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De usar y tirar

El patio y la chabola donde viven Mohamed y su familia. Foto: José Palazón.

Belén Amador

Melilla —

Han pasado dieciséis años desde que Mohamed Ziane comenzó a trabajar como vigilante en una importante empresa de metal de Melilla. Hasta hace cuatro aún confiaba en que le harían un contrato de trabajo con el que podría solicitar el permiso de residencia. Así se lo prometieron cuando le hicieron la oferta de trabajo. “Yo ya estoy viejo y me da igual, pero es importante para mis hijos”, insiste este marroquí nacido en los alrededores de Fes. Sin este documento ni siquiera puede escolarizar a sus seis pequeños, que asisten a la Residencia de Estudiantes Hispano Marroquí, un centro no exige la nacionalidad española a los alumnos. No obstante, varios de sus hijos ya nacieron en España.

Cuando algún miembro de la familia se ha puesto enfermo, los han atendido gracias a algún trabajador del centro de salud, que a título individual, les ha facilitado acceder a un médico. “Siempre hay gente buena, de corazón blanco”, dice Mohamed sin dejar de sonreír. Tal vez, por eso, en ningún momento dudó de su antiguo jefe, y no tuvo problema en trasladarse, junto a su familia, a una pequeña construcción situada en el mismo almacén que tenía que vigilar. No le sorprendió que para entrar, en vez de llamar al timbre, se golpease la pared, sonido del que se hace eco una antena que tienen justo al lado de su hogar.

Nunca se quejo de que sus seis hijos tuvieran que dormir en la misma habitación, de la humedad de las paredes, de no disponer de agua caliente o de tener que estar pendiente todo el día, por cuatrocientos ochenta euros, de la mercancía de la empresa. Unas condiciones infrahumanas que a priori cualquier persona rechazaría, pero que él y su esposa Zhara aceptaron con la esperanza de que su contrato de trabajo llegaría. No fue así. “El dueño de la empresa vino a finales de 2008 y me dijo que las cosas iban a cambiar, que yo vendría a trabajar, pero que me llevara a los niños y a mi mujer a Beni-Enzar [la localidad en la que vivió con anterioridad la familia”. Decisión que tomó el propietario de esta compañía, aclara Mohamed, “por miedo a la Inspección de Trabajo”.

Su respuesta, esta vez, seguramente no fue la que el empresario esperaba: “Le dije que no tenía a dónde ir y que si me echaba me tendría que dar lo mío”. Él se negó y fue entonces cuando este trabajador decidió contactar con un abogado. Desde ese momento la empresa lo obliga a abandonar la pequeña casa en la que vive y le ha puesto varias denuncias. “Dicen que estoy robando la luz”, nos dice señalando el cable que va desde el almacén a lo que es su vivienda. Él, por su parte, reclama lo que la empresa, por dieciséis años de trabajo, le debe. Lo que inevitablemente no le devolverán es el tiempo, los días, que ha dedicado a un empleo que no le ha permitido a esta familia vivir en unas condiciones dignas ni desarrollar su vida plenamente.

Mientras tanto, con la orden de deshaucio paralizada, una solicitud de permiso de residencia en marcha, y a la espera de que el juez dicte sentencia, Zhara y Hamed no dejan de repetir “Inshallah” (Si Dios Quiere), con el convencimiento de que, esta vez, se les reconozcan sus derechos. Atrás queda el miedo por el que han estado callados todos estos años, algo que ya, por suerte, es historia

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