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La cacereña de la estación de Valduerna

Angelita Alicia Díaz

Alicia Díaz

Se dirigían a ella con el nombre de Angelita, la mujer de Quico el panadero, una herencia que reciben muchas mujeres que parecen haberse quedado sin apellido pero nunca sin marido, aunque estos estuvieran ya muertos. Pasó toda su vida en Cáceres tras nacer en Don Benito. La vida de Ángela Sánchez Merino ha estado ligada al sometimiento, a la abnegación y a la pérdida de oportunidades, como la vida de muchas mujeres nacidas en época de guerras bajo el yugo de la ignorancia y a la disposición de quienes piensan que las personas son un contrato sujeto a su mandato y beneficio.

A pocos kilómetros de la ciudad cacereña, en una residencia de mayores, pasa ahora su vida Angelita, acompañada de sus hijas y de una pequeña televisión de pocas pulgadas que le hace compañía. Le gustan los programas musicales y de vez en cuando desearía comprar algún producto de esos que venden en la teletienda.

Nació en 1932, hija de un peón caminero encargado de la conservación y reparación de los tramos de carreteras y vías pública. La madre de Angelita lo hacía como guardagujas en los puntos de empalme de los ferrocarriles; tenía como tarea mover las agujas para dar paso franco a los trenes de preferencia.

Angelita es una mujer de cabello rizoso color carbón, las caracolas que forman su melena se adhieren a su cara sobre una piel aceitunada tersa de juventud , parecen querer susurrarle a sus pequeñas orejas tímidamente. Sus ojos parduzcos divisarán por años las vías donde se apean y desaparecen otras miradas con diferentes rostros a los que nunca volverá a ver, como el sonido de una locomotora que se aleja dejando atrás un silbido agudo y monótono.

Vivía con sus padres a cinco kilómetros de Valdesalor, en una casilla en la estación de Vaduerna debido al trabajo de su madre. Sería la mayor de nueve hermanas que irían naciendo una tras otra.

Cuenta Angelita que sabía de la llegada de un nuevo miembro a la familia cuando la fachada de la casa era acicalada con el blanqueo de la cal, aquello le daba el aviso de que un bebé estaría a punto de nacer; así hasta en diez ocasiones desconociendo el estado de su madre durante las etapas de embarazo.

La casilla provista en la estación de ferrocarril da la bienvenida en su entrada con un pequeño zaguán que comunica a un sala de estar abrigada por una chimenea donde cocía siempre un puchero de potaje sobre el calor de la leña prendida junto a una olla de agua que colgaba de una cadena a punto de ebullición. Al fondo aparecían dos habitaciones y una pequeña cocina con lavadero. En la parte trasera vivían varios animales de granja junto a un huerto en una cuadra que servían como alimento.

La familia de Angelita no pasó por excesivas necesidades gracias al empleo de sus progenitores y a la ayuda de los animales y las pequeñas siembras para consumo propio, aunque tampoco les sobraba.

Desde que tiene uso de razón recuerda estar cuidando de sus hermanos nada más nacer. Su madre le encomendó las labores pertenecientes al hogar y al cuidado de los pequeños por lo que no tuvo la oportunidad de estudiar ni de formarse. Su vida estaba plenamente vinculada a la crianza y a las labores hogareñas durante toda su infancia y adolescencia.

Aunque nació al inicio de la Guerra nunca fue consciente de la lamentable realidad que vivía el país, salvo un día en el que el cielo se tiñó de rojo , como si la sangre derramada se quejara y quisiera bramar al mundo la indecencia de la catástrofe. En ese momento Angelita pensó que algo terrible iba a ocurrir sin saber que llevaba años ocurriendo.

El 25 de enero de 1938, en plena guerra civil, tuvo lugar una aurora boreal que fue visible desde toda la península. La luz predominantemente rojiza presentó su máximo entre las 20 horas y las tres de la madrugada del día 26. Angelita pensó que era debido a un intenso incendio que cubría la atmósfera de forma pesada.

Juan José Amores Liza recopiló varios testimonios de este suceso recogidos en Alicante y Extremadura:

“En el atardecer del día 25, vio un enorme destello rojizo en el Norte, tan fuerte que iluminó el cielo como si de un gigantesco incendio se tratara. Algunos soldados creyeron que las grandes ciudades (Zaragoza o Barcelona) ardían pasto de los enfrentamientos bélicos y las bombas; otros pensaron que se trataba de un designio divino que profetizaba el fin de la contienda; sólo unos pocos, los más instruidos, fueron capaces de decirle que, realmente, estaba asistiendo a un espectáculo único en nuestras latitudes: una Aurora Boreal”

Desde aquel preciso momento, tras el fenómeno, supo que estaba viviendo una guerra.

Los convoyes militares reducían la velocidad a su llegada a la estación de Valduerna, lanzaban cajas llenas de alimentos que jamás fueron engullidos porque el hambre agudiza el instinto de supervivencia y el temor a que estuvieran envenenados era más fuerte que el rugido de sus tripas. Enterraban los víveres que los militares les lanzaban bajo la creencia de que querían exterminar a toda la población utilizando la necesidad como arma.

