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Qué hacemos con la política económica

1. Los alquimistas financieros o cómo hemos llegado hasta aquí

Dicen que la “ingeniería financiera” provocó la crisis. No es correcto. Ingeniería financiera es un término impreciso para definir los manejos de unos codiciosos individuos que, como en la antigüedad, querían producir oro partiendo de otros materiales totalmente distintos, aún a costa de su propia salud y la del prójimo. A veces, como no funcionaba, simulaban que lo habían conseguido y proseguían estafando a sus incautos financiadores. Los tipos de ahora no son financieros sino alquimistas, químicos del mundo antiguo, muy a menudo charlatanes.

En aquellos tiempos, mientras buscaban la piedra filosofal, estos alquimistas intentaban, por ejemplo, convertir la orina en oro. Pero lo que encontraron no fue oro sino el fósforo, que también brilla pero que podía envenenar todo a su alrededor, y que, al fin y al cabo, también se podía vender. Fue el caso, en 1669, del alquimista alemán de Hamburgo Henning Brand, a quien se le ocurrió, quizá por el colorido, que podía destilarse oro de la orina humana. Llenó cincuenta cubos y los tuvo meses en el sótano. Se puso a trabajar con la sustancia y acabó consiguiendo, primero una pasta tóxica apestosa y luego un material blanco cerúleo. No era oro, obviamente, pero al cabo de un tiempo de estar almacenado empezaba a brillar. Y si lo sacaba del sótano y lo exponía al aire libre, ardía en llamas de modo espontáneo y sorprendente, pegándole un buen susto y provocándole alguna que otra quemadura.

Brandt, la primera persona de la historia en descubrir un nuevo elemento químico mantuvo en secreto su hallazgo hasta que otro colega también alemán, Kunckel, lo redescubrió en 1677 y enseñó al irlandés Robert Boyle, considerado el primer químico moderno, cómo utilizarlo. El nuevo material empezó pronto a ser llamado “fósforo”, en griego “portador de luz”, y sus posibilidades comerciales llamaron pronto la atención de comerciantes avispados. Pero las dificultades para su manufacturación lo hacían demasiado caro como para que fuera rentable: una onza de fósforo se vendía por seis guineas, o sea, unos 500 euros en dinero actual, es decir, más caro que el oro. Hasta que casi un siglo después, el químico sueco Karl Scheele consiguió sintetizar fósforo en grandes cantidades sin recurrir a la porquería urinaria. Los suecos siguen siendo hoy en día unos consumados fabricantes de cerillas, lo cual es un conocimiento muy útil, porque la intoxicación por fósforo blanco es gravísima, tardas diez días en morir tras una agonía atroz, pero una exposición leve y recurrente provoca lentamente la necrosis de la mandíbula, lo que los médicos llaman “necrosis fosforada”. Es como una metáfora de la “ingeniería financiera”.

Wyatt Earp y Billy el Niño no lo sospechaban

Wyatt Earp y Billy el Niño no lo sospechabanLa necrosis financiera fosforada es perceptible en El Paso, Texas, Estados Unidos. Es una ciudad de leyenda, la segunda más grande a lo largo de la frontera con México, después de San Diego. Pero no es la frontera, sino “la Frontera”, con mayúscula, el salvaje Oeste, el mundo de los pistoleros, de Wyat Earp y Billy el Niño, el mundo actual de espaldas mojadas cruzando el Río Grande, de los vigilantes del rifle, del desierto, un escape del vertedero de los nacidos y muertos pobres en Ciudad Juárez, el lado mexicano de la Frontera, el símbolo de la existencia real del concepto “Norte y Sur”, allí, donde hace 400 años unos conquistadores españoles vieron un paso hacia el valle entre las terribles montañas Franklin… Probablemente no podía ser otra la ciudad americana que acabaría siendo la más endeudada de todo Estados Unidos con hipotecas-basura, con los llamados créditos subprime, la alquimia financiera más contaminante jamás inventada: dinero fácil para unos pocos nigromantes que se forraron durante los años de bonanza, ciegos de codicia, generando al mismo tiempo una silenciosa metástasis tóxica en todo el sistema financiero mundial, que finalmente reventó y fue diagnosticada en 2007, cuando ya era manifiesto que la ponzoña había envenenado todas las economías del mundo occidental.

