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El festín de las élites. Una boda en Barcelona

J. P. Velázquez-Gaztelu

En una soleada tarde de otoño de 2013 cientos de invitados se congregaban en la basílica de Santa María del Mar, en Barcelona, para asistir a la boda de dos jóvenes de la alta sociedad catalana. Pablo Lara García, hijo del hoy fallecido José Manuel Lara Bosch, propietario del imperio editorial Planeta, se casaba con Anna Brufau Rotés, hija del director general de la multinacional tecnológica Indra, Manuel Brufau, y sobrina del presidente de Repsol, Antonio Brufau. Según relataba el diario La Razón, propiedad del padre del novio, el enlace, oficiado por el cardenal prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Antonio Cañizares, “acogió a la plana mayor del mundo político, económico y social español y convirtió al barrio del Born en una gran celebración espontánea por la futura vida de la feliz pareja”. Pero mientras entraban bajo el pórtico de la joya del gótico, los invitados tuvieron que escuchar los gritos de “corruptos” y “ladrones” proferidos por decenas de manifestantes que protestaban por los recortes sociales impuestos por el Gobierno. Los poderosos se daban así de bruces con las consecuencias de la crisis económica más grave que ha sufrido España desde la restauración de la democracia.

Más allá del feliz acontecimiento relatado por la prensa del corazón, el enlace fue una exhibición de poder. Entre los políticos llegados de Madrid figuraban el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy; la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría; la ministra de Fomento, Ana Pastor, y el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz. En plena fiebre independentista en Cataluña, asistieron a la boda el presidente de la Generalitat, Artur Mas, y dos de sus antecesores en el cargo: José Montilla y Jordi Pujol. También estuvieron presentes los consejeros catalanes de Economía, Andreu Mas-Colell, y de Cultura, Ferrán Mascarell, el alcalde de Barcelona, Xavier Trías, y el portavoz parlamentario de Convergència i Unió en el Congreso de los Diputados, Josep Antoni Durán i Lleida.

Los banqueros y empresarios invitados representaban a la mitad del Ibex 35: Isidro Fainé, presidente de Caixabank; Florentino Pérez, presidente de la constructora ACS y del Real Madrid; Pablo Isla, presidente de Inditex; Javier Monzón, presidente de Indra; Josep Piqué, exministro de Industria y Energía y de Asuntos Exteriores y consejero delegado del Grupo Villar Mir; Josep Oliu, presidente del Banc Sabadell; Rodrigo Rato, exvicepresidente del Gobierno, exministro de Economía, exdirector gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) y expresidente de Bankia; Francisco Reynés, consejero delegado de Abertis, y Joan Gaspart, expresidente de los hoteles HUSA y del F. C. Barcelona, entre otros.

Sería difícil reunir en un acto social a una representación más nutrida de la aristocracia política y económica que detenta el poder en España, una élite que durante la crisis no solo ha conservado su dominio sobre los asuntos de interés general, sino que lo ha consolidado. Todo ello en un contexto de declive del nivel de vida de las clases medias y de aumento de la pobreza, factores que han convertido a España en uno de los países con mayores desigualdades en la Unión Europea. Los ricos y poderosos, no hay duda, han salido reforzados del vendaval que ha hecho retroceder una década a la economía española.

España ha sido sometida en los últimos años a un durísimo proceso de devaluación interna, uno de los muchos términos económicos que hemos aprendido en estos últimos años. En crisis pasadas el país salió adelante devaluando la peseta, una medida que permitía aumentar las exportaciones e insuflar oxígeno a la economía. Esa opción ya no está al alcance del Gobierno debido a la integración de España en la zona euro, cuyos miembros comparten la misma política monetaria. En esta ocasión, en lugar de aumentar la capacidad competitiva de los productos españoles mediante una devaluación de la moneda, se ha hecho con una bajada de los salarios y con despidos.

Esta devaluación interna, sin embargo, no la han sufrido todos por igual: la brecha que separa los sueldos más altos de los más bajos dentro de las empresas se ha ensanchado en los últimos años. En las grandes compañías españolas hay directivos que llegan a cobrar hasta trescientas veces más que un empleado medio. Muchos ejecutivos han sido recompensados con suculentos bonus por cumplir determinados objetivos aparentemente beneficiosos para sus empresas, entre ellos lograr rebajas de salarios y recortes de plantilla.

La bajada de las retribuciones que perciben la gran mayoría de los asalariados españoles es, junto al altísimo desempleo, la causa principal de la debilidad del consumo de las familias, principal motor de la economía, y de las consiguientes dificultades para salir del atolladero. España saldrá de la crisis siendo un país bastante más pobre y más injusto de lo que era en el año 2007, cuando las cosas comenzaron a torcerse. Como consecuencia de las políticas de austeridad impuestas por la troika formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), el país ha hecho su ajuste recortando partidas básicas del Estado de Bienestar como la sanidad, la educación y las pensiones.

