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Un mes acampados en Melilla contra su expulsión del centro de inmigrantes: “Nos echaron en pijama”

Dos de los acampados, junto al campo de golf | Foto: N.C.

Néstor Cenizo

Melilla —

Junto al Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Melilla, seis jóvenes marroquíes aún esperan que alguien les abra una puerta. Llevan un mes soportando frío, robos, peleas y viento, siempre viento, pero desde dentro la respuesta es no. El CETI los expulsó el 4 de febrero y desde entonces piden que alguien vuelva a abrir porque creen que también tienen derecho a asilo o, al menos, a un refugio hasta que se cierre su caso.

Dicen que en Marruecos les persiguen por cristianos, por homosexuales o por oponerse al reinado de Mohamed VI, y hace un par de semanas escenificaron el rechazo a su país prendiendo fuego a una bandera marroquí, que no llegó a arder del todo por el viento.

Sus peticiones de asilo han sido ya desestimadas en vía administrativa (les queda, a algunos, la judicial, que no suspende la expulsión), pero ahí siguen, esperando algo que ni ellos saben muy bien qué es. Improvisaron un hoyo señalizado con una bandera, justo al lado del campo de golf y tienen también una pelota y un rudimentario palo, que lo mismo sirve para patear que para defenderse de los ataques de los muchachos que viven en el cauce del río.

En las últimas dos semanas, el campamento ha sufrido un par de asaltos y otro par de traslados forzosos por orden de la Guardia Civil, que los aleja cada vez más al fondo, donde no se les vea. Por el primero de los asaltos, la noche del sábado 20, la fiscal pidió la condena a seis euros diarios durante tres meses para el único identificado por un delito leve de lesiones. Abdellatif, uno de los acampados, asegura que durante el segundo ataque los agresores le preguntaban por qué intentó quemar la bandera de Marruecos.

“Yo no soy marroquí y no quiero ser marroquí. Soy rifeño. Si consigo anular la nacionalidad, lo haré, pero ¿dónde?”, se pregunta en un español casi perfecto. Trabajó durante 15 años en un pueblo de Madrid, hasta que denunció a sus empleadores ante el Ministerio de Trabajo para regularizar su situación. Acabó en el CIE de Aluche con una orden de expulsión y de ahí, a Marruecos, hace aproximadamente un año. Por la foto parece que haya envejecido diez. Explica, con detalles, datos y fechas pero sin pruebas, por qué en su país quieren matarlo.

Tiene 37 años y es el mayor del grupo, compuesto por chavales con edades de los 20 a los 24 años. Quizá por eso, por haber vivido ya en España y no encontrar respuestas, Abdellatif es quien más desesperación muestra. “¿Hay alguien que me pueda comprar, que me adopte?”, se pregunta, a lo que alguien trata de animarle: “Está feo que te vendas como objeto”. “Lo que está feo es esto”, zanja señalándose a sí mismo y al campamento.

Para combatir el frío Abdellatif lleva siempre los calcetines por fuera del pantalón. Se alimentan de lo que les dan los vecinos y aseguran que el CETI prohíbe a los internos entregarles comida. Viven en un cobertizo hecho de cañas y forrado de plásticos, presidido ahora por una fotografía de Abdelkrim, el histórico líder rifeño. Junto al cobertizo está la tienda de campaña que ocupan el sirio Mohamed y la marroquí Ouafe.

Mohamed, otro joven marroquí del campamento, también habla español, aunque se trastabilla, y dice ser un apasionado de la filosofía: “Me gustan Marx, Lenin, Sócrates, Descartes… y… ¿cómo se llama?… John Locke. Sí, ¡John Locke!”, exclama. Lee en árabe las anotaciones de su libreta, se ríe, y explica que habla sobre la dialéctica de Hegel. Estudió un curso sobre derechos humanos en Meknesh, su ciudad: “Estos no son los derechos humanos que están en los libros”.

“No son problemas que se protejan internacionalmente”

Los acampados no entienden la diferencia de trato con los cerca de 100 marroquíes que esperan en el CETI una resolución administrativa sobre sus solicitudes de asilo y sospechan de que con ellos se trata de enviar un mensaje: ante el supuesto aumento de los casos de fraude, el CETI de Melilla los pone en la calle en cuanto se agota la vía administrativa, sin esperar siquiera a que haya una orden de expulsión a Marruecos o que se haya resuelto un posible recurso judicial. Se trata de evitar que el CETI se convierta en un “albergue”, explican fuentes conocedoras del sistema. Esto solo ocurre en Melilla.

Su situación se agrava porque algunos han perdido documentación relevante. Según el relato que hacen ellos, una mañana les llamaron por megafonía y les comunicaron que debían irse, sin que ni siquiera pudieran recoger sus pertenencias. “Nos echaron estando en pijama. Si nos hubieran dado 15 días, nos habría dado tiempo a intentar algo, pero aquí no podemos ni movernos. ¿Dónde está el papel de aviso de expulsión?”, protesta Abdellatif.

Teresa Vázquez, portavoz de CEAR en Melilla, niega que se les expulsara de esa forma. El Ministerio de Empleo, del que depende el CETI, no ha respondido a ninguna de las preguntas de eldiario.es, relativas a su situación y el protocolo de expulsión de internos. “Lo han hecho muy mal. ¿Por qué no podemos esperar dentro?”, se preguntan ellos.

Los acampados son ahora inmigrantes en situación irregular, como tantos otros. “Tienen problemas en su país, pero no son problemas que se protejan internacionalmente. Se les va a tratar como inmigrantes irregulares. Y ellos lo saben porque se les informó en la frontera”, recuerda la abogada. Vázquez cree que quemar la bandera fue no solo un error, sino un acto inútil, porque el artículo 15 de la Ley de Asilo recoge que se tendrá en cuenta si el temor a ser perseguido se fundamenta en circunstancias creadas a posteriori por el solicitante. El ultraje de la bandera se castiga en Marruecos con penas de seis meses a tres años de prisión.

“Yo quiero que me traten como humano, no como animal”, pide Mohamed, el estudiante. Una pandilla de muchachos les visita casi cada día, solo por husmear qué se les puede robar; otras veces vienen periodistas, ONG o estudiantes, como cuatro muchachos de la Universidad Virginia Tech, que quieren comprender qué pasa aquí y les traen refrescos.

Pasan hambre, frío y miedo, y ellos aguantan por si se abre la puerta cerrada. Les tiran la chabola y vuelven a levantarla. Esperan a Godot a las puertas del CETI.

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