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Toros en Cáceres: ¡ponme otro, chico!

Manifestación antitaurina

Chema Álvarez

El que esto escribe fue ordenanza interino del Ayuntamiento de Cáceres entre los años 1995 y 1999. De los muchos recuerdos que guarda de aquella etapa y de aquel digno oficio –algunos buenos, otros malos- complace espigar la norma no escrita que en aquellos tiempos existía entre los porteros que ocupábamos plaza en el edificio consistorial, en la Plaza Mayor, en cuanto a la prestación de servicios durante algunas tardes, fuera de nuestro horario laboral, o en días festivos y feriados.

En principio, cuando dicho servicio no era remunerado de modo extraordinario, pero entraba dentro de nuestra obligación laboral, la prestación del mismo se echaba a suertes entre la plantilla de porteros y porteras, pues nadie estaba por trabajar en tiempo de asueto.

Sólo existía una excepción a esta norma: los festejos taurinos.

Tanto era así que cuando se acercaba la festividad de San Jorge o la Feria de San Fernando y se avistaban toros, se hacía innecesario realizar el sorteo para ver quién prestaría el servicio, pues siempre había voluntarios para asistir durante tales corridas al elenco de concejales, empresarios y otras personalidades de las consideradas como “importantes” que, comandadas por el entonces sempiterno alcalde de Cáceres, del Partido Popular, acudían radiantes y ufanos a disfrutar de los festejos. Para quien se presentaba voluntario la ganancia estaba en que veía de gratis tan significadas corridas, cuyas entradas se ahorraba y le hubieran costado, de otro modo, un ojo de la cara, en comparación con el precario sueldo que los porteros cobrábamos.

El que esto cuenta, que nunca sintió el prurito de entregada voluntariedad que aquejaba a algunos de sus compañeros, escuchó de los mismos que la asistencia a dichos festejos por parte del portero voluntario consistía en custodiar, cercano a la Presidencia, una pequeña nevera portátil ya preparada donde se guardaban, refrigerados, diversos refrescos y bebidas espirituosas. Según parece y contaban tales lenguas, el portero en cuestión, agachado cerca de la prominente progenie, a demanda de quienes ocupaban el palco de honor, preparaba a hurtadillas del respetable y luego servía los bebercios, bien fresquitos, para que la tarde se le hiciera amena y refrescante a tan enjundiosa representación política y empresarial de Cáceres mientras disfrutaba del espectáculo. Huelga decir que, según contaban después estos mismos camareros vespertinos y ocasionales, una vez atendido el ilustre personal también caía para degustación propia del servicial edecán algún que otro cubata, bajo benévolo consentimiento de las autoridades.

Hoy día las corridas de toros sobreviven gracias a las subvenciones públicas, y no lo digo yo, sino el común del empresariado taurino. Apoyar este tipo de espectáculos es tratar de mantener viva una tradición que se fundamenta en el maltrato y en la diversión pública a costa del sufrimiento ajeno, un soplo de aire institucional a la cultura de la violencia que se acompaña de contravalores muy marcados, tales como el machismo, la razón de la fuerza, la rivalidad sangrienta, morbo, sadismo o crimen consentido. Tanto es así, que no hay quien encuentre justificaciones razonables para la continuidad de la llamada Fiesta Nacional, salvo aquellas absurdas que ofrecen quienes, movidos por un fuerte sentido de identidad mal entendido, se sienten obligados a defender una valetudinaria costumbre más de lo patrio.

Las triquiñuelas que, a juicio de algunos, emplea el Gobierno del Ayuntamiento de Cáceres para seguir subvencionando tales tauricidios casan muy bien con ese sentir español y mucho español de quienes asisten a la agonía en directo de unos cuantos animales cuyo fin es acabar vomitando sangre ante una masa que, entre timbales y clarines, aplaude encantada a ritmo de pasodoble a un verdugo-matarife y su particular carnicería en directo. Sigue siendo la España castiza y caciquil cuya pasión se vierte en tardes de toros y puros, a la que le gusta mandar y ser obedecida, como tiene que ser, poniendo a cada uno en su sitio, presto a servir el cubateo de los señoritos.

Ya lo dijo Antonio Machado por boca de su Juan de Mairena y lo reinterpretó Gerardo Diego en un artículo donde decía que pasión significa padecimiento o trance de dolor hasta la muerte (Antonio Machado y los toros, ABC, 28 de marzo de 1962): “Con el toro no se juega, puesto que se le mata, sin utilidad aparente, como si dijéramos de un modo religioso, en holocausto a un dios desconocido. Por esto las corridas de toros, que, a mi juicio, no divierten a nadie, interesan y apasionan a muchos. La afición taurina es, en el fondo, pasión taurina; mejor diré fervor taurino, porque la pasión propiamente dicha es la del toro”.

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