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Barras vacías: Un paseo por los cafés icónicos de América Latina

Un empleado del Café Lamas se alimenta en la sede del café, el 12 de mayo de 2020, en Río de Janeiro (Brasil). En sus 146 años de vida, el Café Lamas solo cerró sus puertas en dos ocasiones: durante la revolución de las vacunas (1904) y luego del suicidio del presidente Getulio Vargas -en agosto de 1954-, uno de sus clientes más fieles.

EFE

Buenos Aires/Río de Janeiro/La Habana/Montevideo/Ciudad de México/Medellín —

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Por primera vez, en más de siglo y medio, las mesas de El Café Tortoni están vacías. Ni la fiebre amarilla que acabó con la vida de miles personas en 1871, ni los graves disturbios frente al establecimiento en la crisis del 2001 pudieron con él. Tampoco las dictaduras. Ha sido el coronavirus quien ha impuesto el silencio en su salón, como en otras cafeterías icónicas de Latinoamérica, escenarios y testigos de la historia.

Al calor y la vida de El Tortoni, inaugurado en 1858, no faltaron Jorge Luis Borges, Alfonsina Storni o Federico García Lorca. También Benito Quinquela Martí o Carlos Gardel. Maximiliano Zacca, uno de sus actuales camareros, se pregunta si en estos dos meses de vacío, desde la llegada de la pandemia, sus espíritus cuidaron del lugar que una vez consideraron suyo. “Espero -dice- que estén rondando, y que nos den una mano”.

Como en El Tortoni en Buenos Aires, la necesidad ha obligado a echar la persiana a otras barras emblemáticas a lo largo del continente; El Café Lamas en Río de Janeiro, El Brasilero en Montevideo o El Floridita en la capital cubana. El Salón Málaga en Medellín o El Café La Habana, en Ciudad de México.

UNA CASA DE ARTISTAS QUE LO HA VIVIDO TODO

Ante El Tortoni sucedió Argentina, con solo 42 años más que el café.

“Acá en la esquina ha muerto gente”, cuenta Zecca sobre los días más tensos de la crisis de 2001, cuando El Tortoni tuvo que cerrar por los fuertes disturbios entre manifestantes y policías en la Avenida de Mayo. Ese 20 de diciembre de disparos, muchos clientes y empleados se quedaron dentro del local en medio de la tormenta de violencia, pero al día siguiente volvieron a abrir como siempre.

Ha sido el coronavirus el que ha acabado con una racha de 162 años, por eso, el día que decidieron el cierre temporal los empleados quedaron impactados y sintieron, cuenta Zecca, que estaban viviendo algo “histórico”.

Tan pronto como el Gobierno argentino permitió la reapertura para servicio de recogida o domicilio, El Tortoni decidió que no podía perderse más tiempo de la historia argentina aunque la experiencia del cliente quede acotada a ver desde la vereda su salón de art-nouveau.

“Que los 162 años duren 162 años más, y por eso estamos todos poniéndole el pecho a esta situación: es historia pura El Tortoni”, insiste el camarero, quien ya prepara el salón para la añorada reapertura, así sea reduciendo su capacidad. De 300 clientes pasarán a 70, dos metros de distancia entre mesa y mesa mediante.

EL CAFÉ LAMAS DE RÍO, ESCENARIO FUNDADOR

En sus 146 años de vida, el Café Lamas solo cerró sus puertas en dos ocasiones: durante la revolución de las vacunas (1904) y luego del suicidio del presidente Getulio Vargas -en agosto de 1954-, uno de sus clientes más fieles. Sobrevivió a los estragos que causó la gripe española en 1918, a la dictadura, a la hiperinflación de la década de los 90 y a la profunda recesión económica del 2015 y 2016 de la que apenas comenzaba a levantarse Brasil cuando apareció el nuevo coronavirus.

