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Alberto Vázquez Figueroa publica el que “quizá” sea su último libro, “Hambre”

Alberto Vázquez Figueroa publica el que "quizá" sea su último libro, "Hambre"

EFE

Madrid —

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Alberto Vázquez Figueroa es un escritor prolífico, con más de 80 libros publicados y 25 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, pero a él le gustaría ser recordado por “Hambre”, su última novela, porque “quizá” sea la última que escribe, se sincera el narrador.

Cuesta creer que aquí acaba todo, si se tiene en cuenta que para Vázquez Figueroa escribir ha sido mucho más que una forma de ganarse la vida, casi una necesidad vital, dictada por las entrañas, de crear historias que reflejen todo lo que él mismo ha vivido.

Así, se apresura a matizar: “Puede que escriba algo más, pero será solo porque me aburro. Hace meses que terminé 'Hambre' y ya no se qué coño hacer”, explica a Efe en una entrevista convocada en el despacho de su casa en Madrid, donde todo huele a recuerdo.

Las fotografías en blanco y negro que cubren las paredes de la habitación testimonian las guerras y aventuras que vivió como reportero bélico, como la invasión estadounidense de la República Dominicana o las guerras del Chad, del Congo o de Bolivia.

Vázquez Figueroa (Tenerife, 1936) ha sido un nómada sediento de riesgo, incapaz de echar raíces mientras hubiese peligro en algún lugar. Tras terminar la carrera de Periodismo en 1959, se fue a la Polinesia, y de ahí a África, y luego al mundo entero. “Estaba deseando que estallara un conflicto”, asegura el novelista.

El autor de “Ébano”, “Tuareg” o “Cienfuegos” explora en “Hambre” (Ediciones B) las causas que dilatan este problema mundial, aunque destaca una, “la carencia de agua”, que impide a los habitantes de los países subdesarrollados cocinar los alimentos que llegan a través de la ayuda humanitaria.

En el Sáhara, donde le deportaron durante la Guerra Civil junto a su madre, descubrió que el hombre más venerado era el mejor narrador de historias, y eso es lo que ha pretendido siempre, contar sus vivencias en libros que acercan las sombras del mundo.

Ser uno de los autores más leídos en castellano le da “exactamente igual”. “Algunos matarían porque la historia de la literatura les dedicase unas líneas; a mí me importa un carajo”, dice, mientras chupa con pasión un puro, uno de sus “pocos” vicios.

A sus 78 años, vive entre Madrid y Lanzarote consciente de que aquella vida frenética, de conflictos, revoluciones y terremotos, pertenece ya al pasado, aunque el escritor no hace memoria desde la nostalgia o el orgullo, solo desde la perspectiva de un hombre que puede permitirse “decir y hacer lo que quiera”.

Una bala le alcanzó una pierna, y sus inmersiones como submarinista a bordo del Cruz del Sur, donde compartió vivencias con Jacques Cousteau, le causaron una pérdida de audición, pero “volvería a vivir la misma vida”, asegura.

Su profesión le ha enseñado a olvidar rápido y a vivir con gratitud, sin que un excesivo sentimentalismo le empañe el corazón. “Uno aprende a desconectar de aquellas cosas que no domina”, asevera.

Ha sabido curar sus cicatrices con el bálsamo del olvido, pero algunas experiencias, como su participación como buzo en la tragedia de Ribadelago (Zamora) en 1959, que dejó un pueblo arrasado tras reventar una presa, sí le han marcado. Sólo “la vejez” es su aflicción más reciente, aunque en su caso el cuerpo no delata su edad.

Sin esquemas ni consideraciones previas, así escribe Vázquez Figueroa, sin la pretensión de gustar a nadie. Únicamente, teje historias a través de unos personajes que, a lo largo del mes de media que le dura escribir un libro, se convierten en su familia.

Luego, cuando escribe la última línea, no mira hacia atrás, se niega a releer sus propias narraciones y deja marchar, sin remordimientos, a sus protagonistas.

“Porque un día” -añade- escribes 'Tuareg' y vendes tres millones de copias, pero al siguiente escribes 'Palmira' y te sale una mierda“, dice.

El escritor, al que llaman Anaconda por titular así su biografía, ha comprobado, con sus viajes y misiones periodísticas, las bajezas del ser humano, y sin embargo sigue creyendo en utopías.

“Yo mismo llevé una a cabo”, explica. Se trata de la desaladora que formó parte de un proyecto con el que perdió “mucho dinero” y cuya pretensión era potabilizar el agua del mar por presión.

Sus obsesiones han caminado de la mano de sus pasiones, escritas con nombre de mujer. “Infiel por naturaleza”, se define, reconoce que en su juventud eran pocas las que se resistían, aunque dice que un hombre sólo debería hablar de sus “fracasos” amorosos.

El recuerdo de esos amores de juventud le arranca una sonrisa, al contrario que hablar de política. “A algunos habría que fusilarlos”, sentencia con rostro serio: “Todos los políticos se corrompen”.

No le dura mucho el enfado, porque Vázquez Figueroa es alegre sin querer y sabe que tragarse la bilis de rabia es más peligroso que correr para evitar las balas. Por eso, ve películas de risa y cuenta chistes, “aunque sean malos”. Y es que también hay frivolidad en esta vida de leyenda a la que aún le quedan muchos capítulos.

Isabel Peláez.

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