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ADELANTO EDITORIAL

Las historias de Karim y Mahmoud, menores palestinos detenidos por Israel

Ayelet Waldman

Hace un fresco agradable a la sombra del añoso ciprés del desaliñado jardín que hay a la entrada del centro social de la organización Jóvenes contra los Asentamientos, situado en una colina en Tel Rumeida, en la ciudad de Hebrón. Un chico de dieciséis años, al que llamaré Karim, me sirve un vaso de café árabe en una bandeja abollada de hojalata.

He venido a entrevistarlo y a preguntarle acerca de su detención y su encarcelamiento en el centro penitenciario de Ofer hace seis meses, pero durante unos momentos nos entretenemos tomándonos el café, bromeando acerca de la cantidad de azúcar que me echo (un montón) y disfrutando de la vista.

En la distancia, en medio de las casas de piedra, se ve una cinta de color blanco vacía: la calle Shuhada, que Karim tiene prohibido pisar, porque es palestino y la otrora bulliciosa calle del mercado está ahora reservada solo para los israelíes y para las personas que dispongan de documentos internacionales.

Cuando hablo con Karim se halla conmigo Issa Amro, responsable de una organización comunitaria que ha hecho de este centro social su hogar. Issa celebra encuentros de jóvenes y da clases aquí, en el centro, al menos cuando se lo permiten. El compromiso inquebrantable de Issa con la resistencia no violenta vuelve locos a los responsables del ejército israelí, que durante años han montado una campaña contra él y su centro social.

En una conversación con las autoridades estadounidenses que fue revelada por WikiLeaks, Amos Gilad, el director de la Oficina de Asuntos Político-Militares del Ministerio de Defensa de Israel, decía: «No se nos da muy bien hacer de Gandhi».

Disparar contra una persona que lleva un cinturón cargado de explosivos, contra una persona armada con una pistola, incluso contra un niño que empuña un cuchillo, se justifica fácilmente como acto de autodefensa. Pero con un hombre cuya arma son sus palabras, que puede convencer a un joven de que deponga su pistola o su arma blanca y opte por resistir con los instrumentos aprendidos del ejemplo del reverendo Martin Luther King Jr., y, sí, por supuesto, de Gandhi, ¿qué haces con él? Issa ha sido detenido y encarcelado tantas veces que cuando le pregunté cuántas habían sido, no pudo más que encogerse de hombros y sonreír.

Periódicamente el ejército declara su casa «zona militar» e impide entrar en ella a todo el mundo salvo al propio Issa. Pero en cuanto se lo permiten, los jóvenes de Hebrón acuden a escuchar sus enseñanzas acerca de la inutilidad de arrojar piedras y de perpetrar ataques con arma blanca, y sobre la fuerza de la senda alternativa que él ofrece.

El centro social, la casa de Issa, está situado justo encima de un puesto de control del ejército y justo debajo de la casa de Baruch Marzel, un colono nacido en Estados Unidos de ideas tan extremistas que incluso entre los derechistas de Hebrón puede ser considerado, y con razón, un fanático.

Marzel ha pedido directamente el asesinato no solo de los terroristas palestinos, sino también de los judíos israelíes de izquierdas. Ha clamado contra los homosexuales y contra los judíos que contraen matrimonio con no judíos. Su lista de detenciones puede competir con la de Issa, aunque, a diferencia de Issa, él ha sido detenido por las agresiones que ha cometido: ataques contra palestinos, contra judíos de izquierdas, contra periodistas y contra agentes de la policía israelí.

En 2013 Marzel irrumpió en casa de Issa y lo atacó violentamente. Hasta pasados dos años Marzel no fue acusado finalmente de este delito. Sin embargo, a diferencia de Issa, Marzel no tuvo que enfrentarse a un juicio militar. En las zonas de ocupación, los ciudadanos israelíes y los palestinos, incluso aquellos que residen en las mismas ciudades de Cisjordania, incluso aquellos que son acusados de los mismos delitos, están sometidos a dos sistemas jurídicos distintos.

Los palestinos están bajo la jurisdicción de una severísima ley marcial y son juzgados por tribunales militares, mientras que los israelíes gozan de las garantías generales del sistema judicial civil que rige en el país. Como señalaba el Informe del Departamento de Estado de Estados Unidos sobre la Práctica de los Derechos Humanos para 2015, publicado en abril de 2016, la imposición de estos dos sistemas jurídicos distintos, pero no igualitarios, a las personas en razón de su identidad da pie a una situación de discriminación y de injusticia.

En el otoño de 2015, se produjo una escalada de la tensión en Hebrón y en el resto de Cisjordania. Una oleada de apuñalamientos, tiroteos y embestidas con automóviles se abatió sobre Israel y Cisjordania. Treinta y seis israelíes resultaron muertos en ataques perpetrados por palestinos, y tres ciudadanos de otros países, entre ellos dos norteamericanos, perdieron la vida. Ciento cuarenta palestinos perdieron la vida cuando perpetraban ataques contra israelíes y otros ochenta y dos fueron abatidos a tiros por las fuerzas del orden israelíes durante los enfrentamientos.

A Issa le resultaba en aquellos momentos todavía más difícil convencer de los méritos de la no violencia a los chicos con los que trabajaba. Un día, alertado por un vecino, tuvo que acudir corriendo al portal de una casa en el que había una joven palestina de dieciocho años, encapuchada y armada con un cuchillo, dispuesta a apuñalar al primer israelí que viera. Issa la convenció de que había otras formas de ofrecer resistencia a la ocupación sin quitar la vida a nadie y perdiendo de paso la propia. Temblorosa, la muchacha tiró al suelo el cuchillo y lo acompañó a la sede de las fuerzas de seguridad palestinas, donde quedó retenida.

Inspirado por este incidente y otros por el estilo, en el mes de noviembre Issa invitó a los jóvenes a una reunión con el fin de hacer un repaso urgente de los principios de la no violencia, y de explicarles cómo debían comportarse en caso de ser

–No deis a los militares ninguna excusa para que os peguen un tiro –les dijo–. Sed educados y mantened la calma. No os resistáis.