Siempre sobrio y discreto, el Lamas comenzó a funcionar el 4 de abril de 1874 en la plazoleta de Largo do Machado, límite de los barrios Flamengo y Larangeiras, en la zona sur de Río de Janeiro. Allí, el portugués Manuel Thomé dos Santos Lamas vendía café y pan en un espacio en el que también se podía jugar billar, y aunque entonces no prevalecían los lujos,sí una especie de camaradería que le dio la fama entre la “jet set” de la época. Hoy sigue siendo considerado como una especie de “secta” a la que hay que pertenecer.

Siempre fue frecuentado por artistas, políticos, jugadores de fútbol, actores de televisión y prácticamente no hubo diferencia cuando nos cambiamos (de localización, hace más de 40 años) y su clientela vino toda para acá“, explica Milton Brito, socio del establecimiento desde hace más de tres décadas.

Aunque la bohemia y la farándula han sido clientela asidua del lugar, y personalidades como el arquitecto Oscar Niemeyer, el artista Cándido Portinari o el escritor Machado de Assis eran frecuentes visitantes, el Lamas ha estado siempre íntimamente ligado a la política.

Los presidentes Eurico Gaspar Dutra (1946-1951), Juscelino Kubitschek de Oliveira (1956-1961) e Itamar Franco (1992-1995), se pasearon entre sus mesas, pero fue Getulio Vargas (1930-1945 – 1951-1954) uno de sus clientes más fieles.

“El Lamas quedaba en Largo do Machado y el palacio quedaba -y queda- a unos 500 metros de allí, y Getulio venía para la comitiva y paraba un rato en el Lamas para tomar el té a eso de las 4 o 5 de la tarde. Tomaba ese té con las tostadas y después se iba para el palacio, no lo hacía todos los días, pero lo hacía seguido”, asegura Brito.

Aunque Brito no sabe con certeza qué tipo de estrategias políticas llegaron a urdirse en las mesas del Lamas, bajo su techo han nacido desde partidos políticos hasta reconocidos clubes de fútbol.

“Varios partidos políticos fueron fundados entre cerveza y cerveza y el Flamengo Fútbol Club, por ejemplo, fue fundado en el Lamas el 15 de diciembre o de noviembre de 1895”, relata.

Para este socio del café más tradicional de la “cidade maravilhosa”, la pandemia cayó como un “balde de agua fría” y aunque es consciente de que la vida de cualquier ser humano “está en primer lugar” reconoce que el asunto está “complicado, pero hay que seguir adelante”.

HEMINGWAY SE QUEDA SOLO

A diferencia de otros bares emblemáticos sobre los que acecha el fantasma del cierre, El Floridita, el bar más emblemático de La Habana, no ve pender sobre su barra y taburetes la espada de Damocles como sí ocurre en otros lugares icónicos de la región.

Cuna del célebre daiquiri y parroquia preferida del escritor Ernest Hemingway durante los años en que vivió en Cuba, este establecimiento es uno de los muchos locales de restauración y ocio que gestiona el Estado en el único país comunista de América.

Y esa peculiar circunstancia es lo que previsiblemente salvará al bicentenario Floridita: al ser de titularidad estatal y parada obligatoria para los turistas en La Habana, y por tanto fuente segura de recaudación de divisas, las posibilidades de que cierre son casi nulas, en especial porque la isla atraviesa una grave crisis económica y necesita más que nunca de esta moneda fuerte que regresará a ritmo de coctelera.

El local recibe cada año a unos 250.000 clientes, y aunque el autor de “Por quién doblan las campanas” sea el más célebre, la lista de visitantes ilustres no acaba en el Nobel estadounidense: por allí han pasado otros escritores como Tennessee Williams o Graham Greene, el expresidente de EE.UU, Barack Obama; estrellas del celuloide como Gary Cooper y Marlene Dietrich, futbolistas y estrellas del béisbol.

Pero en estos días de pandemia Hemingway -en su versión estatua de bronce- está más solo que de costumbre, acodado como siempre en una esquina de la larga barra tras la que el catalán Constantino Ribailagua, “Constante”, ideó el famoso cóctel a base de azúcar, jugo de limón, ron, hielo frapeado y unas gotas de marrasquino.

