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Opinión - El problema de los tres gorros. Por Elisa Beni

De narcisistas, pícaros y patriotas

Antonio Vélez Sánchez, ex alcalde socialista de Mérida

La constante del sobresalto no deja de parir fantasmas, soluciones torcidas, irracionalidades. Parece incuestionable que las largas dictaduras, como la que terminó cuarenta años atrás, con sus cuatro décadas de oscura mordaza, lastran a varias generaciones. Ocurre en los momentos actuales, cuando medio país se pierde en lamentos de desesperanza, buscando curanderos, pero sin empeñar el sentido común que recomendara Churchill - “no preguntes qué puede hacer Inglaterra por ti sino qué puedes hacer tú por Inglaterra” – el mismo que deberíamos aplicar aquí, desde el rigor analítico y la metodología progresista.

Resulta decepcionante que esta poderosa nación pueda arrojar por la borda las conquistas logradas con el esfuerzo de los mejores años. Surge una crisis, como en nuestro entorno, y aparece la estampida emocional, el pesimista arrebato destructivo. No se entiende desde la realidad de un país con más de treinta mil euros de producto interior bruto por cabeza, este fatalismo de tirarse al monte.

Domina el nihilismo cuando - desde cierto bloque televisivo y propaganda casi goebbeliana – se eleva a la categoría de salvadores a tres o cuatro profesores de una universidad que no aparece en los puestos referenciales del ranking mundial, pero que cobran con largueza sospechosa, por asesorar (¿?) a una innombrable patria caribeña sobrada de petróleo, al tiempo de sufrir restricciones eléctricas y desabastecimiento. ¿Se explica todo esto, en un país democrático y libre como el nuestro, tan mareado con este bolero narcisista que marcan el jefe y sus patronos televisivos?

Todo es tan inquietante que convendría releer a Ortega por si esta deriva respondiera a una melancolía, al modo del desgarro intelectual del 98. A fin de cuentas la famélica legión no se arrastra ya por las calles, como quisieran algunos. Es la realidad muy a pesar del empeño caudillista por pontificar a un Anguita, tan anacrónico y sobrado de narcisismo como su apasionado alumno. Y tampoco la efusiva imagen del encuentro intergeneracional entre comunistas es creíble como cuadro de cabecera de la nueva familia, que nace marcada por esa propensión recurrente al sorpasso que iniciara el patriarca, constatada su camaradería de sangre con Aznar, y sigue puliendo Iglesias con Rajoy, abundando en la extremeña, esa que cocinara Escobar para Monago.

Y es que jugar a políticos novedosos con fórmulas trileras y mentirosas, manejando nuestra realidad con las claves que utilizara Gramsci un siglo atrás, resulta simplemente una bofetada a la inteligencia, una forma soterrada de fascismo, de engaño premeditado. Sobra con el ejemplo histórico del populismo demagógico de Alejandro Lerroux para impedir que lo reediten los nuevos camaleones de la política.

Estamos en un caos político, porque tantos años de abundancia han desactivado la capacidad analítica, sobre todo en los jóvenes. No cuesta entender por tanto, que esta sociedad despolitizada, contaminada por la abundancia o la acumulación de bienes y tecnologías, haya podido entrar en una radicalización compulsiva como respuesta a esta crisis inesperada que rompe el modelo consumista desbocado. La consecuencia es que la inseguridad aterra a las masas y cualquier argolla puede ser el salvavidas, ganando tiempo a la nada. Ocurrió entre guerras, tras el tratado de Versalles: Alemania humillada, atada a sus deudas con los vencedores, la clase obrera organizada. La burguesía financió la reacción respaldando a los nazis como instrumento de contrapeso. Basta repasar la filmografía: Visconti, “La caída de los dioses”. Ya sabemos el final.

Los problemas sociales de ahora no son los de aquella Europa, ni de la España de posguerra. Tampoco está la solución en reengancharse al modelo leninista que cayó en la primavera de Praga y desapareció con el muro de Berlín. Nadie lo pretendería en esta crisis, salvo los nostálgicos que a la vista están, con su estrategia de vender en el mercado mediático cualquier mundo feliz de corta y pega. Algún día sabremos qué intereses concurrieron en esta liturgia de la confusión, como sabemos que todas las grandes tragedias de la historia fueron hijas del absolutismo, del pensamiento único o del dogmatismo y sus iluminados.

Las sociedades deben construirse desde las libertades democráticas y la tolerancia, no desde el fanatismo radical. El futuro del mundo, la defensa del planeta, irá por esos caminos e incluso los problemas de empleo que crea la globalización para los viejos sistemas productivos, se solventarán, a pesar del nacionalismo excluyente que quieren implantar en España estos pulcros asesores de la economía bolivariana.

En momentos difíciles la solución debe ponerse en manos expertas, como la salud que nunca debe confiarse a curanderos y oportunistas de río revuelto o pícaros ilustrados, porque manipulan - a la vista está - a una sociedad que se ha vuelto mansa a fuerza de pastar en la opulencia que ahora falta. Llegamos muchos a pensar que a los socialistas se les exige más, en la medida que siempre resolvieron las cosas difíciles. Muchísimo más que a esta derecha corrupta. Como se les reprocha que erraran a veces, o bajaran la guardia. Entonces la exigencia a los socialistas debería ser que resuelvan otra vez los problemas. Es lógico, ya que los socialistas están situados en el espacio sociológico desde el que se puede dar respuesta, en línea progresista, posible, a un país que es plural.

Esa es la cuestión, no las propuestas imposibles de quienes aparentan más perfil de personajes cervantinos, de pícaros del Patio de Monipodio, que de políticos responsables. Un desastre si el pueblo se pusiera en sus manos, porque la constante histórica que ha combinado dramáticamente la acción y la reacción debiera confiar la acción de gobierno a los socialistas, desde un amplio espacio del centro/izquierda. No hay otra formación política con tanta solvencia histórica para hacerlo.

La derecha ahora debe pasar a sus cuarteles de invierno y reorganizarse para la alternancia. A los socialistas se les debe encomendar la tarea de gobernar. Daría tranquilidad al pueblo que debería trasladarles, desde las urnas, la tarea de construir un nuevo horizonte de convivencia y de progreso. Pueden hacerlo. Sería como en otros momentos difíciles la respuesta obligada de los socialistas. El clásico camino, esforzado y difícil, de los auténticos patriotas.

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