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“Hasta aquí podemos llegar”

N.C.

Néstor Cenizo

Nador (Marruecos) —

“Esta es nuestra frontera. Hasta aquí podemos llegar”. La frontera a la que se refieren Súper y su acompañante, Abou, es una vía de tren que separa unos campos de olivos de las primeras casas de Selouane, en Marruecos. A medio camino entre Nador y Selouane, y a unos 30 kilómetros de Melilla, se levantan unas colinas suaves con pinos bajos que sirven de refugio a cientos (a veces miles) de africanos que esperan su turno para embarcar rumbo a Europa. La montaña se llama Bolingo, y cobija a hombres, mujeres y niños que han atravesado medio África. El mar es el último obstáculo.

Primero, llegar hasta aquí. Luego ya se verá. “En patera, en un coche o saltando, nos da igual. Una vez llegamos, nos da igual. Será como Dios quiera”, explican dos muchachos de Sierra Leona que, desde el monte, van camino de los arrabales más cercanos. En febrero de 2015 el ministro de Interior marroquí anunció oficialmente lo que ya venía haciéndose desde hacía meses: que las fuerzas auxiliares o la policía desmantelarían todos los campamentos de inmigrantes cercanos a las fronteras con Ceuta y Melilla.

Estos dos chicos corren el riesgo de ser detenidos y trasladados a cientos de kilómetros al sur, y por eso habitualmente sólo se atreven a buscar las sobras del mercado a la caída de la tarde, cuando los gendarmes ya descansan. Esta vez han bajado a mediodía porque durante el Ramadán la tolerancia de la policía marroquí es mayor. Que los gendarmes tengan hambre o sueño también facilita que puedan escabullirse más fácilmente.

En Bolingo están varios de los asentamientos más poblados de Nador, aunque pierden habitantes con la llegada del buen tiempo, cuando muchos se echan al mar en busca de Europa. La presión policial y el refuerzo de la valla del lado marroquí han vaciado el monte Gurugú, el más cercano a Melilla y donde hoy van a parar quienes nada tienen y no pueden costearse pasar en un doble fondo o la travesía mediterránea. Poco más de medio centenar de personas han superado la valla de Melilla en lo que va de año; más de 2.200 lo lograron en 2014. Los saltos de valla son una rareza y quienes entran a Melilla lo hacen, habitualmente, en dobles fondos. Fuentes conocedoras de la situación estiman en unos 1.400 los subsaharianos en torno a Melilla, la mayoría en Bolingo y Carrier; en Gurugú apenas quedaría medio centenar.

El camino hacia estos campamentos, establecidos según el idioma de quienes lo habitan, pasa primero por unos olivos que, llegada la época, ellos varean por un salario esclavo. Luego hay un secarral yermo que da a un bosque en el que se ocultan miles de personas en condiciones precarias, asolados por el frío y la humedad en invierno, el calor sofocante en verano, y el hambre siempre. “Vivimos de la mendicidad. Recogemos los restos, a veces podridos, para sobrevivir. No es normal. Vivir de la basura no es normal”, dice Súper, una especie de líder que hace de guía en un campamento donde viven cameruneses, gambianos, senegaleses y marfileños.

El campamento se organiza en torno a la autoridad de un jefe, que reparte las tareas, recauda una especie de impuesto, contacta con los marroquíes que fletan las barcazas, gestiona el transporte hasta las playas y autoriza y guía a las visitas. Esa figura aquí responde al nombre de Súper, quien dice haber llegado en 2005 y haber intentado cruzar a Melilla en una veintena de ocasiones, alguna de las veces con éxito. “Conozco cualquier lugar de Melilla”, asegura.

Súper se representa a sí mismo como una especie de cooperante en asuntos de migración. Se ve madera de activista, y fantasea con que si un día alcanzara Europa se dedicaría a organizar las rutas y a asesorar en materia de inmigración. Pero él no intenta cruzar el Mediterráneo, sino que organiza el campamento, a veces viaja a distintas ciudades de Marruecos y responde a su teléfono móvil con la frecuencia de un ejecutivo. “Sin una organización no podemos hacer nada. Todo debe estar programado”, dice Súper, que explica entonces que los domingos se reúnen y toman las decisiones en grupo. “Yo no me llevo dinero de todo esto. Sólo quiero ayudar”, insiste.

“Volver es muy difícil. Me rechazarían. Se espera que hayas triunfado”

“Volver es muy difícil. Me rechazarían. Se espera que hayas triunfado”Olivier, un inmenso camerunés que viste una chilaba blanca de la que él mismo se mofa, tiene que bajar al cibercafé porque se ahoga en el monte. Lleva aquí un año y es demasiado grande para saltar la valla o meterse en un doble fondo. Su esperanza es el mar. Cuenta que en Yaoundé tenía techo, necesidades satisfechas y una tienda de informática. Vino por “descubrir el mundo” y hoy se arrepiente, pero no volverá sobre sus pasos: “Volver es muy difícil. Me rechazarían. Se espera que hayas triunfado, que aportes económicamente a la familia. Si no lo haces te van a rechazar. Yo dejé todo atrás. Tengo mi familia, pero lo dejé atrás”.

Su vida en el campamento francófono de Bolingo es un bucle alterado por la visita regular de los marroquíes que todo lo queman. En cada punto cardinal en torno al asentamiento hay vigías organizados en turnos, pero eso sólo sirve para salvar lo importante: a ellos mismos, que corren monte arriba, y algunas pertenencias. Los policías llegan al amanecer, capturan a los que pueden, juntan lo que ellos no han podido recoger y lo hacen arder en una gran pira. Toca entonces recomponer el campamento: recoger mantas, pedir ropa a los vecinos del pueblo, traer nuevos tablones. En unos cinco mil metros cuadrados se extienden centenares de tiendas, que ellos llaman “búnker”.

Si bajan al pueblo, deben volver con garrafas de agua para abastecer al grupo, a veces hasta cinco en un solo viaje, o llevarse decenas de móviles que recargan en el locutorio. Los víveres los consiguen de la caridad, al cierre del mercado, de los occidentales que los visitan y a veces, de las trampas que colocan en el monte para cazar jabalíes. A la hora del almuerzo Chantelle prepara un sabroso revuelto utilizando salchichón, convertido en un capricho desde que lo probaron. Es la maestra de Bolingo: 30 alumnos, cinco veces por semana. “A mí me gustan los niños y aquí les falta todo. Así que dos semanas después de llegar me dije: ¿por qué no darles un poco de educación?”.

También a ella le viene bien, admite, tener algo que hacer en el bosque. Reunidos en torno a un casete en el que suena música africana, los hombres enseguida derivan la conversación a lo futbolístico, hasta acordarse de N'Kono, portero del Espanyol en los 80. “Ahora sigue trabajando para el club. Es una persona importante allí, creo”, dice Olivier. Entonces enlaza con su caso. “¿Es más fácil conseguir papeles en España o en Alemania? ¿Hay racismo allí?”.

Hay poco que hacer en Bolingo: conseguir alimento, escapar de las porras, esperar cita con el mar. Camino del pueblo, Olivier lo resume así: “Tengo que cambiar de ambiente. Necesito ver casas, comercios, una cafetería… Tanto bosque no es bueno”.

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