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No saber si tendrás agua al día siguiente: la vida de miles de refugiados en Uganda

Una de las razones por las que el acceso al agua es tan difícil es el tamaño de los asentamientos de refugiados en Uganda. Fotografía: Atsushi Shibuya/MSF

Pablo L. Orosa

Al cielo de las guerras no le gusta la lluvia. Al menos no la lluvia tranquila que riega los pastos y humedece las gargantas. La lluvia de las guerras es violenta: cuando cae, solo sabe arrasarlo todo. Cuando huye, se lleva consigo alientos. Antes de que la guerra volviese a Juba, porque la guerra en Sudán del Sur nunca ha terminado de irse, a Betty le encantaba la lluvia.

La lluvia que reverdecía las cosechas y las ganas de seguir bailando. Ahora que vive de prestado en la vecina Uganda, a Betty le cuesta mirar al cielo. De donde caían las bombas ahora caen los mosquitos cargados de malaria. Más todavía le cuesta mirar al suelo. A cada pisada, este se resquebraja y por hondo que perforen allí ya no queda agua. Ni para lavar. Ni para cocinar. Ni siquiera para beber.

En su nuevo hogar, un bohío en el que las lonas de ACNUR son incapaces de aliviar el bochorno, solo hay un lujo: una silla de plástico azul en la que sentarse por turnos a disfrutar del trampantojo que el sol dibuja cada tarde al ocultarse sobre la última de las colinas que vallan la dehesa.

El resto de sus pertenencias, un vestido de flores rosas y unos pendientes blancos, las lleva siempre encima. Pero lo que realmente más le preocupa a Betty esta mañana, como todas las mañanas desde hace casi un año, es que de la garrafa amarilla de la que ya se desprendieron las letras caiga un poco más de agua. Solo un poco más. Lo suficiente para lavarse las manos.

Un millón de refugiados sursudaneses en Uganda

En Rhino, como en Bidi Bidi, en Impevi o en cualquiera de la otra decena de campos de refugiados del norte de Uganda, apenas hay agua. Desde que se recrudeció el conflicto en Sudán del Sur en diciembre de 2013, el país fronterizo se ha convertido en el lugar de acogida de más de un millón de sursudaneses.

La cantidad recomendada –por la Organización Mundial de la Salud– son 20 litros, pero aquí no llegan ni a cinco”, alerta Yves Lyre Marcellus, coordinador del programa de asistencia de Médicos Sin Fronteras (MSF) en la zona.

–“¿Agua? ¿Aquí?”— Se ríen dos jóvenes junto a la entrada de uno de los centros de atención primaria del campo.

A diferencia de otros muchos países donde los refugiados permanecen confinados en campos y no puede trabajar legalmente, Uganda ofrece a los recién llegados la oportunidad de una nueva vida: un pequeño terreno, dispuesto para cultivar y levantar un vivienda; libertad de movimientos, posibilidad de trabajar y acceso a los servicios básicos de educación primaria y asistencia médica.

En poco más de un año, lo que sólo eran pequeñas aldeas de agricultores se han convertido en inmensas “ciudades de sombra” a las que durante los meses de primavera llegaban a diario más de 2.000 personas.

Aunque en las últimas semanas la presión migratoria se ha reducido, más de 20.000 personas huyeron a Uganda a lo largo del mes de junio. Siguen siendo más de 600 al día, lo que sitúa a Sudán del Sur como la crisis de refugiados que más crece en el mundo. De hecho, el país africano es ya, tras Siria y Afganistán, el tercer lugar del planeta del que huye más gente.

Más del 80% son mujeres, niñas y niños

“Nosotros llegamos hace un año desde Juba. Allí la situación es muy mala”, traduce Tadeo, el mayor de los varones de la familia. Es todavía menor de edad. “Si te fijas aquí la mayoría son mujeres y niños. Los hombres cruzan la frontera con ellos, pero después se vuelven a Sudán a luchar”, comenta uno de los trabajadores de MSF.

Del más de un millón de refugiados sursudaneses acogidos por Uganda, más del 80% son mujeres, niñas y niños. Los propios campos, 13 en total, tres de ellos -Palorinya, Imvepi y Palabek Ogili- abiertos desde diciembre, están distribuidos en función de su configuración sociológica: las letras que identifican a las zonas reservadas a los menores no acompañados y a las familias sin varones son las primeras en ser atendidas.

Porque, desde hace meses, los recursos que llegan al norte de Uganda son muy escasos. La ración mensual de harina de maíz ha pasado, según el relato de algunas familias, de 15 a 1,5 kilos por persona y son cada vez más los que se desesperan mientras aguardan el reparto de las organizaciones humanitarias.

“Llevamos aquí varios días y no hay comida”, grita un joven que se hace llamar Obama desde una fila del campo de Impevi de la que sobresalen una retahíla de manos estiradas y cuencos vacíos: la tasa de desnutrición entre los menores de cinco años alcanza ya el 14,2%, apenas a unas décimas de lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) calificaría como situación crítica.