Les facilitó además información sobre la manera de contactar con un abogado, alguno perteneciente al grupo de letrados defensores de los derechos humanos, varios de ellos israelíes, que se habían unido a su causa. El discurso, tal como me lo contó, me recordó al que solía dar yo a mis clientes hace unos años cuando era defensora de oficio. Sean educados, pidan tranquilamente que llamen a su abogado y a sus padres. No respondan a ninguna pregunta, no hagan ni firmen ninguna declaración.

Según las autoridades militares, 861 menores palestinos fueron detenidos por las Fuerzas de Defensa de Israel en 2014. Esa cifra minimiza la verdadera, pues no incluye a los menores retenidos por las FDI y liberados al cabo de unas horas, sin ser registrados en las instalaciones de los centros de detención militares.

La mayoría de esos muchachos tenían edades comprendidas entre los doce y los diecisiete años, aunque el niño más pequeño que ha sido detenido alguna vez por las FDI, un chavalín de Hebrón, tenía solo cinco años. Según el Observatorio de los Tribunales Militares, una ONG que controla el trato dispensado a los menores palestinos en las cárceles, centros de detención y tribunales israelíes, que recibe sus datos del Servicio Penitenciario de Israel, «a finales de abril de 2016, había 414 menores (12-17 años) recluidos en algún centro de detención militar.

Esta cifra supone un aumento del 93 por ciento, comparada con la media mensual de 2015. Los últimos datos incluyen la presencia de doce chicas, tres niños de menos de catorce años y trece menores recluidos sin cargos y sin juicio en régimen de detención administrativa». A sus dieciséis años, Karim era uno de los adolescentes más jóvenes reunidos en el jardín de Issa. Y, sin embargo, ya había sido detenido tres veces, aunque en todas las ocasiones había permanecido encerrado poco tiempo.

La primera vez que fue arrestado, Karim tenía trece años. Estaba paseando en compañía de su hermana cerca de un puesto de control cuando apareció un coche que no los atropelló por un pelo. Karim, asustado, levantó la mano con la intención de parar el vehículo.

El coche se detuvo chirriando y un colono violentísimo salió de un salto por el lado del conductor y se puso a dar puñetazos al muchacho. Enseguida llegó la policía que detuvo no al hombre que estaba golpeado a un niño, sino al niño que había recibido los golpes. El colono se fue de rositas. Karim pasó cuatro horas retenido por la policía.

Al cabo de tres años y después de otro arresto, las lecciones de Issa se consideraban no solo relevantes, sino urgentes. Normalmente, a Karim le habría costado trabajo permanecer sentado y quieto. Se habría levantado de su asiento, se habría distraído de cualquier manera. Pero aquella noche de noviembre, permaneció en su sitio, atento, sin moverse, durante casi una hora, casi como si supiera lo que estaba a punto de suceder.

Se oyó un ruido de pasos, un crujido, y luego el estallido de unas bengalas al ser lanzadas. En medio de aquella luz repentina y deslumbrante, Issa y los jóvenes se vieron rodeados de soldados israelíes. El oficial al mando fue mirando uno tras otro a los chicos y luego señaló a Karim. Era a él al que querían.

Los soldados se llevaron a Karim aparte y lo registraron. En ese momento Karim me contó que se sintió relativamente tranquilo. Dio por supuesto que simplemente era el primero del grupo en ser registrado, y que no tardarían en hacer lo mismo con los demás. Sin embargo, una vez que lo hubieron cacheado a fondo, el oficial al mando dijo «Yalla», que en árabe significa «¡Andando!», e hizo una seña al chico para que se pusiera en marcha.

–¿Adónde me llevan? –preguntó Karim en árabe.

–Silencio –le dijo el oficial en hebreo.

Issa da clases de hebreo en el centro social para suministrar a los chicos el arma de la lengua, pero los conocimientos de Karim son, como mucho, rudimentarios.

Los soldados se llevaron al muchacho colina abajo y lo condujeron a la calle Shuhada, una extraña experiencia para un chico que hasta entonces no había recibido nunca permiso para pasar por ella. Se detuvieron delante de la imponente entrada, magníficamente restaurada, de Beit Hadassah, un museo y un asentamiento judío establecido en el emplazamiento de una clínica que hace casi un siglo atendía a la pequeña comunidad hebrea de Hebrón.

En 1929, Palestina, por entonces bajo dominio de los británicos, se hallaba sumida en violentos disturbios, y sesenta y siete habitantes judíos de Hebrón fueron masacrados por sus vecinos palestinos. Posteriormente los británicos trasladaron al resto de la comunidad fuera de la ciudad.

Durante los cincuenta años siguientes, Hebrón fue habitada exclusivamente por palestinos, aunque tras la guerra de los Seis Días los israelíes construyeron un gran asentamiento en sus inmediaciones. En 1979, un grupo de colonos judíos ortodoxos, en su mayoría mujeres y niños, entraron sigilosamente en el corazón de Hebrón en plena noche y ocuparon ilegalmente Beit Hadassah. El gobierno de Israel ratificaría posteriormente su asentamiento.

El oficial mostró a Karim a dos soldados que había en medio de la calle delante de un elaborado edificio. El primero de ellos se encogió de hombros.

–Puede que sea él. O puede que no sea él –dijo.

El otro soldado, un druso de lengua árabe, insistió en que sí, Karim era el que estaban buscando. Luego dio un codazo al otro soldado, que vaciló un momento, pero enseguida volvió a encogerse de hombros y se mostró de acuerdo con su compañero. Sí. Habían cogido al chico que buscaban.

Al cabo de unos minutos llegó un policía de fronteras. Aquel agente era también druso, y habló a Karim en árabe. Le mostró un gran cuchillo con el mango negro.

–Karim –le dijo–, reconoce que este es tu cuchillo.

Fue en el momento de ver el cuchillo cuando el muchacho fue presa del pánico. Podían meterte en la cárcel por un cuchillo. Podían pegarte un tiro. Aterrorizado, el muchacho rompió la regla establecida por Issa. Habló.

