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Lectura entre los campos

Libros

Chema Álvarez

Hubo un tiempo en que la lectura era un acto claramente revolucionario. El historiador Juan Díaz del Moral (1870-1948) lo presenció y lo dejó anotado en su Historia de las agitaciones campesinas andaluzas. En la provincia de Córdoba, por la que fue elegido diputado a Cortes Constituyentes en 1931, se dio en las primeras décadas del siglo XX lo que él denomina “un asombroso espectáculo”: los campesinos se reunían en el campo, en los albergues o en los caseríos para recitar, escuchar y compartir lecturas de los periódicos y libros que trataban de la denominada “cuestión social”, en su mayoría traídos por quienes habían estado en la misma ciudad de Córdoba o en otros pueblos ya convertidos a la idea de la Acracia.

Se aprovechaban los momentos de descanso del trabajo (el cigarro) o bien la caída de la tarde, tras la cena, cuando “el más instruido leía en voz alta folletos o periódicos, que los demás escuchaban con gran atención”. Es de imaginar al conciliábulo atento, analfabeto en su gran mayoría, absorto en torno a la luz de un carburero o candil que iluminaba la palabra certera, precisa, muchas veces desconocida para el cansado auditorio, palabras que eran, según la letra del historiador cordobés, “¡la verdad pura, que ellos habían sentido toda su vida, aunque no acertaran a expresarla!”.

Merece la pena citar la narración de Juan Díaz del Moral:

“Se leía siempre; la curiosidad y el afán de aprender eran insaciables; hasta de camino, cabalgando en caballerías, con las riendas o cabestros abandonados, se veían campesinos leyendo; en las alforjas, con la comida, iba siempre algún folleto”.

A los periódicos más leídos –Tierra y Libertad, El Corsario, El Rebelde, La Anarquia y El Productor- se sumaba un libro en toda España conocido, tanto por la clase obrera industrial como por la campesina, ya se fuera de ideas anarquistas o socialistas: La Conquista del Pan, de Kropotkine, donde se dice que “el ser humano no es un ser que pueda vivir exclusivamente para comer, beber y procurarse albergue”.

No todo era periódicos que venían de fuera. También había otros de factura propia, elaborados por los mismos campesinos. Ángel Olmedo Alonso, historiador extremeño, hizo un análisis muy pormenorizado de uno de esos periódicos en su libro El anarquismo extremeño frente al poder, estudio de un periódico libertario: El Amigo del Pueblo, 1930-1933.

Este periódico se publicaba en Azuaga y se distribuía entre muchos pueblos de alrededor e incluso en algunos andaluces. Con numerosas referencias al campo y a sus faenas agrícolas, contaba con un grupo en la redacción que compaginaba su labor en el campo con la difusión de las ideas libertarias y de emancipación social. Uno de sus redactores, Francisco Prieto, escribía en referencia a lo duro del trabajo en el campo: “Estoy que se me va la cabeza. En este momento acabo de ordeñar las cabras, antes he tenido que darles de comer y echarles a los cerdos, a las gallinas, a los perros (…) en fin, me levanto con el alba y no termino nunca”. Gente culta.

Conocida es la labor de la II República por fomentar la cultura. La primera Feria del Libro de Madrid se celebró en el Paseo de Recoletos a partir del 24 de abril de 1933 (no el 23, fecha que se elegiría a partir del año siguiente, tal y como se informa en La Vanguardia en su edición del 25 de abril).

Aquella generación que aprendió a leer y a discutir lo que leía en buena parte gracias a la labor de apoyo mutuo, en ateneos obreros o caseríos y cortijos, consciente del valor de la lectura, consumidora y productora al mismo tiempo de la misma, sufriría una terrible represión o exterminio tras la Guerra Civil, cuando no un duro e interminable exilio.

Entre los intelectuales que se exiliaron son numerosas las referencias al obligado abandono que tuvieron que hacer de sus queridas bibliotecas, saqueadas por la turba fascista, como aconteció con la de Juan Ramón y Zenobia Camprubi, expoliada por seudointelectuales falangistas que se apropiaron de sus libros, sus documentos, sus fotografías. Alguno de ellos, con la muerte de Franco, llegaría incluso a ser diputado por la UCD durante la llamada Transición.

En el relato que Max Aub hace de su breve regreso durante dos meses a la España de 1969, La gallina ciega, el autor de El laberinto mágico constata la pérdida de ese hábito lector y tilda de ignorante a un pueblo que él dejó siendo culto en 1939. Como anécdota cuenta la del joven que, estando él en una librería, entra a preguntar si venden el libro de La Tía Tula. A la pregunta del librero “¿De Unamuno?”, el joven contesta: “No, de Unamuno no: el de la serie de televisión”.

Hoy día se publican muchos libros, pero se lee poco. Sobran malos escritores y escasean los buenos lectores. Se nos vapulea con libros facilones que no dicen nada o lecturas sometidas al imperio de Internet, y frente a la obsesión por mantener un cuerpo de envidia a base de spinning y pilates en el gimnasio de pago, agoniza la necesidad de cultivar una mente también sana con el ejercicio diario de la lectura sosegada y reflexiva.

Creo recordar que fue Max Aub también quien dejó escrito que allí donde había una familia de exiliados republicanos, por muy humilde y pobre que fuera, siempre había una biblioteca y el libro ocupaba un lugar de culto y veneración. Lástima de aquel tiempo pasado que siempre fue mejor, en el que se leían a lomos de la caballería los libros que se llevaban en las alforjas.

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