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Un albergue de una judía y un musulmán revitaliza el único pueblo costero árabe que no expulsó Israel

Ahmed Yuha, dueño del hostal.

Ana Garralda

Jerusalén —

En Yisr a-Zarqa –“puente sobre la corriente azul” en su traducción del árabe– se ven muy pocos judíos israelíes, aunque esta pequeña aldea esté al lado de la lujosa ciudad de Cesárea –residencia de verano del actual primer ministro, Binyamín Netanyahu– y de los kibutzim (comunas agrícolas) del norte de Israel.

Apenas la visitan por miedo a adentrarse en el único pueblo árabe situado en esta parte del Mediterráneo, el único cuya población autóctona no fue expulsada tras la guerra de 1948, a diferencia de los 700.000 –según datos de la Agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos (UNRWA)–, que sí tuvieron que abandonar sus casas en un éxodo que los palestinos conocen como Nakba ('catástrofe' en árabe).

Los residentes de Yisr –como se conoce popularmente a esta pequeña ciudad– , de mayoría musulmana, pudieron quedarse tras la creación del Estado de Israel a petición de los vecinos judíos de comunidades colindantes a quienes habían ayudado a drenar los pantanos donde proliferaban millones de mosquitos transmisores de la malaria. “Esta dolencia era, de lejos, la enfermedad más importante en Palestina”, rezaba ya entonces un informe elaborado por los ingleses en 1921, en los primeros años del mandato británico (1921–1948).

El mal diezmaba a las poblaciones locales –incluida la de beduinos de Yisr a-Zarqa– y a las de los llamados pioneros sionistas, que ya habían comenzado a adquirir terrenos en la zona, bien de forma particular o por la donación de propiedades a manos de compradores judíos para establecerse de cara a la eventual creación de una nación hebrea. Acabar con la malaria era, por tanto, clave para el desarrollo de una región agrícola que llevaba décadas estancada en una economía de subsistencia debido al azote de la plaga.

“Nosotros les ayudamos a acabar con ella, no nos expulsaron, pero pagamos un precio”, explica en una entrevista con eldiario.es Ahmed Yuha, un emprendedor árabe-israelí de 47 años y residente de la ciudad. Es uno de los fundadores del albergue Yuha, un pequeño hotel que puso en marcha para atraer a viajeros a la zona, sumida en la pobreza y aislada tras la ocupación israelí.

“Los árabes que quedaron nos repudiaron. No querían casarse con la gente del pueblo ni mezclarse con nosotros por haber colaborado con los sionistas. Los judíos, por su parte, nos toleraban, pero no estaban dispuestos a darnos tierras que compensaran las que habíamos perdido”, prosigue el empresario.

Aislados y pobres

Esta situación compleja colocó a los residentes de Yisr a-Zarqa entre la espada y la pared. Por un lado, la ciudad quedaría encapsulada y sin tierras por los asentamientos hebreos circundantes, cuyo establecimiento era impulsado desde el recién creado Estado. Por otro, sus habitantes se encontrarían geográficamente aislados del resto de pueblos árabes de la región, pues el más cercano, Fureidis, quedaba a una distancia de 10 kilómetros, un trecho inabarcable para los residentes sin recursos que no disponían de coche ni de otros medios de transporte distintos al burro o al caballo.

Este aislamiento involuntario mermaba la precaria economía local, sostenida durante siglos por la agricultura y la pesca, actividades pasadas que atestiguan las pocas barcazas amarradas en el pequeño puerto pesquero de Yisr, donde aún viven algunas familias árabes, y que nutre de pescado fresco al único restaurante de la playa local, el 'Musa', frecuentado por árabes-israelíes locales, jóvenes y familias izquierdas o turistas extranjeros ávidos por llevarse a casa una experiencia viajera menos convencional.

Sin embargo, estos modestos ingresos apenas logran paliar la miseria de uno de los núcleos de población más empobrecidos del actual Israel. “Sin nuestro antiguo modo de vida, el 80% de la población de Yisr vive bajo el umbral de la pobreza, con una de las rentas per cápita más bajas del país”, asegura Ahmed Yuha.

“Además, tampoco podemos expandir nuestro minúsculo término municipal –de apenas un kilómetro cuadrado y medio– porque no disponemos de territorio, por eso nuestra ciudad está superpoblada”, se lamenta. Según la Oficina Central de Estadística de Israel, en Yisr a-Zarqa viven unos 8.000 habitantes por kilómetro cuadrado frente a los 1.000 que residen en el kibutz cercano de Maagan Michael.

Sin tierras para expandirse

Pero a Yisr a-Zarqa nadie quiere cederle tierras. Ni el kibutz, ni el moshav (pueblos cooperativos agrícolas) de Beit Hanania, ni la ostentosa ciudad de Cesárea, cuyo consistorio ya colocó hace 15 años un dique de tierra a modo de muro para separarse y, a ser posible, no ver a sus vecinos árabes.