La concentración del poder político y económico en unas pocas manos es uno de los grandes males de España y también una de las causas de su atraso con respecto a los países más avanzados de Europa. El maridaje entre políticos y grandes empresarios, el constante intercambio de favores entre ambos —con frecuencia a espaldas de la opinión pública y en detrimento del interés general— ha sido una constante en la historia de España que se ha acentuado con la crisis. Apenas unos centenares de personas —banqueros, directivos de empresas y grandes accionistas, casi todos ellos hombres— influyen de manera decisiva no solo en el trazado de las líneas maestras de la política económica, sino también en asuntos cotidianos que afectan a todos los ciudadanos, como la factura de la luz, el tipo de interés de un préstamo hipotecario o el precio del peaje de una autopista. De unos pocos, muy pocos, depende el bienestar de todos.

Esta complicidad entre los poderosos crea el caldo de cultivo ideal para la corrupción, otro de los grandes males que aqueja al país en este comienzo de siglo. Durante mucho tiempo creímos que la corrupción era cosa de unos pocos constructores y concejales de urbanismo, pero en los últimos años hemos comprobado que la práctica del enriquecimiento ilegal está institucionalizada y que a menudo nuestros gobernantes actúan más como miembros de una banda del crimen organizado que como líderes de una democracia avanzada. El hartazgo de la ciudadanía con los abusos de las élites, que ha alcanzado su máximo nivel con los casos Gürtel, Bárcenas y las tarjetas black de Caja Madrid, augura cambios profundos en el tablero político, social y económico en los próximos años. Las encuestas así lo vaticinan.

La alianza entre los poderosos es en buena parte responsable del retraso tecnológico y de la falta de competitividad de España frente a otras economías industriales. Además de ser injusta, obstaculiza la libre competencia, crea ineficiencias y desincentiva el emprendimiento, la innovación y la entrada de nuevos agentes en el mercado. ¿Quién se atreve a crear una empresa o a lanzarse a competir sabiendo que otros cuentan con el favor del Gobierno, de una comunidad autónoma o de un ayuntamiento? Consciente de tener asegurado el negocio, la compañía privilegiada por los políticos de turno no tendrá la necesidad de invertir en I+D, mejorar la calidad del servicio o bajar sus precios. En suma, no creará riqueza.

La casta, el establishment, la oligarquía, el tinglado… son muchos los términos utilizados para definir a las élites que manejan los hilos del país, cuyo rechazo social ha ido en aumento conforme se agravaba la crisis y se destapaban, uno tras otro, los escándalos de corrupción. España tiene una estructura económica viciada por lo que los anglosajones llaman crony capitalism, capitalismo clientelar o capitalismo de amiguetes; un sistema con apariencia de mercado libre pero que otorga un trato preferente a determinadas personas bien relacionadas. El economista, escritor y empresario César Molinas sitúa el epicentro de este capitalismo clientelar —él lo llama «capitalismo castizo»— en el palco del estadio Santiago Bernabéu. Es una idea provocadora, pero certera. En un partido importante se dan cita en las zonas VIP del estadio del Real Madrid ministros, secretarios de Estado, directivos de empresa, constructores y hasta sindicalistas. Entre platos de jamón ibérico y copas de buen vino se habla de fútbol y también de negocios.

Resulta paradójico que, en este caso, el enemigo de la economía de libre mercado no esté fuera del sistema, sino dentro. Quienes se mueven dentro del círculo de privilegio son los verdaderos antisistema, un lastre para la modernización de España. Casi todos ellos se definen a sí mismos como liberales, pero con frecuencia no hacen más que aprovechar su cercanía a quienes llevan las riendas del Gobierno para enriquecerse y mantener sus privilegios, en lugar de competir a campo abierto. En cierto modo podríamos considerarlos una versión moderna del caciquismo español del siglo XIX.

Aunque con muchos matices, el intercambio entre el poder político y el económico funciona de manera relativamente sencilla: cuando un empresario necesita un trato preferente, acude a los políticos. Cuando un político necesita dinero, acude a las empresas o a los bancos. A cambio de ayuda —concesión de obras o servicios, privatizaciones, cambios de regulación favorables, nombramiento de personas afines para puestos de responsabilidad...— los políticos esperan obtener dinero para diversos fines, como financiar unas obras públicas o una campaña electoral, o simplemente asegurarse un hueco donde trabajar cuando tengan que dejar la política, ya sea un puesto directivo, un asiento en un Consejo de Administración o un lugar en el patronato de una fundación.

La entrada y salida constante de políticos en torno al sector privado es un fenómeno conocido como puertas giratorias. Oficialmente las empresas justifican el fichaje de políticos argumentando que son personas de experiencia y criterio. En realidad no se les contrata solo por su competencia profesional o sus conocimientos técnicos de determinada especialidad, sino por sus contactos, su dominio de los resortes del poder o como pago de favores. O simplemente por su mera pertenencia a una oligarquía dominante que no deja tirados a sus miembros así como así. ¿Cómo explicar si no el fichaje de Rodrigo Rato, una de las figuras más representativas del desastre económico, como asesor de Telefónica, del Santander y de Caixabank?