–¡No! ¡No! –insistió.

No había visto nunca aquel cuchillo. No tenía ni idea de a quién pertenecía ni cómo había llegado al suelo en el terreno situado delante de Beit Hadassah.

En 2010, la Oficina del Abogado General Militar de Israel ordenó a los altos mandos del ejército que, cuando trataran con menores, les ataran siempre las manos por delante, a menos que hubiera consideraciones de seguridad que requirieran atárselas a la espalda. Karim adoptó una actitud de sumisión. No obstante, los soldados lo esposaron con las manos a la espalda.

Las normas requieren además el uso de tres ataduras de plástico –una alrededor de cada muñeca y otra para unir las dos primeras– con el fin de evitar infligir dolor. Con Karim los soldados utilizaron una sola atadura. Las pruebas reunidas por el Observatorio de los Tribunales Militares indican que el trato recibido por Karim es típico. Sobre el terreno los mandos violan sistemáticamente los patrones internacionales y las propias normas de las FDI en lo concerniente a la sujeción de los menores.

Cuando el agente de la policía cargó a Karim en el coche, los colonos empezaron a salir de Beit Hadassah. Con los rostros distorsionados por la ira, empezaron a chillar:

–¡Terrorista! ¡Terrorista!

«Calla –se decía Karim–. Mantén la calma, así no te harán daño.»

En 2013, cuando la UNICEF recomendó que se prohibiera vendar los ojos o encapuchar a los menores, el asesor jurídico de las FDI para Cisjordania recordó a todos los altos mandos que vendar los ojos solo está permitido cuando hay una necesidad explícita de seguridad. No obstante, cuando Karim llegó a la comisaría de policía, le vendaron los ojos. Se trata de un patrón rutinario: las FDI responden a la presión internacional estableciendo las normas y los procedimientos adecuados, que después son violados sistemáticamente sin mayores consecuencias.

Issa, mientras tanto, había seguido a Karim y a los soldados hasta la calle Shuhada, aunque, por supuesto, como es palestino, no se le permitió llegar hasta Beit Hadassah. Se plantó allí, observando desde la distancia, hasta que se llevaron a Karim. Entonces los soldados se acercaron a él. Issa les preguntó por qué había sido detenido Karim, pero el oficial al mando levantó una mano y le mandó callar.

–¿Encontraron al muchacho en su casa? –preguntó el oficial.

–Ya sabe usted que sí– respondió Issa.

Los soldados aquellos habían estado en el jardín cuando Karim había sido arrestado, y conocían perfectamente a Issa. Sabían que la casa era suya.

–Queda usted detenido por dar refugio a un terrorista en su domicilio –dijo el oficial.

–¿Qué terrorista? –preguntó Issa–. ¿Quién es el terrorista?

Karim, dijo el oficial, se había acercado a unos soldados delante de Beit Hadassah con un cuchillo en la mano. Aterrorizado, el muchacho había tirado el cuchillo al suelo y se había ido corriendo a casa de Issa.

–¿Cuándo? –preguntó Issa–. ¿Cuándo ocurrió eso?

–Cinco minutos antes de que lo detuviéramos.

Issa intentó explicar que el chico había estado con él durante toda una hora antes, que no podía ser Karim el que había tirado el cuchillo al suelo. Pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. Más que inútiles; aquello era una pura farsa.

Los soldados detuvieron a Issa, lo esposaron y le pusieron una venda en los ojos. Se lo llevaron a la comisaría de policía en la que tenían retenido a Karim y lo metieron en un cuarto de baño, sentándolo en la taza del váter. Issa permaneció allí sentado durante las cuatro o cinco horas siguientes. Periódicamente un soldado abría la puerta, amartillaba su pistola para que Issa pudiera oírlo y después se marchaba.

Mientras sucedía todo esto, Karim era retenido en el mismo lugar, a la intemperie, sentado en el suelo, con los ojos vendados y las manos atadas. No le dieron agua ni le permitieron usar el baño. Por fin, al cabo de unas cuatro horas, según calculó el muchacho, el agente de policía volvió y se lo llevó a una sala de

El encargado de interrogarlo le quitó la venda y la atadura, que le había hecho dolorosos cortes en las muñecas. El hombre empezó a hacer a Karim preguntas que no tenían nada que ver con el cuchillo. De lo que quería hablar el agente encargado del interrogatorio era de Issa Amro.

–Háblanos de Issa –dijo el policía–. ¿Qué hace? ¿Con quién habla? ¿Qué dice a los jóvenes en el centro social?

Karim se negó a responder a aquellas preguntas. Por el contrario, pidió al interrogador que llamara a sus padres. Pidió también hablar con un abogado, cuyo nombre por fortuna recordaba. La UNICEF recomienda que los interrogatorios de menores tengan lugar siempre en presencia de un abogado y de un miembro de la familia del interesado.

No es una norma que acepten las FDI. Como señalaba el informe del Departamento de Estado de Estados Unidos, el 96 por ciento de los menores palestinos comunican que se les niega el acceso a un abogado durante o antes del interrogatorio. Extrañamente, sin embargo, ante la insistencia de Karim y el valioso conocimiento de sus derechos que demostraba, inspirado por Issa, el policía puso efectivamente al chico en contacto telefónico con un abogado, que le confirmó su derecho a guardar silencio.

A continuación, sacaron a Karim de la sala de interrogatorios. Volvieron a vendarle los ojos, esta vez con más fuerza. Volvieron a esposarlo, también con más fuerza. Los soldados lo colocaron en una silla, y luego le dieron un empujón y lo tiraron de la silla al suelo. Entonces empezaron a golpearlo.

Hasta bien entrados los años noventa, los interrogadores del Shabak israelí utilizaban sistemáticamente contra los palestinos la violencia física, incluso la tortura. En septiembre de 1999, el Tribunal Supremo de Israel prohibió el uso de medios de coerción física en los interrogatorios, aunque establecieron una excepción a esta prohibición en los casos que implicaran una «bomba de relojería», pretexto que los interrogadores siguieron utilizando para justificar los métodos abusivos de interrogatorio.

