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Ateos no practicantes

Recomendaciones para tener una Navidad "cardiosaludable"

Aníbal Martín

La mayoría de los ateos diseminados por el mapa que conozco, incluido yo, nos dirigimos a nuestras respectivas localidades de origen o estamos ya en ellas; no para celebrar la Navidad, Dios nos libre, sino para acompañar a los demás en su celebración. Tampoco las familias enteras de ateos festejan la venida confusa de Jesús a este mundo, sino que aprovechan la oportunidad para pedir vacaciones y cocinar sopa de marisco.

Como buen ateo no practicante, aquí estoy, en Cáceres, visitando belenes, deleitándome con la decoración luminosa de las calles y asistiendo a todas las cenas a las que me invitan. Cuando me siento a la mesa en esas cenas, muchos rasgos y anécdotas de infancia me conectan con el resto de descreídos. Casi todos nosotros hicimos la primera comunión por los regalos, asistimos a funerales religiosos por respeto y muchos, ahí ya no entro yo, pasarán por el altar por compromiso. También se oye algún «¡Jesús!» rectificado a tiempo por un «¡salud!» cuando alguien estornuda y no puede faltar el comentario de corte social referido al capitalismo y a los excesos de estas fechas.

Sin embargo, es Navidad y nadie se quiere quedar sin su presente. Con total impunidad, los ateos olvidamos nuestra ausencia de creencias y nos lanzamos a especular sobre el regalo perfecto, que después envolveremos con papel brillante, estampado con un obispo turco de 1700 años conocido como Papá Noel (empeñado en quitar protagonismo a tres sacerdotes zoroastrianos, mazdeístas o inventados, los Reyes Magos, a los que los ateos, en nombre de la tradición, defendemos a capa y espada).

Muchas de estas características nos hacen parecidos a los cristianos no practicantes, esos que creen en Dios pero no en la Iglesia (en la que ni se cree ni se deja de creer, sino que se acatan sus dogmas o no se acatan), que critican la opulencia Vaticana pero se alegran de que Jorge Bergoglio lance su haz de rayos benditos sobre los homosexuales del mundo y con los que coincidimos en las ceremonias religiosas, cada uno por nuestras razones, pero todos allí reunidos.

Hace un par de años, un periodista libanés, cristiano maronita, con el que debatía con más vehemencia y menos cinismo sobre este asunto, lapidó mis argumentos al asegurar que harían falta muchas generaciones de ateos congruentes para comenzar a encontrar ciudadanos que verdaderamente no fueran cristianos; poco importa la fe, creer o no en Dios, porque las estructuras judeocristianas se alzan más fuertes y son parte de nuestra concepción del mundo. No es necesario recurrir a la Navidad o a las expresiones plagadas de referencias religiosas de nuestro idioma (ir y besar el santo, hacer las cosas como Dios manda o hablar en cristiano, que espero que sea como me expreso yo) para percatarse de esta obviedad: hay elementos como la culpa omnipresente, la familia monogámica o la caridad, poco cuestionados como virtudes, que son más difíciles de erradicar que el nombre y los apellidos del libro del bautismo. Aunque quizá, poco a poco, esos focos de lucha por la ética sin culpa, la familia poliamorosa y la igualdad social irán venciendo los restos de Edad Media y tradición emocionalmente corrupta que aún nos quedan.

De momento, para limpiar la culpa, diré que las fiestas no son el problema, el truco lo desvela el concepto «sincretismo religioso», capaz de adaptar cada nueva religión a los ritos y fechas de las preexistentes; así, los festejos relacionados con el solsticio de invierno se celebraban mucho antes de que allá por el año 500 y pico Dionisio el Exiguo calculara que Jesús nació el 25 de diciembre (festividad de Helios, Mitra, Apolo, Saturno y, aunque lo desconocieran aún en el Viejo Continente, una de las festividades de Tonatiuh, dios del Sol en la cultura Azteca). Lo mismo ocurre con el resto de las conmemoraciones cristianas, que se solapan con otras previas.

Es decir, la religión puede cambiar, pero las fiestas que no nos las toquen, ya inventaremos los ateos una justificación para seguir reuniéndonos el 25 de diciembre sin cargo de conciencia (porque espero que tampoco tengamos de eso ya) y, por ahora, no podemos hacer otra cosa que comer turrón (dulce de origen árabe) y pronunciar la expresión más neutral y común que existe para celebrar que los días sean cada vez más largos y las noches, más cortas: Felices Fiestas.

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