Cuando cumplió nueve años hubo otro nacimiento, su madre dio a luz a un hijo varón, Angelita se encargaba de lavar toda la ropa a mano y preparar la llegada del nuevo hermano. Asistió como comadrona al parto del recién nacido que pocos días después murió a causa de una enfermedad de la que ni siquiera recuerda, simplemente murió. Su madre le ordenó que le diera sepultura en la ciudad de Cáceres a muy pocos kilómetros de donde vivía. Cogió a su hermano en brazos envuelto sobre unas mantas y se montó en el tren con destino a Cáceres. Allí bajó con el bebé sin vida y anduvo durante horas hasta llegar al cementerio donde fue sepultado bajo su mirada y en plena soledad. Volvió a casa con las manos vacías y el alma rota, pero había que seguir cuidando del resto de hermanos.

La infancia de Angelita estuvo a merced de las necesidades de su madre que se negaba a firmar su carta de libertad. Fue la única de las hijas que jamás supo leer ni escribir, abocando su futuro a un puñado de refranes y dichos populares. Pese a ello, tenía ilusiones laborales, como la de ser enfermera. Cuenta que muchos conocidos de la familia y vecinos acudían a ella para la cura de torceduras leves y dolores musculares que calmaba a través de masajes, friegas y giros de muñeca en caso de fracturas óseas. Tanto es así que le expresó a su madre dicho deseo al cual se negó a sabiendas de que la independencia laboral de Angelita le dejaría sola ante todo aquel trabajo al que había sometido a su hija mayor. La excusa que le puso fue que a los enfermos había que desnudarlos y ella era una mujer por lo que estaría mal visto. El resto de hermanas fueron creciendo, las mayores salían de vez en cuando a otras localidades extremeñas a las que se dirigían en tren. Mientras, Angelita, seguía en casa cuidando a los más pequeños.

Relata cómo intentaron engatusarla ampliando una foto de su rostro presidiendo en el salón, como si se tratase de un altar. Recuerda que pasaba horas mirando aquella imagen de manera ufana, llegando a pensar que el reconocimiento era real siendo una estrategia para mantenerla contenta.

Durante la adolescencia comenzó a hacer el relevo laboral a su madre, aunque jamás en calidad de empleada remunerada.

Un tarde de verano, a la llegada del tren proveniente desde Mérida con destino a Madrid, varios pasajeros se apearon a su llegada a Cáceres aprovechando para estirar las piernas y tomar un café, Angelita conoció entonces a un viajero del que se enamoraría . Se veían durante los fines de semana y aquellas veces en el que tren hacia su parada. El noviazgo no duró mucho ya que Angelita, educada entre supersticiones y tras el regalo de una caja de pañuelos de su futura suegra, consideró este obsequio como un regalo de mal augurio por lo que la relación se rompió.

Más adelante conocería a Quico, panadero de profesión, querido y admirado entre todos los que le conocían y con el que Angelita se casó y tuvo dos hijas y un hijo.

Tras contraer matrimonio se fueron a vivir a la calle Calero en una vivienda habitada por varias familias que compartían espacio y cocina, donde todo era de todos y dejó de ser niñera de sus hermanos para cuidar a su suegra y un cuñado enfermo. Los ingresos de los trabajadores eran repartidos entre todas las familias.

Pese a estar feliz con Quico, ansiaba volver con su madre como quien es preso del síndrome del esclavo satisfecho. Pero la realidad es que siempre estuvo atada a la supervisión y a la aceptación de los demás por lo que no es de extrañar que se sintiera superada por la novedad de las circunstancias. La mayoría de las hermanas de Angelita acabaron sus vidas en Barcelona, junto a sus parejas. Tras la jubilación, su madre decidió también dejar Extremadura y marcharse a tierras catalanas donde murió años más tarde.

Angelita ya podía pasear por el empedrado de las calles cercanas a su vivienda, el olor a libertad tiene para ella el perfume de los hornos de cal y la piedra cocida.

Hoy Cáceres huele a mimosas primaverales, sus flores forman cortinas de color amarillo membrillo, su fragancia es pura miel. En el parque perteneciente a la residencia donde vive Angelita puede verse algún olivo y cientos de ventanas donde los viejos huesos esperan ser visitados y recordados.

Es una pena que la historia de las mujeres venga escrita con apellidos que no les pertenecen, Angelita ha sido siempre la hija del caminero, la hija de la guardagujas y la mujer de Quico el panadero, por eso hoy será para nosotros Ángela Sánchez Merino.

Junto al comedor comunitario de la residencia en la que se encuentra aún recuerda que le quedó su mayor sueño por cumplir, ejercer profesionalmente como enfermera.

A veces imagina que será envenenada durante las comidas programadas, como si los convoyes repletos de soldados fueran a arrojar paquetes a su paso bajo el rojo incendiario de una aurora boreal.

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