Como el resto de los bares y restaurantes del país, El Floridita ha cerrado sus puertas hasta que pase la pandemia del COVID-19. En el salón, silencioso, no retumban las notas juguetonas del son cubano y las batidoras tampoco zumban frenéticamente mezclando daiquirís para los turistas que llegan sedientos, a los que Cuba cerró la entrada a finales de marzo.

Aunque la supervivencia del Floridita parezca asegurada, de momento las autoridades cubanas no han explicado si limitarán el aforo o qué medidas aplicarán para garantizar la distancia entre una clientela deseosa de dejarse llevar con despreocupación por el ritmo cubano en la meca de uno de los cócteles más famosos del mundo.

EL SALÓN MÁLAGA, CORAZÓN TANGUERO DE MEDELLÍN

Sin alma e impregnados de nostalgia han sido los últimos días del Salón Málaga, un tradicional cafetín de Medellín que por la pandemia tuvo que silenciar los tangos y los boleros que han alimentado en esa ciudad la vieja bohemia y las tertulias por más de medio siglo.

Escondido entre los comercios del centro y con una estética retro, el bar más famoso de Medellín, ciudad donde murió Carlos Gardel en 1935, “resiste” ante un cierre que ha puesto presión a sus finanzas y tiene melancólicos a sus clientes.

“Hoy estaría el Málaga lleno y con un grupo en vivo”, asegura César Arteaga, administrador de este café-bar, considerado patrimonio histórico de la ciudad y visita obligada de los amantes de la música antigua. “Estamos soportando, aguantando”.

Fundado en 1957 por su padre, Gustavo Arteaga, El Málaga ha sido por seis décadas punto de encuentro para melómanos, músicos, maestros, periodistas y escritores. El pintor y escultor Fernando Botero, el expresidente Belisario Betancur o el cineasta Víctor Gaviria fueron algunos de sus clientes más ilustres, a los pies de Gardel.

No obstante, El Málaga tiene experiencia en sortear turbulencias y confía en superar también los estragos de la pandemia. Hace cuatro años, un incendio casi les hace perder su premiada colección musical, compuesta por más de 7.000 acetatos, y la construcción del famoso metro de Medellín también los puso en jaque, relata Arteaga, quien no obstante reconoce que nada fue tan duro como los difíciles años de “la guerra de la mafia”, a finales de los 80, “cuando empezaron a tirar bombas por toda la ciudad”.

Ahora, sus preocupaciones son otras: no tener con qué pagar a sus 14 trabajadores o la situación de la veintena de artistas que atraían a más de un millar de personas con jornadas enteras de tangos y boleros.

“Pase lo que pase, el Málaga no se puede cerrar, así tenga que hacer lo que sea. Este es un legado muy grande; no solo pierde la familia Arteaga sino toda Medellín”.

CAFÉ LA HABANA, LA CUNA MEXICANA DE LA REVOLUCIÓN CUBANA

Número 62 de la Calle Morelos, esquina con Bucareli. Unas viejas y pesadas cortinas de metal cubren hoy los enormes ventanales del famoso Café La Habana de la Ciudad de México, abierto desde 1952, hervidero de periodistas y lugar de encuentro para Fidel Castro y el “Che” Guevara.

La pandemia del coronavirus, que vive estos días su etapa más crítica en el país, ha provocado un silencio inusual y el cierre parcial del famoso local que, por ahora, sólo ofrece el servicio de venta para llevar: café en vaso o en grano.

La leyenda cuenta que bajo el intenso aroma a café que deja escapar el viejo molino y las hoy vetustas pero funcionales cafeteras Castro y Guevara planearon la Revolución Cubana.

“Aquí estuvieron, se sentaban entrando a la derecha”, cuenta en entrevista con Efe Benito Arce, un asiduo visitante al café, tanto, que hasta en estas horas bajas se acercó a sus puertas.