Algo está empezando a cambiar. Movimientos como el 15-M en España y Occupy Wall Street en Estados Unidos han mostrado su indignación con los abusos cometidos por las élites. Despreciados como antisistema o radicales por buena parte de la clase política, la oligarquía económica y la prensa, el surgimiento de estos movimientos ciudadanos es, entre otras cosas, una llamada de atención sobre la necesidad de restaurar los pilares tradicionales de la economía de libre mercado, como la meritocracia, el cumplimiento de las normas y el rendimiento de cuentas por los errores cometidos. Como afirma el columnista de The New York Times Nicholas Kristof, “es una oportunidad de salvar el capitalismo de los capitalistas clientelares”.

La banca española es uno de los sectores en los que el poder se está concentrando cada vez en menos manos. Como consecuencia del desplome de las cajas de ahorros, de 50 entidades financieras que había en España en 2009 hemos pasado a tener solo 14. El país va a salir de la crisis con solo tres entidades de gran tamaño: Santander, BBVA y Caixabank, cuyos directivos atesoran hoy más poder que nunca. Entre ellas controlan prácticamente el 50 por ciento del mercado bancario, algo que jamás había sucedido en la historia de España.

Junto a la banca, el lobby eléctrico es uno de los más poderosos e inmovilistas, siempre atento a los cambios regulatorios que puedan perjudicar o beneficiar sus intereses. Su cara visible es la patronal UNESA, integrada por las grandes compañías del sector: Endesa, Iberdrola y Gas Natural Fenosa, principalmente. La electricidad es una de las industrias más dependientes de los cambios legislativos, y en ella se dan muchos ejemplos de complicidad, aunque no exenta de tensiones, entre sector privado y sector público. Esa es la razón por la cual tantos políticos han formado parte tradicionalmente de sus equipos directivos, y siguen haciéndolo. Felipe González, por ejemplo, es consejero de Gas Natural Fenosa, y Ángel Acebes, tres veces ministro con los gobiernos de José María Aznar, de Iberdrola.

¿Y la prensa? Los grandes medios de comunicación dedicaron los años de vacas gordas a crecer desproporcionadamente mediante el crédito con el propósito de convertirse en grandes grupos multimedia. Sus responsables se otorgaron a sí mismos salarios multimillonarios, como si fueran magnates de Wall Street, sin darse cuenta de que su propia inoperancia, la crisis y los avances tecnológicos iban a cambiar el negocio para siempre. En menos de una década, a medida que sus cuentas de resultados se deterioraban y despedían a sus profesionales más valiosos, periódicos antaño prestigiosos han ido perdiendo buena parte de su independencia y de la influencia que un día tuvieron en la opinión pública.

La escasez de recursos y la lentitud de la administración de Justicia tampoco ayudan a mejorar la situación. A menudo la acción de jueces y fiscales se ve obstaculizada por intereses políticos y muchos de los casos de corrupción se pierden en un laberinto de recursos, sobreseimientos e indultos. Por fortuna, en los últimos tiempos han surgido jueces dispuestos a perseguir escándalos como Nóos, Gürtel, Bárcenas o Caja Madrid, o los abusos cometidos por el poder financiero. Los bancos, por ejemplo, están perdiendo la mayoría de las demandas por cláusulas suelo, y muchos jueces están dando la razón a los afectados por las preferentes.

Seis años después del colapso del banco de inversión Lehman Brothers y del estallido de la burbuja inmobiliaria, España es un país empobrecido. Naciones de nuestro entorno más cercano, como Italia, Portugal y Grecia han logrado reducir sus desigualdades durante los peores años de la crisis, pero en España, por el contrario, no han hecho más que aumentar. La desigualdad ha pasado a ocupar un primer plano, al menos en los círculos académicos, políticos y periodísticos, gracias al éxito del libro El capital en el siglo XXI, del economista francés Thomas Piketty. Es un tema que nos acompañará a buen seguro durante muchos años, pues el combate contra las desigualdades se presenta largo y difícil.

Cada vez que un banquero acude a la Audiencia Nacional a declarar, decenas de ciudadanos, la mayoría preferentistas de Bankia, se concentran a sus puertas para increparle y exigir que se les devuelva su dinero. Son en su mayoría jubilados de extracción humilde que han perdido buena parte de sus ahorros, en algunos casos obtenidos durante toda una vida de trabajo. Al igual que los invitados a la boda de Barcelona, son protagonistas de una crisis que ha sacudido la vida de los españoles, aunque no a todos de la misma manera. Solo unos pocos están saliendo de ella más fuertes, más ricos y más poderosos.

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