¿Un riesgo o una carrera? Disparidades raciales y el mercado de refinanciación subprime. Este es el título de un estudio preparado en 2002 por Calvin Bradford and Associates, uno de los principales consultores y analistas de Estados Unidos sobre sistemas sociales, para el Center for Community Change, una de las mayores organizaciones de apoyo a las comunidades desfavorecidas del país, fundada en 1968 en Washington. Este estudio demostraba, ya en 2002, cómo negros e hispanos estaban muy desproporcionadamente representados entre los clientes hipotecados que pagaban tipos de interés muy por encima de lo normal, abusivos y finalmente impagables, condiciones indispensables para generar una bomba de tiempo por acumulación de impagos a los bancos y desahucios de familias.

Por definición, el mercado subprime prestaba dinero a aquellos que no cumplían las condiciones necesarias para recibir un crédito prime. Y lo hizo a espuertas, dado que, pagaran o no finalmente los clientes, los intermediarios y comisionistas iban a cobrar su parte al principio del proceso.

Para entender mejor el concepto subprime quizá sea útil pensar en otra palabra anglosajona que nos sonará más a los españoles: prime time, el mejor horario televisivo, el de los programas con mayores tarifas publicitarias, los mejores. Si el subprime televisivo fuera el horario de madrugada, el del Tarot, la teletienda y las brujas adivinadoras, las hipotecas subprime serían esas que jamás pondrías en el mejor horario, pero que sí generan una gran audiencia entre insomnes y desesperados que son capaces de jugarse el dinero llamando al teléfono 806 del concurso de adivinar qué letra falta en G_TO.

Este informe de 2002, muy interesante para investigar a fondo la génesis de todo ese mercado subprime, calculaba al detalle cómo se distribuía en 2000 por todo Estados Unidos, según rentas y colores de piel, las hipotecas-basura. Y descubría cómo el mercado subprime crecía muy rápidamente en todo el país, pero que lo hacía aún más rápidamente el mercado de refinanciación de tantas hipotecas subprime, dada la incapacidad manifiesta de la mayor parte de los clientes de pagarlas. No en vano, en 2000 el promedio americano de refinanciación de hipotecas-basura ya era del 25,31% del total, una de cada cuatro. Es decir, que el mundo financiero estaba inflando una burbuja a un ritmo extraordinario y que nadie paraba, sino que seguía soplando. Y, aunque muy poco significativas en volumen total, las cinco primeras áreas metropolitanas con mayores necesidades de refinanciación estaban en Texas, con El Paso a la cabeza, no precisamente la zona más rica de Estados Unidos. La tasa de refinanciación en El Paso era del 47,82%. Miami era la sexta, con el 42,67%. O sea, casi una de cada dos hipotecas era fallida en uno de los estados norteamericanos más prósperos.

Pero vayamos al principio. Justo en ese año 2000, en abril, otra burbuja creada por una codicia financiera similar a la inmobiliaria hacía explosión: la puntocom, la de las presuntas nuevas empresas de Internet que iban a transformar por entero el mundo. Poco antes también se habían venido abajo monstruos con los pies de barro como la energética Enron y la empresa de telecomunicaciones WorldCom. Y unos meses después, el 11-S de 2001, el mundo entró en pánico por el atentado contra las torres gemelas. La consecuencia de esta convergencia de terribles factores fue el inicio de una leve recesión económica que inundó de temor el corazón de la Reserva Federal norteamericana, el banco central que determina la política monetaria de Estados Unidos y, de paso, condiciona la del resto del mundo: qué tipos de interés de referencia le ponemos al dinero, cuánto damos, cuánto quitamos al sistema global… Con el país en estado de shock, la Reserva Federal de Alan Greenspan decidió acelerar la bajada de tipos de interés que había iniciado en mayo e inundar con más liquidez la economía norteamerica.

