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Rafa murió, quizás no lo conocías

El abogado de dos "cabezas rapadas" dice que los mendigos "no son personas" sino "cánceres"

Txema Santana

Periodista y editor de GuinGuinBali —

Rafa tenía barba y los ojos rojos. Últimamente dormía en el césped, porque el banco en el que se amodorró durante semanas le resultaba algo incómodo y la espalda era capaz, hasta en los momentos de mayor dolor de espíritu, de mandar un aviso y alertar. El vino anestesiaba su ansiedad y le daba rienda suelta para guionizar las conversaciones de la calle, aquellas en las que nada tiene sentido pero que dan el sentido de la existencia cuando la alcantarilla se agiganta y no quedan más salidas que la puerta de atrás.

Era invisible para casi todos, un superhéroe común en los días que pasan. Vivía al lado del mercado del puerto, cerca de las terrazas de moda. Si vives en Las Palmas de Gran Canaria y has pasado por allí en las últimas semanas, quizás lo hayas visto aunque no lo recuerdes. Suele pasar. Era uno de los aparcacoches que intentan sacarse algún euro para el último pan y el penúltimo cartón de vino acomodando carros en la zona. Mezclaba sus dignos harapos con la multitud de cada noche de puertas abiertas. No siempre vivió en la calle, ni siempre aparcó coches. Fue consecuencia de la crisis. Antes fue marinero y pescador. Horas antes de morir los amigos que hizo en la calle, con Martín al frente, llamaron a una ambulancia porque no se encontraba bien. Rafa no quería. No quería ni molestar antes de irse. La ambulancia llegó y lo chequeó. Estaba lo suficientemente grave para ingresarlo de inmediato en el hospital. No se qué tenía, pero supe esta mañana a través de la triste voz de uno de sus compañeros de vida que sus ojos estaban rojos y escupía sangre. Se arrastraba por el suelo. Él no quiso que lo llevaran a un hospital. Firmó un documento en el que lo dejaba claro: Se quedaba en la calle.

Pasó la noche y poco más se supo de Rafa. Se lo tragó la oscura e insomne, la impúdica, la desvergonzada, la que no descansa. Por la mañana, un camión que pasaba por una calle peatonal de carga y descarga lo pisó. Y la ambulancia volvió. Entonces ya no se podía hacer nada. Rafa había muerto, pero no bajo las garras de aquel vehículo comercial, sino durante la noche. Colapsó y se fue.

Lo pisaron una vez que había fallecido, dijeron los sanitarios que lo atendieron. Ya no estaba en la calle, pero su cuerpo sí. Lo pisaron cuando, sin alma, era invisible. Antes de que lo pisara el camión, ya lo había pisado la sociedad, al considerarlo invisible.

Rafa tenía barba, los ojos rojos y era invisible. Aún así, la oscura e insomne , la impúdica y devergonzada, la que no descansa, lo encontró.

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