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Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

¿Se puede ganar la guerra contra Airbnb?

Turistas vienen y van un día cualquiera en Malasaña.

Pedro Bravo

Lo que está pasando a las ciudades con el tema de los apartamentos turísticos se puede explicar muy fácil remezclando ese microrrelato de Monterroso, probablemente el más manoseado del mundo: cuando despertaron, Airbnb ya estaba por todas partes. Pero una cosa es explicarlo fácilmente y otra es que se pueda solucionar igual.

El viernes se presentó por fin el Análisis del impacto de las viviendas de uso turístico (VUT) en el Distrito Centro, encargado por la Junta Municipal. El estudio, realizado por la consultora Red2Red, es extenso y profundo y está documentado con otros informes –a veces parciales de uno y otro lado (Airbnb o la patronal turística Exceltur)–, entrevistas a responsables políticos, expertos y colectivos vecinales, encuestas a propietarios, auditorías varias y literatura académica.

Resumen en cifras: hasta 9.723 VUT (viviendas de uso turístico) en el distrito, el 80% de ellas casas completas. Un 12,3% del total de las viviendas de Centro, nada menos. En Sol, el porcentaje es del 31,2%, pero es en Embajadores (Lavapiés) y Universidad (Malasaña) donde hay más volumen de VUT. La oferta crece a toda mecha: en 2016 el número de reservas aumentó un 35%. Cada mes, sube entre 2.000 y 3.000 sólo en el distrito estudiado, locurón. Y, finalmente: el 58% de los anunciantes son multipropietarios o agencias.

Resumen en letras: está creciendo exponencialmente, no se trata de economía colaborativa, no conserva nada del espíritu social, es un hueco legal que permite el avance voraz de los mercados inmobiliarios, está expulsando gente de los barrios, hace que disminuya la oferta del alquiler tradicional y aumente el precio, influye en la oferta comercial del entorno y, en definitiva, es un problema de narices.

Mientras la Comunidad de Madrid, la que más capacidad tiene para poner orden, sigue enterrando la cabeza, el Ayuntamiento filtra algunas de sus intenciones: que haya una VUT por arrendatario para evitar multipropietarios y agencias intermediarias y limitar a 60 días al año como máximo, ambas cosas sugeridas en el informe presentado el viernes, junto con otras también necesarias como aplicar una tasa turística o controlar la expansión por barrios a través de una zonificación. Pero tanto el informe como las propias declaraciones de los responsables del Ayuntamiento hablan de colaborar con Airbnb y las demás plataformas. Y se equivocan o, más bien, se quedan cortos.

Las caricias no funcionan

Si algo demuestra la corta historia del asunto es que las operadoras y los que se anuncian en ellas no necesitan caricias sino mano dura. Todas las ciudades que normalmente se ponen como ejemplo de regulación están comprobando cómo falla. Sí, en Ámsterdam, Lisboa, París y hasta Berlín y Nueva York, que prácticamente han prohibido el asunto, no están consiguiendo domar a Airbnb. Barcelona, con las multaslas inspecciones y el Plan Especial Urbanístico de Alojamientos Turísticos (PEUAT), tiene a todo el mundo pendiente porque muestra el camino de firmeza necesaria. Lo mismo que una reciente noticia llegada de San Francisco.

La ciudad donde nació y reside Airbnb denunció a la empresa y ésta ha aceptado un acuerdo: dará cada mes una lista completa de sus apartamentos y anunciantes y se compromete a retirar los que incumplan la normativa, un apartamento por propietario que no podrá ser alquilado más de 90 noches al año, entre otras cosas. Pero la clave, más que en los detalles del pacto –que aún tiene que ser aceptado por el alcalde, Ed Lee–, está en la razón por la que Airbnb decide de repente portarse bien.

La compañía está preparando una salida a Bolsa que puede ser un pelotazo. Su valor actual se calcula en unos 31.000 millones de dólares y sus fundadores, Brian Chesky, Joe Gebbia y Nathan Blecharczyk, se están dando cuenta de que es mejor no tener causas pendientes para no espantar a los futuros accionistas. Es momento de pegar duro.

Madrid debería inspeccionar y multar a quienes no cumplen la actual regulación (estar registrado, tener una placa visible) y a las plataformas que lo permiten. Debería revisar el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU), que tiene nada menos que 20 años, para que las viviendas sólo puedan ser tal cosa y no lugares con actividad económica. Debería hacerse mirar su trastorno bipolar, el que le lleva a mostrarse preocupado pero a presumir de los dos millones y medio de personas que vendrán al saturadísimo Distrito Centro por eso del World Pride. Debería, en resumen, demostrar con hechos y no con declaraciones que está por la labor.

Demostrárselo a la Comunidad, para presionarla así a mover ficha. Demostrárselo a los propietarios que se están aprovechando de la situación y, claro, a las operadoras, que están muy tranquilas por aquí. Y demostrárselo también a los vecinos, que no entienden por qué se dice una cosa y luego se aprueba en pleno que todo un edificio (Divino Pastor, 9) se dedique a esto; vecinos hartos que se organizan y se manifiestan al grito de “Madrid no se vende” y que han recuperado para Madrid y Barcelona el sindicato de inquilinos para reclamar alquileres justos.

Acabo tratando de responder a la pregunta que da título todo este macrorrollo: ¿se puede ganar la guerra contra Airbnb y la plaga de viviendas de uso turístico? Quizá sí, pero sólo si se planta batalla.

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Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

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