El actual ritmo migratorio requiere un esfuerzo humanitario que sobrepasa, sólo en Uganda, los 350 millones de dólares, pero los fondos actuales apenas cubren el 34% . El Programa Mundial de Alimentos (WFP, por sus siglas en inglés) ya se vio obligado en mayo a reducir las raciones de cereales y sus reservas se están agotando: si no llegan más ayudas, será imposible seguir atendiendo a los recién llegados. “Estamos en un momento crítico. Uganda no puede afrontar sola la mayor crisis de refugiados en África”, alertaba ya en marzo el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Filippo Grandi.

La esperada llegada del tanque de agua

Aunque la sombra solo cubre una de las porterías, en el campo de Rhino, que más bien es ya una ciudad con sus ultramarinos, sus tiendas de ropa y sus peluquerías, los chicos ya empiezan a repartir los equipos. A Oscar, que no se llamaba así pero no quiere que lo llamen de otra manera, le gustaría ir a jugar con la camiseta del Chelsea sobre su espalda menuda. A regatear piedras y rivales sobre la arcilla seca. “Pero hoy no puedo. Tengo mucha tarea”. Betty lo mira orgullosa.

Después de todo, al menos los niños pueden estudiar. La escuela, un pequeño barracón al otro lado del saque de banda, se ocupa de los críos por las mañanas. El fútbol lo hace por las tardes. Y solo el traqueteo de un camión interrumpe el partido.

—“¡Heeey!”

Algunos en sandalias, los demás descalzos, corren al encuentro del tanque de agua. Cuando por fin alcanza la tubería instalada junto a uno de los depósitos instalados por el Danish Refugee Council, una retahíla de garrafas amarillas como las de Betty y su familia esperan para ser llenadas.

—¡Yeee!—responde varios niños y dos madres al sentir el agua fresca golpear el plástico.

“El mayor problema que tenemos es el del agua. No es suficiente para lavar los  y para beber”, insistirá Betty cuando vuelva con la garrafa llena. “Tres veces al día tenemos que subir hasta la bomba –situada justo enfrente del centro de atención de MSF– para coger agua”.

Hay días, como hoy, en los que ni siquiera allí la encuentran. No queda otra, entonces, que recorrer el campo, la ciudad de los refugiados, en busca de agua.

En esta época del año, el suelo está demasiado árido. El río que baña la parte baja del campo se ha evaporado y el suministro de agua depende de los camiones cisterna: “Y eso no es rentable a largo plazo. Ni siquiera la ONU lo va a poder mantener”, subraya Yves. La factura mensual asciende a 400.000 dólares.

Durante semanas, además, el abastecimiento no es regular. “Si eres afortunado recibes seis litros, si no tres. O nada”, sentencia, sin dejar de intentar borrar el sudor de su rostro, el responsable de MSF. El calor resulta insoportable.

Son muchos los que no logran sobrevivir. A Uganda los refugiados llegan extenuados, con el estómago lleno de parásitos y la conciencia quebrada por los horrores: han visto bombardeos, ejecuciones y agresiones sexuales, mas también familias incapaces de sobreponerse a una hambruna que, si bien ha sido rebajada, ha dejado a más de seis millones de personas en riesgo de inseguridad alimentaria.

A los cuerpos huidos, enflaquecidos pero todavía capaces de seguir peleando, los acaba de vencer a menudo la lluvia de la guerras. Porque cuando cae, furiosa, lo enfanga todo. Y lo que antes era un secarral se convierte de pronto en alimento para los mosquitos y su malaria. También para la diarrea y el cólera. “En época de lluvias el riesgo de malaria se multiplica por tres”, apunta Yves. Por eso, MSF lleva semanas repartiendo mosquiteras. Más de 40.000. A ver si son suficientes.

Todo sería más fácil si hubiese agua. Agua de la lluvia tranquila. Como la que alegraba los domingos de Betty en Juba. Porque con ese agua el río bajaría repleto y de los grifos brotaría lo suficiente para llenar un centenar de garrafas. Y otro más si hiciese falta. Pero como el cielo de las guerras parece empeñado en seguir ensañándose con los atardeceres de esta franja del ecuador. A Betty, a Oscar y a los pequeños que disparan penaltis para decidir el ganador del partido no les queda más futuro que el que pueda ofrecerles la bomba que acaban de instalar río arriba.

El nuevo entramado de ocho kilómetros de tuberías, casi una veintena de fuentes y pozos y media docena de depósitos está ya listo. 400.000 metros cúbicos al día que abastecen a 21.000 personas. En principio debería haber sido suficiente para atender a casi la mitad del campo, pero Rhino ha multiplicado su población hasta los 86.770 refugiados. Demasiadas gargantas para la lluvia de la guerra.

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