El B’Tselem (el Centro Israelí de Información de los Derechos Humanos en los Territorios Ocupados) y el HaMoked (el Centro para la Defensa del Individuo) han documentado una multitud de violaciones continuadas de los derechos humanos y del derecho internacional. Según sus estudios, los prisioneros son mantenidos en unas condiciones penosas, les dan tan mal de comer que pierden peso durante el tiempo que permanecen retenidos, son sometidos a confinamiento en celdas de aislamiento y se les niegan artículos de higiene de todo tipo, incluido el papel de váter. Son obligados a permanecer en posturas forzadas y atados, a veces durante varios días seguidos. Y son golpeados continuamente.

La UNICEF, la política oficial de las FDI y las Convenciones de Ginebra prohíben el apaleamiento de los menores detenidos. Sin embargo, como señalaba el informe del Departamento de Estado de Estados Unidos, el 61 por ciento de los menores de edad palestinos detenidos sufren violencia física durante su arresto, durante los interrogatorios y durante el tiempo que permanecen privados de libertad. Chicos como Karim informan de que les dan puñetazos y patadas, de que les obligan a adoptar posturas dolorosísimas, y de cosas aún peores.

Cuando dejaron de pegarle, un soldado puso de mala manera un vaso de agua en la mano de Karim, pero el chico, aunque estaba muerto de sed, se negó a beber. Como tenía los ojos vendados, no podía saber lo que contenía el vaso, y había oído contar historias de chavales a los que obligaban a beber la orina de los soldados.

Durante el resto de la noche, dejaron a Karim a la intemperie en medio del frío. En un momento dado, un soldado que hablaba árabe le puso una chaqueta por los hombros, pero enseguida se la quitaron. Luego, una mujer soldado más amable lo hizo pasar a una habitación caldeada, pero casi inmediatamente llegó otro soldado, un hombre esta vez, y lo sacó otra vez fuera.

Finalmente, por la mañana, Karim fue metido en un jeep y trasladado a una base militar en Kiryat Arba, asentamiento situado a las afueras de Hebrón. Allí un médico examinó su cuerpo en busca de moratones y redactó su historial clínico. El muchacho pasó la noche siguiente en el centro de detención de Gush Etzion. Se trata de un establecimiento para adultos, no para menores.

Al día siguiente, se lo llevaron a la prisión de Ofer. Y un día después, lo condujeron ante un juez militar. La detención administrativa extrajudicial, en virtud de la cual los prisioneros llegan a ser retenidos hasta seis meses, con la posibilidad de renovaciones indefinidas de la pena, es utilizada sistemáticamente contra los palestinos adultos.

En diciembre de 2011, en respuesta a la presión internacional, las FDI dejaron de dictar órdenes de detención administrativa contra menores, aunque en el otoño siguiente, ante la escalada de la violencia en Cisjordania, empezaron una vez más a detener a algunos chicos sin juicio previo. Karim, sin embargo, se libró del purgatorio de la detención administrativa. Durante los seis días que permaneció retenido, lo llevaron al tribunal militar en tres ocasiones.

El tribunal militar de la prisión de Ofer es un complejo polvoriento de estructuras desmontables. El patio en el que las familias tienen que esperar está rodeado de paneles de Perspex unidos entre sí, que separan la zona de espera de los remolques que albergan las salas de audiencia en miniatura. En un rincón hay una cafetería improvisada con un cartel en hebreo, y el menú y los precios escritos en árabe.

La mañana que visité el lugar no había nadie haciendo cola para comprar helados Hello Kitty ni burekas, las empanadas recubiertas de semillas de sésamo, y el vendedor se entretenía tocando «Power», de Kanye West. En todo este sitio reina un ambiente de paciencia desamparada y de aburrimiento, en el que mujeres y hombres de edad avanzada intentan matar el tiempo sin hacer nada mientras esperan para ser testigos de cómo sus hijos y sus hijas, o sus maridos y sus esposas, son juzgados y condenados.

El tribunal de Ofer tiene el aspecto de un establecimiento transitorio, montado ahí de cualquier manera para remediar una necesidad urgente. Se trata de una solución muy apropiada, dado que el derecho internacional se basa en el concepto de que la ocupación militar es transitoria, y que el sistema de jurisdicción militar se supone que existirá solo por un breve período, mientras dure la ocupación.

Pero resulta curioso que no se hayan construido unas instalaciones de carácter permanente, dado que esta ocupación transitoria hace ya cincuenta años que dura, sin que se prevea un final. En cambio, la mayoría de los asentamientos judíos, incluso los que han sido construidos deprisa y corriendo, a menudo en plena noche, adoptan rápidamente la perspectiva de ser estructuras permanentes.

A Karim le costó trabajo entender lo que estaba pasando durante la vista de su caso en el tribunal. Incluso ahora, varios meses después, no está muy seguro de lo que sucedió. El juicio se celebró en hebreo, con ayuda de un intérprete árabe. El chico me describió al intérprete como un soldado joven, vestido de uniforme, que estuvo todo el rato jugando con su smartphone. Según me dijo Karim: «El abogado hablar diez palabras; el traductor dice a mí una».

Gaby Lasky, una abogada defensora de los derechos civiles y concejala progresista del Ayuntamiento de Tel Aviv, que junto con otros colegas representó a Karim en el juicio, me contó que en una ocasión llegó a ganar un caso en el tribunal de Salem, al norte de Cisjordania. Al ser leído el veredicto de no culpabilidad, el intérprete, un druso de lengua árabe, puso cara de perplejidad, y entonces hizo parar la lectura de las actas. No recordaba o no sabía cómo traducir al árabe la palabra «absolución» y tuvo que preguntar a uno de los abogados presentes en la sala.

