isla de incomprendidos. Isleños e inmigrantes son el vivo ejemplo de una soledad y un abandono, propios de una insularidad total. Mientras tanto, pase lo que pase, Lampedusa seguirá siendo la tierra donde todos te llaman por tu nombre.

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