Con 88 años a cuestas, luce cansado, pero se muestra lúcido al momento de recordar fechas y personajes significativos que asistían al lugar.

“Podemos decir que vengo desde su fundación”, asegura al recordar también que asistían numerosos periodistas por la cercanía de las redacciones de diarios y revistas; escritores, intelectuales y artistas como los cómicos Adalberto Martínez “Resortes” y Jesús Martínez “Palillo”, popularmente conocidos en México.

También se cuenta que el lugar cobró otra gran parte de su fama por haber sido el punto de reunión, durante algún tiempo, de dos nobeles, el colombiano Gabriel García Márquez y el mexicano Octavio Paz.

Sus rincones quedaron inmortalizados por el escritor chileno Roberto Bolaño en sus novelas “Los detectives salvajes” (1998) y “Amuleto” (1999), y allí, junto a otros poetas chilenos y mexicanos dieron vida al movimiento “infrarrealista”.

“Casi era para intelectuales y artistas”, apunta Arce, aunque revela que antes de establecerse el local no estaba destinado a actividades tan elevadas, sino a una tienda de maquinaria agrícola.

En esos casi 70 años de historia, La Habana ha soportado dos grandes sismos, el de 1985 y el de 2017, y ha tenido al menos una docena de administraciones.“Es triste verlo así, cerrado, pero hay que aguantar lo que venga”, apunta Arce. Si superó los terremotos, por qué no una pandemia.

EL CAFÉ BRASILERO, VERSO DE GALEANO Y BENEDETTI

Situado en el casco antiguo, la Ciudad Vieja, las paredes del Café Brasilero han sido testigos del crecimiento de la capital uruguaya. Hoy, golpeado por la crisis del coronavirus, el establecimiento atraviesa uno de sus momentos más duros. Aunque permanece abierto, perdió el 50 % de sus clientes que eran turistas -ya que hoy Uruguay tiene fronteras cerradas- y, del 50 % restante, son pocos los montevideanos que se acercan.

Fundado en 1877, este angosto rincón, cuyo aroma a antiguo se pasea entre las mesas añejas, la fachada acristalada y una tenue iluminación, ha llegado a figurar en los últimos años en guías de viaje como uno de los mejores cafés del mundo y, entre sus paredes, esconde grandes historias literarias.

Cuando se habla del Café Brasilero es imposible no referirse al escritor y periodista Eduardo Galeano, quien lo consideraba su refugio, su segunda casa, y se sentaba en la mesa junto a la ventana para reflexionar, ver caminar a la gente e inspirarse para la escritura.

“Hasta lo último Galeano venía y siempre estaba mirando por la ventana, escribía, se tomaba un café, estaba siempre pensante, era un lugar de relajación, de planificación. El café le daba la posibilidad de planificar sus escrituras”, recuerda su dueño, Santiago Gómez, quien lleva 11 años al frente.

La tranquilidad, su capacidad limitada de público o quizá el hecho de ser un sitio con más de 140 años de historia fueron un reclamo para que otros grandes escritores también se apropiaran del café. Entre ellos Mario Benedetti. En la portada de su antología de cuentos “A imagen y semejanza” puede verse al autor sentado precisamente en la “mesa de Galeano” y mirando hacia la calle.

Esta imagen y la portada del libro están encuadradas en una de las paredes del Café Brasilero, junto a una firma de Galeano con la dedicatoria: “Bienvenido al café, Mario. Tu café, nuestro café. Ya nunca más te dejaremos ir”.

La identificación de Galeano con el café era tal que en el contrato de alquiler del inmueble uno de los puntos aclaraba que tenía derecho a un café gratis a diario.

Una de las anécdotas que Gómez recuerda con más nostalgia ocurrió un verano cuando cerraron por una semana y Galeano quiso ir pero se encontró con que el lugar no estaba abierto.

“Nos dijo 'por favor no cierren – comenta entre risas - y si van a cerrar me tienen que avisar'”.

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