Greenspan inició la carrera del crédito para todos, que no faltara de nada. A lo largo de 2001, la Reserva Federal bajó los tipos once veces, que pasaron desde el 6,5% en mayo al 1,75% en diciembre. El objetivo era combatir la leve recesión que se había iniciado en primavera, después de haber conseguido trece años de expansión económica continuada y caída de la inflación. Era comprensible, porque precisamente esa fórmula de dinero fácil y tipos en bajada era la que le había funcionado una década antes. Efectivamente, dos meses después de tomar posesión como presidente de la FED, se produjo el crash de la bolsa de Nueva York del 19 de octubre de 1987. Antes de la apertura de Wall Street al día siguiente, la FED emitió una orden donde afirmaba que, “de acuerdo con las responsabilidades que le corresponden como banco central de la nación, la FED está en condiciones de servir como fuente de liquidez para soportar a la economía y al sistema financiero”. Inmediatamente se inició la expansión de los años 90, trece años de bonanza más o menos continuada, el período más largo de estabilidad económica de Estados Unidos, marcado además por una inflación declinante.

Con lo que no contaba –y no advirtió- era con la silenciosa burbuja inmobiliaria, muy distinta a la puntocom y la sobreespeculación bursátil que generó el crash de 1987. Era un ambiente de crédito fácil para todo el mundo, mezclado con una espiral ascendente en los precios de las casas. Es decir, comprar cualquier casa a cualquier precio parecía una gran inversión, porque al minuto siguiente su valor había crecido y aún así había compradores a punta de pala que recibían crédito como si nada, con tipos a la baja, alimentados por una inflación general a la baja. Una nueva fiebre del oro. Envalentonada por haber conseguido frenar la minirecesión a partir de noviembre de 2001, la Reserva Federal continuó recortando los tipos de interés. En junio de 2003, llegó al 1%, la tasa más baja en 45 años. El mercado financiero comenzó a parecer una enorme tienda de caramelos donde golosos de todo tipo –particulares, empresas, los propios bancos- compraban el 100% de los dulces que les apetecía, sin necesidad de garantía ni tampoco de pagar algo al principio. “Coja su caramelo ahora y pague más tarde”. Por desgracia, no había nadie allí para advertir sobre el empacho, la gravísima úlcera que se estaba preparando.

Los hombres de los caramelos

Los hombres de los caramelosEn 2004, los norteamericanos ya tenían una tasa de viviendas en propiedad del 70%, lo nunca visto en aquel país, el máximo histórico. ¿De qué nos suena esto a los españoles? Más adelante daremos más detalles, pero podemos recordar que, si esa tasa del 70% era altísima, la de España es todavía hoy mayor, del 83% nada menos, lo cual está en la raíz de la alegre burbuja inmobiliaria que también nosotros hemos generado, soplido a soplido, en los últimos veinte años. Pues a pesar de ese 70%, y de que en 2004 en Estados Unidos ya empezaba a frenar la demanda de viviendas, los hombres de los caramelos, también conocidos como “bancos de inversión”, decidieron que querían más, así que se inventaron otro producto: el reempaquetado y nuevo troceado de los antiguos préstamos para caramelos para su venta a otros compravendedores de caramelos.

Es decir, yo soy un intermediario financiero, un hombre de los caramelos; cojo muchos de mis préstamos y los agrupo en paquetes más grandes; los vuelvo a trocear, una y otra vez, y genero un nuevo producto compuesto por trozos parciales de miles de hipotecas. Vuelvo a coger estos trozos y se los coloco, a un tipo de interés alto, a los hombres de las demás tiendas de caramelos, que ahora son los nuevos acreedores de la gente que pidió las hipotecas originalmente, pero no de cada uno de los hipotecados al cien por cien, sino de cada uno un trocito. Ellos también me venden a mí sus trozos de caramelos y yo también se los compro, subiendo un poquito el precio cada vez. Así que ahí estamos todos intercambiándonos trocitos de caramelos, en lo que llamamos un nuevo “mercado secundario”, surgido de la nada, donde generamos rentabilidades a corto plazo, expectativas de rentabilidad, comisiones y remuneraciones anuales gigantes para todos nosotros, los grandes hombres de los caramelos. El resultado es que ahora en el mercado hay paquetes y más paquetes de caramelos, más caros, donde es casi indistinguible quién debe qué a quién, y quién pierde si el hipotecado original no paga (lo cual es previsible, porque le concedimos el 120% de una hipoteca cuando ya de entrada era poco previsible que pudiera responder por el 80%). A todo esto le ponemos un nombre raro que permita mantener la jerga financiera como un parapeto para el entendimiento de lo que está pasando: “obligaciones de deuda colateralizada”, las famosas CDO.