El índice de condenas en los tribunales militares de las FDI es superior al 99 por ciento (en 2011), y la inmensa mayoría de los jóvenes delincuentes aceptan la negociación de la pena. Se declaran culpables no necesariamente porque hayan cometido los delitos por los que se los juzga, sino porque a los menores sistemáticamente se les niega la fianza.

En los territorios ocupados, si el menor es acusado, por ejemplo, de tirar piedras e insiste en su inocencia, es posible que pase entre cuatro y seis meses en la cárcel en espera de juicio. Pero si se declara culpable, será condenado por término medio a tres meses de prisión y luego podrá irse a su casa.

Muchas cosas hicieron el caso de Karim diferente del de cualquier chico palestino típico acusado de un delito. Karim estaba bien instruido. Sabía que no debía responder a ninguna pregunta y había sido adiestrado para esperar y exigir sus derechos. Gracias a su relación con Issa, que en el año 2010 fue galardonado con el premio al Defensor de los Derechos Humanos en Palestina que concede la ONU y es bien conocido en los círculos relacionados con la defensa de los derechos humanos, Karim tuvo un abogado israelí.

Y lo que es más importante, su caso atrajo la atención de los medios de comunicación israelíes. Por todos estos motivos, aunque permaneció detenido varios días sin fianza, su caso acabó siendo anulado y no se le inculpó de nada.

Issa cree que el arresto del chico formó parte de una campaña de acoso e intimidación contra su persona. Está convencido de que la detención se llevó a cabo fundamentalmente en provecho de Baruch Marzel, que apareció en el centro social al mismo tiempo que los soldados. Al lado de Marzel había un americano defensor de los asentamientos. Marzel y los visitantes americanos montaron un campamento alrededor del centro social, con mesas, sillas y todo lo demás. Cuando Issa regresó después de permanecer retenido y notificó al ejército que los colonos habían invadido ilegalmente su propiedad, le dijeron que habían conseguido un permiso para llevar a cabo un acto de protesta.

No era verdad. Incluso en Cisjordania nadie puede obtener un permiso para organizar un acto de protesta en una propiedad privada. Los extremistas mantuvieron rodeada la propiedad de Issa durante veinticuatro horas, acompañados en todo momento por soldados israelíes. Aunque a Gaby no le resultara cómodo especular acerca de la detención de Karim, sobre si alguna vez había habido o no un chico armado con un cuchillo, lo que sí me dijo es que, según su experiencia, no habría sido la primera vez que las FDI habían arrestado a un activista defensor de la no violencia sin justificación alguna. Ni tampoco habría sido la primera vez que las FDI hubieran intervenido en un montaje de opresión como aquel en beneficio de los colonos.

Por mucho que se asustara, por deprimente que fuera la experiencia de ser detenido, Karim era consciente de que las cosas habrían podido irle mucho peor. A diferencia de la mayoría de los menores arrestados, no pasó por la espantosa experiencia de ser levantado de la cama en plena noche. Otro adolescente, al que llamaré Mahmoud, me relató esta experiencia mucho más habitual.

La familia de Mahmoud se despertó una noche con el ruido de golpes y de gritos a la puerta de su casa. Consciente de que la harían volar o la abrirían de una patada si no actuaba rápidamente y la abría de inmediato, el padre de Mahmoud se levantó de un brinco de la cama, saltando por encima de sus hijos, que dormían en el suelo sobre unas colchonetas. No era la primera vez que la familia se había despertado de aquella manera. Cuando pregunté a la madre de Mahmoud cuántas veces se habían presentado en su casa las FDI en plena noche, la mujer, de treinta y nueve años y ojos superexpresivos, madre de nueve hijos, se encogió de hombros.

–¿Diez? –contestó, escogiendo una cifra al azar.

Yo quedé espantada.

–¿Diez? ¿Es eso normal?

–¿En este poblado? –dijo la mujer–. Sí.

Mahmoud vive en una localidad llamada Beit Fajjar, centro de producción de un tipo especial de piedra caliza llamada meleke o piedra de Jerusalén, dependiendo de si uno es palestino o israelí (en Israel-Palestina hasta las piedras tienen un valor político). Su padre, como la mayor parte de los hombres de la localidad, trabaja de cantero. El pueblo está cerca del kibutz Migdal Oz, que forma parte del conglomerado de asentamientos judíos llamado Gush Etzion, tan cerca de hecho que el joven activista israelí en pro de la paz que me acompañó a Beit Fajjar se detuvo a la puerta de la vivienda de la familia de Mahmoud y sacudió la cabeza sorprendido.

Me indicó una casa de una cuesta situada allí cerca. El edificio que veíamos pertenecía a un seminario de mujeres del kibutz en el que su esposa, abogada defensora de los derechos humanos, había estudiado cuando era joven.

–No tenía ni idea de que estuviera tan cerca –me comentó.

Curiosa por ver a qué distancia una de otra estaban las dos localidades, introduje sus nombres en Google Maps. Deduje que no estaban a más de un par de kilómetros de distancia, y pude ver claramente la carretera que las conectaba. Sin embargo, Google estaba confundido. «Lo sentimos, pero no podemos calcular las direcciones que deben tomarse para ir en coche de Migdal Oz a Beit Fajjar.» Tampoco podía calcular la distancia a pie, aunque cruzando los senderos y los campos de cultivo me habría resultado facilísimo llegar caminando al kibutz en menos de media hora.

Nos dirigimos a la casa. Aparcado delante de la vivienda había un coche viejo y desvencijado. En el parachoques había una pegatina en hebreo que decía: los judíos aman a los judíos.

–Es un mensaje en pro de la unidad judía de los israelíes de derechas –me explicó mi amigo.

–Pero ¿cómo está en un coche en un poblado palestino?

El hombre se encogió de hombros.

–La familia debió de comprar un coche de segunda mano a alguien que vivía en un asentamiento.

Antes de empezar a entrevistar a los menores detenidos y a los abogados que los habían representado, yo siempre había supuesto que las detenciones eran meras respuestas militares a algún comportamiento delictivo, como el lanzamiento de piedras o los apuñalamientos. De lo que me enteré luego fue de que la detención de adolescentes como Mahmoud es más que una respuesta a unos incidentes concretos. Es parte integrante del sistema mediante el cual las FDI garantizan la seguridad de los colonos.

