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La educación, Rubalcaba, recuerdos

Alfredo Pérez Rubalcaba

Antonio Vélez Sánchez, ex alcalde de Mérida

Hace ya muchos años. Los socialistas habíamos ganado las elecciones generales de octubre del 82, y Felipe González presidía el Gobierno de España. Los ayuntamientos tuvieron mucho que ver en ese espectacular giro histórico, porque desde los comicios municipales de abril del 79, el bloque progresista estaba removiendo y aireando, hasta las trancas, los vetustos y asfixiados concejos, apalancados por un modelo oxidado. Hubo que hacer filigranas para cambiar la situación, acumulando esfuerzos para conseguir las dotaciones y los servicios que los ciudadanos demandaban. La educación siempre había sido prioritaria desde el ideario socialista, así es que los nuevos gestores centraron gran parte de sus intenciones en construir escuelas.

Mérida tenía una situación bastante deficiente en lo referente a las dotaciones públicas escolares. Dominaba fuertemente la oferta privada de carácter religiosa y durante un tiempo el Covadonga de Mauricio Fernández. Los viejos faros que habían sido el Trajano, construido con recursos municipales a finales del siglo XIX, y el Suárez Somonte, de la dictadura de Primo de Rivera, estaban obsoletos. Es cierto que el crecimiento de la ciudad había obligado a construir otros edificios y que el viejo Instituto Santa Eulalia se había reubicado en la periferia, pero el desequilibrio y las carencias educativas de Mérida eran notables.

El sistema educativo estaba centralizado en Madrid, faltaban años para las transferencias autonómicas, así es que era obligado viajar a la capital para forzar y agilizar toda la burocracia administrativa necesaria para la nueva siembra de dotaciones docentes. El nuevo ministro, José María Maravall, contaba con genética ideológica y familiar y la mejor disposición para acometer su tarea.

El Ministerio de Educación estaba en la calle de Alcalá, pero nosotros entrábamos por su parte trasera que tenía fachada a la calle de Los Madrazo, donde se concentraba una parte de su operativo. Personalmente tenía allí, aparte de la cercanía del propio ministro, a un extremeño que colaboró decididamente con mis demandas en favor de Mérida. Hablo de Jaime Naranjo que, a la sazón, era director general de Centros. Fue él quien me presentó una mañana a Rubalcaba que era director de un Gabinete Técnico del Ministerio. Era inconfundible con su barba cerrada, moruna, como por su afecto envolvente que tanto le hacía ganar en corto.

Junto a otros solíamos desayunar en un bar de tapas y restaurante modesto, unos predios más arriba de las traseras del Ministerio, en la mentada calle de Los Madrazo. Se trataba, lo recuerdo al detalle, de “La Regional”, un lugar cálido, que transmitía un aire popular, barojiano. Y bien que lo era cuando Alfredo abría su “tenderete” y nos contagiaba sus ilusiones por la capacidad redentora de la educación y la cultura, como el mejor protagonista de los argumentos novelísticos de Don Pío. Era como si de pronto toda la herencia intelectual del viejo doctrinario krausista invadiera aquel ambiente y, a través del humo de los cigarrillos y los alientos, entrara en nuestros cerebros llevándonos a la deseada utopía de un mundo ideal, ilustrado, justo. Me traía a la memoria lo que me contaba mi padre cuando recurría a los intelectuales, aliados con los obreros para cambiar al mundo. Muchos años después cuando vi aquella película de José Luis Cuerda, “La lengua de las mariposas”, merecido homenaje a los viejos maestros republicanos, recordé aquellas arrebatadas sesiones, con Alfredo Pérez Rubalcaba, en aquella pequeña cátedra, entre cafés y aperitivos. Es curioso que en aquel bar aún se vendían entradas de “claque” – aplaudidores – baratas, por tanto, del Teatro de la Zarzuela y del Bellas Artes, que estaban muy cercanos, algo que al local le añadía un tono bohemio indiscutible. Muy poco después desapareció ese gaje económico para ver teatro, cuando todavía, en Madrid, se daban dos funciones diarias.

Cuento esto, porque no dudo, visto lo visto entonces – por el fervor con que le escuchábamos y la pasión didáctica con la que nos transmitía sus argumentos - que el profesor Rubalcaba habría sido un consumado actor, aunque la Historia le tuviera reservados otros caminos. Su gigantesca agenda política posterior está más que puntualizada, escrita. Es su hoja de servicios a la sociedad española. Nada puedo añadir a lo que es registro de los aconteceres del Estado, con mayúsculas. Sin embargo no quiero abstraerme de los recuerdos personales, de la crónica, casi doméstica, entre las obligaciones institucionales y los afectos. Por eso escribo, a vuela pluma, aunque con el corazón presente, estas pinceladas, trascurridos tantos años, de aquellos encuentros, entre los empeños por construir escuelas y el ambiente de un viejo bar, cargado de retórica y utopías. Justo allí queda detenida, en el subconsciente, la foto fija de aquel tiempo de promesas. La preside, desde la sencillez inicial de un largo y eficaz trayecto social, un viejo amigo, Alfredo Pérez Rubalcaba, al que rindo tributo desde la memoria de unos tiempos, de mucho trabajo e ilusión política, y que el paso del tiempo está señalando como fundamentales por el progreso que trajeron a nuestro país.

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