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Nacionalismos, muros y otras tonterías

La pelea de banderas en el Ayuntamiento de Barcelona.

Roque Alonso Lozano, periodista

Siempre he sido un extremeño ingenuo. Hace tiempo que tengo la opinión de que todos somos iguales, aunque tengamos tantas diferencias. Y barrunto que es mejor ser igual a los demás que ser diferente de los demás. Sé que no todos piensan así.  Hay quien cree que diferenciarse es mejorar o que marcar las diferencias nos hace superiores. Para mí, ser distinto no es ninguna cualidad, es más bien una situación. Somos diferentes hasta que conseguimos ser uno más, integrarnos y saber convivir con los demás. Y aún así, seguimos siendo distintos. La utopía que aún no ha logrado la humanidad del todo es que todos seamos iguales, pero respetando la diversidad de cada persona.

Otra idea necia que anida en la sesera de este ingenuo es que las fronteras nos empobrecen. Será que nací al lado justo de una línea imaginaria entre España y Portugal que nos impidió crecer y relacionarnos a quienes vivíamos cerca de ella, convirtiéndonos en la raya o franja más paupérrima de la península ibérica. Otros tuvieron la suerte de tener ese mundo sin fronteras que es el mar y sus posibilidades de intercambio de cultura y comercio.  También se beneficiaron de estar en las rutas más frecuentadas por los viajeros. Ellos pudieron vencer muy pronto ese empeño de la estulticia humana en trazar líneas ficticias en los mapas para luego convertirlas en muros  o alambradas de separación y prejuicios. Ahora que casi nos habíamos olvidado del Muro de Berlín, parece que los desmemoriados nos lo recuerdan. El Trump que empezó con twitters virtuales de alambre espinoso, ahora es un poderoso presidente que amuralla sus fronteras con soldados y con miles de voluntarios dispuestos a disparar para defender su Nación de los parias del sur.

Yo, ingenuo de mí, me entusiasmé en los años 80 con las ventajas de una Europa unida, donde desapareciesen fronteras económicas y sociales. Y fue una de las pocas veces en que una idea utópica ha tomado forma real y mejorado la vida de millones de personas, empezando por la mía y la de quiénes me eran más cercanos. Claro que, como memo que soy, al final he descubierto que la cabra siempre acaba tirando al monte (como se decía cuando éramos un país rural y aislado) y que no existen personas estúpidas y personas inteligentes, sino que todos podemos ser unas veces listos y otras tontos o las dos cosas al mismo tiempo. Que no basta con dar pasos hacia delante, sino que siempre hay que estar mirando atrás para que no acabemos volviendo a las andadas, a la aldea encerrada entre murallas.

Estos meses de revuelta y disparates a la catalana he pensado en todas estas ideas ingenuas que tengo y me confunden como persona asequible a la estupidez que soy y he recordado a los estudiosos de la tontura humana. Carlos M. Cipolla dice, en su libro sobre ‘Las leyes fundamentales de la estupidez humana’: “Una persona estúpida es una persona que causa daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, provecho para sí, o incluso, obteniendo un perjuicio”. A mi corto entender, la cita define perfectamente no sólo al bebé furioso (peligroso) que es Trump, sino que también vale para las actuaciones y sobreactuaciones de políticos y activistas nacionalistas en Cataluña. Convocar constantes concentraciones y manifestaciones, promover referéndums sin ninguna garantía democrática, animar a sus incondicionales a enfrentarse “pacíficamente” a la fuerzas de orden público o cualquiera que no piense como ellos, no deja de ser un tiro en el propio pie a Cataluña. No les importa perjudicar a todos los catalanes (incluidos los que no comparten sus ideas), arruinar la economía empresarial, financiera y turística de Cataluña y enturbiar la convivencia entre los catalanes, con tal de dañar al Estado español y de paso a toda la Unión Europea.

Como advierte J.C. Livraghi en ‘El poder de la estupidez’, “las personas estúpidas no saben que lo son, y esa es una de las razones por las cuales resultan extremadamente peligrosas”. Nuestra historia, la de todos los españoles incluidos los catalanes, está plagada de ejemplos de lo peligrosos que son los estúpidos, baste recordar los dolorosos perjuicios que causó a todos los españoles el franquismo de la posguerra con su empecinada autarquía económica. Ahora que tanto se nombra al régimen franquista (sin saber realmente de qué se habla), hay que recordar el daño que infringió a todos los españoles sin distinción de territorios el abuso hasta la náusea del nacionalismo españolista. Sólo hay que recordar a los miles y miles de presos políticos de la dictadura (aquéllos sí que eran verdaderos “presos políticos”), encarcelados por pensar en una patria española distinta a la del nacionalcatolicismo azulado imperante.

Por desgracia, la enfermedad nacionalista está empezando a rebrotar en una sociedad española que casi se había inmunizado de ella. Debe ser que la estupidez nacionalista es contagiosa y los virus independentistas catalanes han virado en el resto de España hacia el nacionalismo más carpetovetónico. Es más, por toda Europa renacen los gérmenes del nacionalismo excluyente y violento: el Frente Nacional en Francia, el Partido por la Libertad (¿?) en Holanda y su homónimo en Austria, Amanecer Dorado en Grecia, la UKIP en gran Bretaña, la AFD en Alemania, la Liga del Norte en Italia… Todos abogan por la recuperación o el cierre de las fronteras, el Brexit y la destrucción de la UE en general, el rechazo de los diferentes, de los emigrantes… Y emocionan a sus seguidores con la identidad patriótica, el folklore fosilizado, la historia sectaria y el apropiamiento de banderas e himnos.

Como soy un iluso, aunque no tonto porque como diría la mamá de Forrest Gump: “tonto es el que hace tonterías”, pienso que ganaríamos mucho más si nos dedicásemos a avanzar hacia una Europa unida y abierta, en vez de empeñarnos en trazar rayas en los mapas que acaban convirtiéndose en muros reales que separan a las personas y las empobrecen. Si nos empecinamos en desplegar concertinas terminarán por desangrarnos a todos, no sólo a los diferentes. Decía Albert Camus, ‘el extranjero’, que “cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea acaso será aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se detenga”. Pues, eso.

 

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