Hay cerca de cuatrocientos mil colonos judíos viviendo en Cisjordania, que es zona de conflicto. (En esta cifra no se incluyen los doscientos mil de Jerusalén Este) Han construido casas y escuelas, han abierto centros comerciales y han creado empresas de tecnología, y eso pese a estar rodeados por más de dos millones novecientos mil palestinos, que los consideran invasores y enemigos.

Durante los últimos siete años de ocupación, el número de colonos asesinados anualmente ha sido por término medio menos de cinco. Cuando se detiene una a considerar lo cerca que están ambas comunidades y lo enconado del grado de enemistad, lo sorprendente no es el hecho de que se produzcan estallidos ocasionales de violencia, sino que no hayan resultado muertos más judíos israelíes.

La relativa seguridad de los cuatrocientos mil colonos (más los doscientos mil de Jerusalén Este) representa un logro notable del ejército israelí, un éxito conseguido por medio de un doble sistema de control: los castigos colectivos y la intimidación masiva. La detención de menores como Karim y Mahmoud sirve para las dos cosas.

La mayoría de los menores palestinos arrestados o encarcelados por las FDI cada año viven en localidades que, como Beit Fajjar, se encuentran a unos dos kilómetros de un asentamiento israelí. Es en esas localidades donde las FDI deben estar más atentas y activas con el fin de proteger a los colonos de las proximidades. Deben tratar con mano dura cualquier infracción a fin de intimidar a la población en general.

Para ello tienen a su disposición una gran variedad de leyes restrictivas. En Cisjordania, cualquier reunión de más de diez personas se considera un acto de protesta, y todos los actos de protesta están prohibidos.

Las FDI desalientan cualquier eventual resistencia respondiendo con firmeza ante el menor incidente o, como en el caso de Mahmoud, ante el intento de prender fuego a un terreno que las FDI habían destinado a campo de tiro. Cuando se produce algún incidente, se da por supuesto, de manera no del todo disparatada, que el culpable o los culpables son chicos o jóvenes de edades comprendidas entre los doce y los treinta años. La Agencia de Seguridad de Israel, también llamada Shin Bet o Shabak, posee una riqueza de información enorme acerca de todos los poblados palestinos que están cerca de un asentamiento.

Los agentes del Shabak saben quiénes son sus habitantes, cuál es su filiación política, cuál es el historial de arrestos de cada uno y quién ha sido encarcelado anteriormente. Y lo que es más importante, el Shabak tiene un arsenal de informantes y delatores, muchos de ellos menores de edad, reclutados mediante incentivos tales como la facilitación de permisos de trabajo para sus padres, o mediante amenazas. Los agentes del Shabak han aprendido a amenazar con la detención de hermanas y madres si sus objetivos vacilan y no se deciden a convertirse en delatores.

Se calcula que hay decenas de millares de informantes, si no más, en Cisjordania. Esta vasta red de delatores no solo proporciona información, sino que además desactiva la resistencia sembrando la desconfianza dentro de las comunidades. A la gente le resulta muy difícil organizarse cuando no sabe en quién puede confiar.

El nombre de Mahmoud probablemente se lo diera al Shabak algún delator. Luego, el agente del Shabak lo añadió, junto con los de otros, a una lista de detenciones. Era luego al mando local de las FDI al que correspondía localizar y arrestar a Mahmoud y a los otros chicos de la lista.

Mahmoud abandonó la escuela cuando era pequeño. Así que resultaba fácil encontrarlo: está casi siempre en casa. No obstante, las FDI lo detuvieron, lo mismo que a los otros chicos de la lista, en plena noche.

Las incursiones nocturnas son aterradoras, especialmente para los chavales. Además, la continua privación del sueño causa un daño psicológico tremendo. Por estos motivos en 2013 la UNICEF recomendó que los arrestos de menores se llevaran a cabo de día. En respuesta a esos requerimientos, el ejército israelí emprendió un programa piloto en virtud del cual los menores debían recibir citaciones por escrito instándolos a comparecer ante el tribunal, en vez de ser detenidos en plena noche.

El programa en cuestión fue suspendido al cabo de seis meses y ahora parece que ha sido interrumpido, aunque incluso durante el tiempo en que estuvo en vigor, las susodichas citaciones, que pretendían aliviar el trauma de las incursiones en plena noche, a menudo eran enviadas de tal manera que parecían una burla del programa.

Por ejemplo, el Observatorio de los Tribunales Militares documentó en marzo de 2015 un caso en el que una unidad militar se presentó en la casa de una familia a las dos de la madrugada para entregar una citación verbal a un chico de catorce años. Casi la mitad de las detenciones de menores palestinos siguen llevándose a cabo en plena noche, inspirando miedo y terror, especialmente entre los chavales.

Las FDI se dedican a hacer incursiones nocturnas en parte porque son más seguras. Si los soldados entran en un poblado cuando la gente está durmiendo, es menos probable que encuentren resistencia.

Pero igualmente importante es el hecho de que las incursiones nocturnas degradan el tejido social y mantienen sojuzgada a la población. Ser despertado una y otra vez en plena noche resulta agotador y desmoralizador para toda la familia y para sus vecinos, no solo para el menor que es arrestado. Las personas agotadas y desmoralizadas son incapaces de organizar un desplazamiento a la tienda de comestibles más próxima, cuanto menos de emprender una campaña de resistencia.

La noche de la detención de Mahmoud, una vez que su padre abrió la puerta, irrumpieron en la casa los militares, ni más ni menos que diez soldados. Las linternas incorporadas al extremo de sus fusiles iluminaron la habitación, deslumbrando a los nueve niños, a los que sacaron a rastras de la cama.

Los soldados iban enmascarados, con la cara envuelta en un pañuelo negro. Esas máscaras, parte del equipo facilitado por el ejército a cada soldado de las FDI, se han convertido en un elemento característico de las incursiones israelíes, pues los soldados intentan de ese modo aterrorizar a la población, además de evitar ser reconocidos en las redes sociales.