Por resumir: se generó un gran mercado secundario de caramelos cuyos compradores originales se los habían comido y no pagado. Y lo que era peor: no los iban a pagar nunca. Y los intermediarios, banqueros de inversión, seguían troceando y compravendiendo los caramelos que ya se habían podrido. Es decir, que crearon un gigantesco mercado de más que altísimo riesgo. Para hacer más alegres las cosas, en octubre de 2004 la Securities Exchange Commission (SEC), que todavía no parecía haberse apercibido de nada, decidió que había espacio para relajar sus exigencias de capitalización a los cinco grandes hombres de los caramelos, a saber, los grandes bancos de inversión de Estados Unidos y, por ende, del mundo: Goldman Sachs, Merrill Lynch, Lehman Brothers, Bear Stearns y Morgan Stanley. De repente, estos cinco bancos liberaban capital (entre 30 y 40 veces lo que antes les pedían) y disponían de otro caudal de dinero para comprar más caramelos e inventar más paquetitos raros, que se comprarían y venderían entre ellos mismos y a otros bancos de inversión y a otras entidades financieras comerciales de todo el mundo.

La diabetes silenciosa era ya bárbara en 2004. Y en estas estábamos, allá por el último trimestre de 2005, cuando los precios de las casas comenzaron a caer: la saturación de viviendas en propiedad había hecho que la demanda de nuevas viviendas se batiera en retroceso. El catacrack llegó en 2006: un descenso del 40% en el índice de construcción de nuevas viviendas hizo que el pánico se adueñara de los prestatarios y hombres de los caramelos más arriesgados, dado que no había suficientes nuevas hipotecas con que cubrir los muy previsibles impagos de las antiguas.

El caos ya no tardó mucho más en aparecer por todas partes: entre febrero y marzo de 2007, hasta 25 prestamistas subprime de mediano tamaño se declararon en quiebra. En abril lo hizo el New Century Financial, uno de los grandes, una vez la bolsa de Nueva York la retira de sus índices por insolvencia y presuntos delitos contables. En agosto quiebran Blackstone, la American Home Mortgage, la décima hipotecaria, y la First Magnus Financial, elevando a noventa las entidades afectadas por la gran diabetes de los caramelos. Y tal movimiento tectónico afectó al fondo marino del mercado inmobiliario, generando un tsunami que acabaría llegando a las costas y derribando primero gigantes como Freddie Mac y Fannie Mae (lo más parecido en el sector financiero americano a las cajas de ahorros españolas) y luego a bancos como Bearn Stearns y Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión y apoteosis máxima de los que Tom Wolfe llamó “los amos del universo” en su novela La hoguera de las vanidades, que tenía como activos hipotecas-basura por valor de 46.000 millones de dólares. El rescate de Fannie Mae, una de las dos grandes hipotecarias públicas que acabamos de mencionar, todavía ostenta el récord mundial de rescate costoso para un erario público: 200.000 millones de dólares. El caso de la famosa estafa de Bernie Madoff también formó parte del dibujo global: las tensiones financieras globales hicieron estallar su propia burbuja, a la que había arrastrado a sus clientes, todos ellos bancos de inversión extranjeros y gestores de inversiones para particulares, dejando por el camino un agujero de 27.000 millones de dólares. Madoff sigue en la cárcel, después de haber sido condenado en junio de 2009. Está prevista su liberación para el año 2139, sin posibilidad de remitir condena.

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