Ni entonces ni ahora la solución para la ciudad resulta fácil. El Gobierno israelí propuso en 2017 ceder dos solares públicos cercanos sin urbanizar para construir –en al menos uno de ellos– una carretera que conectase Yisr a-Zarqa con las autovías 2, que va desde Haifa a Tel Aviv por la costa, y 4, que va en paralelo desde Nahariya a Asquelón unos kilómetros por el interior. Entrar y salir de la ciudad hoy solo es posible a través de un estrecho túnel.

La propuesta, sin embargo, cayó en saco roto y el motivo se llama Fundación Rothschild, una entidad sin ánimo de lucro que lleva el nombre de la emblemática familia de banqueros judíos europeos que actualmente sigue siendo copropietaria al 50% con el Estado de unos 30.000 dunams (3.000 hectáreas) adyacentes a Yisr a-Zarqa.

En 1895 uno de sus acaudalados miembros, Edmond de Rothschild, visitó la Palestina otomana y compró terrenos donde establecer nuevas colonias judías. Décadas después, tras 1948, sus herederos decidieron cedérselas al Estado de Israel, que las administraría como territorio perteneciente al distrito de la ciudad de Haifa.

Cuando los representantes de la fundación supieron de los planes de la Administración para ampliar el término municipal de Yisr a-Zarqa –sirviéndose de los dos solares– enviaron una carta al Ministerio de Interior israelí advirtiendo de que tal uso violaría las obligaciones estatales con respecto del primer memorando de entendimiento firmado entre las partes en 1958 –y en vigor hasta 2022– y le exigía que “frustrase cualquier expropiación de las tierras de los Rothschild en favor del pueblo árabe”.

De violarse dicho acuerdo, rezaba la misiva, la familia amenazaba con reclamar no solo la devolución del usufructo de los terrenos adyacentes a Yisr a-Zarqa, sino la de todos los que cedió a Israel y cuya extensión alcanza los 500.000 dunams (unas 50.000 hectáreas) en todo el país.

“La idea de que el Estado no pueda disponer de una porción de esos terrenos para satisfacer el interés general es un anacronismo que nos retrotrae al siglo XIX”, dijo la catedrática de Derecho de la Universidad de Tel Aviv Neta Ziv, en una entrevista concedida al diario Haaretz. “Aquellos días en que el barón de Rothschild controlaba a la Yisuv (comunidad judía previa a la creación de Israel) terminaron hace mucho tiempo”, añadió.

Paradójicamente, el Estado expropia de manera sistemática terrenos palestinos en la Cisjordania ocupada para que sus asentamientos puedan hacer frente al “crecimiento natural” de los colonos. Sin embargo, en el caso de Yisr a-Zarqa parece mostrarse incapaz de conseguirlo.

Una judía y un musulmán buscan la solución

Ahmed Yuha recuerda bien lo que era crecer en Yisr aislado de árabes y judíos. “Tener desde pequeño esa sensación permanente de desconexión marcó mi vida”, explica el empresario a las puertas del café que lleva su apellido a la entrada de la ciudad. “Siempre quise contribuir a cambiar eso y ese día llegó”, añade risueño.

Llegó y lo hizo en forma de mujer, de nombre Neta Hanien. No era musulmana, sino judía. Con 34 años la israelí visitó la ciudad para descubrir el lugar donde su madre, años antes, había grabado un documental sobre la comunidad local de pescadores. “En cuanto llegué me enamoré del pueblo, de la amabilidad de su gente, de su playa, no me creía la pobreza que había en un sitio tan cercano a la rica Cesárea y decidí hacer algo”, comenta al teléfono.

Neta pensó en abrir un pequeño hotel que atrajera el turismo hasta Yisr a-Zarqa como motor de la castigada economía local. Durante seis meses llamó a las puertas de los residentes locales en búsqueda de un socio, pero no fue fácil. “A fin de cuentas yo venía de fuera, la gente no entendía que los turistas quisieran visitar un pueblo tan deprimido económicamente”, continúa.

Entonces, Neta conoció a Ahmed, un conocido emprendedor local, musulmán, que ya organizaba pequeños tours durante el mes de Ramadán y que inmediatamente se involucró en el proyecto. Aportó su propio café y una vivienda que tenía en el mismo edificio para acoger el que meses después, en junio de 2014, se convertiría en un sencillo hotel, el Albergue Yuha, formado por dos modestas habitaciones dobles, un dormitorio con ocho literas, una cocina-salón y dos cuartos de baño.

El día en este medio visitó el hostal un grupo de turistas alemanes había llegado la noche anterior. “Cuando supimos de su apertura nos encantó este proyecto de convivencia y decidimos traer a nuestros grupos”, comentó Linda Müller, una de las guías que acompañaba a los viajeros.

En el balcón exterior Rachel Szor, una estudiante israelí de Ciencias Ambientales jugaba al backgammon con su novio Adam, un israelo-estadounidense también estudiante. “Pasé varios meses aquí estudiando árabe y ayudando en el café de Ahmed”, explica la joven. “Quise aportar mi granito de arena”, prosigue. “El hecho de que un musulmán y una judía hayan abierto juntos este albergue demuestra que, cuando hay voluntad, el cambio sí es posible, incluso en el lugar más pobre de Israel”.

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