La familia de Mahmoud es pobre. Once personas viviendo en unas pocas habitaciones de pequeño tamaño. Por las noches algunos de los chicos duermen en colchonetas de espuma gastadas y descoloridas que rodean las paredes del salón desnudo.

En una jaula que cuelga del techo hay dos pajaritos que estuvieron gorjeando todo el tiempo que duró mi entrevista con Mahmoud y su familia. Al oír a los pájaros, me pregunté si se quedarían callados cuando entraron los soldados y, tras sacar a toda la familia a rastras de la cama, la reunieron en aquella habitación, o si, por el contrario, continuarían con sus alegres trinos.

Durante nuestra entrevista, la hermana mayor de Mahmoud me sirvió café amargo, y luego, cuando se dio cuenta de que yo tomaba solo unos sorbos pequeñísimos, me ofreció un vaso de un zumo de color rosa tan dulce que me hacía daño en los dientes.

Mientras hablábamos, la madre de Mahmoud mecía en su regazo al hermano menor del chico. La criatura es muy tímida, pero cuando Mahmoud se inclinó sobre él y le besó suavemente en la mejilla, sonrió y acarició la cara de su hermano con su manita regordeta y pegajosa.

Cuando los soldados irrumpieron en la casa, la criatura se puso a berrear como un poseso. Los padres de Mahmoud, presa del pánico ante la perspectiva de que uno o más de sus hijos fueran a ser arrestados, se pusieron a gritar a los soldados, haciendo que el escándalo fuera aún mayor. En medio de todo aquel jaleo, el oficial al mando leyó el nombre de Mahmoud escrito en una hoja de papel.

Como hicieron con Karim, ataron a Mahmoud las manos, en este caso con tal fuerza que durante tres días el chico tuvo las muñecas magulladas y enrojecidas. Junto con otro muchacho del pueblo, fue metido en un camión de transporte de tropas y llevado a la comisaría de policía más cercana. Extrañamente para Mahmoud era un consuelo estar con aquel chaval asustado. Lo obligaba a asumir el papel de hermano mayor, de consolarlo y tranquilizarlo.

Mahmoud fue interrogado durante varios días. A lo largo de todo ese tiempo casi no le dieron de beber ni de comer. Tenía los ojos vendados, le gritaban, le abofeteaban y le daban empujones. Los interrogadores exigían que confesara que había intentado incendiar el campo, tirar piedras y perpetrar un montón de delitos más. Beit Fajjar es una localidad famosa entre las FDI.

Los jóvenes y los muchachos del pueblo no solo tiran piedras a los coches que pasan, sino que han disparado contra ellos, e incluso les han puesto bombas de tubo. Fabrican esas bombas de tubo con pólvora extraída de proyectiles israelíes usados que recogen en los campos de tiro como el que acusaban a Mahmoud de haber incendiado. Los responsables del interrogatorio preguntaron al chico si había fabricado o arrojado alguna vez una bomba de tubo.

Aunque Mahmoud me dijo insistentemente que permaneció sereno durante todo el interrogatorio, no puedo dejar de preguntarme si no estaría fanfarroneando. Es muy raro que un adulto aguante mucho tiempo un interrogatorio, y Mahmoud tiene solo diecisiete años y además es analfabeto. Aunque los responsables de un interrogatorio tienen la obligación de informar al menor de su derecho a guardar silencio, solo una pequeña minoría de los chavales afirma haber escuchado esa advertencia.

Además, incluso cuando les informan de su derecho a guardar silencio, a menudo lo hacen de una forma que les impide ejercerlo. En un caso, un chico declaró al Observatorio de los Tribunales Militares que cuando un interrogador le dijo que tenía derecho a guardar silencio, otro añadió que lo violarían si no confesaba. A solas con su interrogador, es probable que Mahmoud, como la inmensa mayoría de los menores arrestados, hiciera una declaración inculpatoria.

Finalmente Mahmoud fue conducido a la prisión de Ofer y llevado ante un juez militar. El ejército israelí no proporciona asistencia legal a los detenidos en Cisjordania, ni siquiera a los menores. De modo que su representación recae en la Autoridad Palestina o en las ONG subvencionadas con las aportaciones provenientes de Estados Unidos y de Europa, y en abogados particulares palestinos que se ganan la vida guiando a muchachos como Mahmoud por los entresijos del sistema de tribunales militares de Israel.

El abogado contratado por los padres de Mahmoud, al que no vio hasta que llegó por primera vez al tribunal, le dijo que «confesara y pidiera perdón». Pagaría una multa y recibiría una condena de cárcel mínima. Rechazar las acusaciones habría significado simplemente una pena más larga, una multa más elevada y una minuta más cuantiosa del abogado. Por fin, la familia consiguió rebañar dinero suficiente para pagar al abogado y la multa, y Mahmoud fue puesto en libertad.

Pero cuando salió de la cárcel no había nadie esperándolo. La aldea había sido cerrada por las FDI. El cierre de tiendas y de carreteras después de un arresto, y la imposición de lo que de hecho equivale a un arresto domiciliario a toda una aldea, se ha revelado un medio muy eficaz de controlar a la población.

Al ver amenazado su medio de vida, los tenderos y muchas otras personas se vuelven en contra de las familias de las que sospechan que participan en actos de resistencia. Si los acusados han cometido realmente o no los delitos es menos importante que la creación de un clima general de temor, cólera y desconfianza, capaz de sofocar la rebelión. El hecho de que este tipo de castigo colectivo sea un crimen de guerra no ha impedido a las FDI perpetrarlo a menudo.

De ese modo Mahmoud emprendió en solitario la marcha de vuelta a su casa desde la prisión de Ofer. Después de su detención, la madre de Mahmoud me cuenta que el chico estuvo al principio callado. Se quedaba en la cama durmiendo. Evitaba el contacto con sus amigos y con la familia.

Pero finalmente empezó a discutir con sus padres. Les dijo que estaba enfadado con ellos por haber pagado la fianza, pero ese enfado le parecía a su familia más una expresión de prepotencia que una queja concreta. A aquel chico tan joven el hecho de haber sido arrestado le parecía una especie de rito de iniciación. Desde que fue detenido empezó a sentirse y a actuar como un hombre con derecho a controlar a su familia, especialmente a su hermana

Aunque la hermana de Mahmoud se reía al describir la conducta del chico, es evidente que se sentía frustrada por ella.

–¡Practica la autoridad conmigo! –dijo–. Se niega a dejarme salir de casa. No quiere dejarme utilizar mi teléfono. Dice que mis amigas son una mala influencia.

Ante estas quejas Mahmoud respondía sonriendo y encogiéndose de hombros.

Karim, que es más joven que Mahmoud y tiene el ejemplo de Issa para guiarlo, no intentaría nunca ejercer ese tipo de control sobre su hermana mayor, que también es una activista política. Si acaso, se muestra respetuoso con ella. Los dos chicos son callados, pero el silencio de Karim me da a mí la sensación de que se parece más a la timidez de un niño que a la hosquedad de un adolescente.

Mi conversación con Karim en el jardín de Issa es interrumpida por un pelotón de soldados israelíes. Alertados quién sabe cómo de mi presencia en el jardín –quizá por Baruch Marzel o por algún miembro de su familia, que parecen estar siempre encaramados ahí arriba asomados a la ventana, espiando lo que pasa aquí en el centro social–, los soldados exigen ver mi documentación y la documentación del joven activista en pro de la paz que me acompaña.

Habíamos tenido mucho cuidado de verificar previamente que nuestra presencia allí fuera autorizada, y nuestra familiaridad con las diversas órdenes relacionadas con las zonas de seguridad militar parece molestar al oficial al mando.

Mientras revuelven nuestra documentación, Issa muestra a los soldados cómo los cables de la electricidad de su casa fueron cortados la noche anterior. Al principio el oficial pretende darle una explicación. ¿Quizá los cables estaban gastados? Issa le muestra el corte limpio que se aprecia en ellos. A lo mejor lo hizo el propio Issa, comenta el oficial.

Mientras tanto yo he sacado mi teléfono y empiezo a grabar la conversación. Un soldado joven me dice que no grabe su cara; yo le pido disculpas y continúo grabando. Se vuelve de espaldas y se encoge de hombros, agachando la cabeza, como si quisiera esconderla en su propio cuerpo. Siento un destello de compasión por ese joven, casi un niño él también. Para la mayor parte de los reclutas de las FDI, prestar servicio en Hebrón es tener mala suerte, no una elección. Quizá este chico, como el que me acompaña, se sienta tan furioso y horrorizado por su experiencia en Hebrón que acabe convirtiéndose él también en un activista en pro de la paz.

Finalmente Karim y yo abandonamos el jardín y vamos caminando entre los matorrales hasta su casa. Vive muy cerca de Issa, pero la carretera entre las dos casas ha sido bloqueada por los colonos, de modo que para ir de una a otra debemos transitar por una tortuosa vereda, dando tal rodeo arriba y abajo hasta que ni siquiera estoy segura ya de dónde empezamos a caminar.

Cuando llegamos a su casa, el muchacho me presenta a su madre y a su hermana mayor, una chica muy vivaracha que me lleva a la sala principal y se sienta a mi lado en una gran colchoneta de espuma como las que había en casa de la familia de Mahmoud.

Es Karim el que va a la cocina a preparar café y zumo, no su hermana, y también Karim el que se dirige precipitadamente al cuarto de baño a preparar un cubo de agua para mí, por si quiero tirar de la cadena del retrete. Baruch Marzel, encaramado ahí arriba en su casa, directamente encima de la de ellos, puede abrir el grifo siempre que quiera, a cualquier hora del día o de la noche, pero en casa de la familia de Karim hay agua solo un par de horas al día. Yo utilizo la mínima posible, para que no tengan que ir a acarrear más.

Al cabo de un rato Karim y yo nos despedimos de su madre y de su hermana y bajamos al pie de la colina, donde Issa se ha reunido con el grupo de escritores con los que he venido a Hebrón. Karim e Issa hacen de guías para nosotros en un paseo por su ciudad asediada que da comienzo en un puesto de control en el que Issa es detenido, atrapado durante casi un cuarto de hora en el torniquete, como si fuera un animal enjaulado, mientras los soldados se ríen y fingen ignorar nuestras peticiones de que lo liberen, y termina en otro, en el que se llevan aparte a Karim.

–¿Qué están haciendo? –pregunto a los policías, también ellos chicos jóvenes, solo unos cuantos años mayores que Karim–. ¿Por qué lo detienen?

Se niegan a responder a mis preguntas y se limitan a seguir registrando e interrogando a Karim. Issa empieza a discutir con los policías, pero todo es en vano.

–¿Van a arrestar a Karim? –le pregunto a Issa–. ¡Pero si no ha hecho nada!

Issa se abstiene de decir lo evidente. En su lugar responde:

–Creo que es mejor que se vaya usted.

–¿Quiere que nos vayamos? –le pregunto–. Pero ¿no sería más seguro para Karim que nos quedáramos?

–Creo que lo retendrán hasta que se vayan ustedes. Y entonces lo soltarán.

Vuelvo la cabeza y miro a Karim, cuya expresión muestra el mismo estoicismo implacable que vi en Issa cuando quedó atrapado en el torniquete.

–¡Adiós, Karim! –grito.

El chico sonríe y me hace un gesto con la mano.

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Este texto está extraído del libro 'Un reino de olivos y ceniza,
publicado por Literatura Random House el pasado 8 de junio. El libro
es una recopilación de artículos de algunas de las voces más
destacadas del panorama internacional, editadas por Ayelet Waldman y
Michael Chabon, en colaboración con la ONG israelí Breaking The
Silence, cuando se cumple el  50 aniversario de la ocupación israelí
sobre territorio palestino.

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